PUNCH RAGE COCTAIL (5TA PARTE)

 


Nadie recuerda con claridad quién fue el primero en hablar del concierto. Era una noche cualquiera, y como tantas otras, estaban los cuatro sentados en el banco de siempre frente a la facultad de filosofía, bebiendo cerveza barata y hablando de lo poco que les importaba el futuro. Francisco —el más sarcástico— juraba que el punk había muerto y que por lo tanto ya nada tenía sentido en la vida; Miguel se encogía de hombros; Valeria por su parte mascaba chicle con la indiferencia de quien ha visto el fin del mundo en clase de estética postmoderna; y Elías, el más callado, solo escuchaba en silencio.

Pero cuando el nombre de Punch Rage Cocktail surgió pocos días después en una conversación de los chicos, traída por los cada vez más continuos murmullos sobre aquella banda tan disruptiva, algo cambió en el aire. Miguel, con un brillo extraño en los ojos, fue quien primero la mencionó:

—Dicen que es la banda más salvaje del punk actual. Que la vocalista es increíble... que su voz es tan, tan... dicen que su voz ni parece humana, sino la de un ángel revolucionario.

—Qué estupidez —rio Francisco, aunque se notaba más que interesado.

El viernes llegó, y como si una fuerza invisible los hubiese empujado, los chicos fueron al concierto. El local era un sótano humeante, con las paredes sudando humedad y las luces parpadeando como faroles malditos del inframundo. El público rugía, un mar de cuerpos empujándose, vibrando en una tensión animal.

Entonces salió Keyla. Ella lucía imponente, feroz, con una melena de pelo rubio que le caía como fuego salvaje. Cuando gritó el primer verso, fue como si algo antiguo despertara en los huesos de cada asistente. Aquello no era música, sonaba más como un seductor conjuro, como una descarga brutal de violencia sonora que atravesaba las entrañas. Francisco gritó como un poseso. Valeria lloró de la emoción. Miguel temblaba extasiado. Y Elías... Elías no dijo nada. Solo sonrió, como si acabara de contemplar abrirse las puertas del cielo.

Nadie habló mucho esa noche tras salir del concierto. Solo intercambiaron miradas anhelantes y poco después se despidieron. Sin embargo, desde entonces las pesadillas comenzaron. En estas, primero aparecía Keyla, cantando en un escenario envuelto en neblina carmesí. Luego, una sombra que reptaba detrás de ella, un ser imposible, mitad hombre, mitad escorpión iba abriéndose paso. Su cuerpo era una negra amalgama de segmentos óseos cubiertos de un líquido aceitoso, y su rostro... aquel ser no tenía rostro, solo unos grandes dientes amarillentos. Dientes que rechinaban al ritmo de una canción que cada vez sonaba más como las trompetas del juicio final.

Cada uno de los chicos despertaba en este punto empapado en sudor, con el corazón latiéndole como un tambor de guerra. Ninguno recordaba tales sueños del todo. Solo les quedaba la inquietante sensación de haber visto algo que no debería existir en el mundo mortal.

Pero allí no se quedaron las cosas. Ninguno de los cuatro supo el momento exacto, pero de pronto les vinieron los repentinos ataques de ira.

Francisco, en clase, discutió con un profesor. Como consecuencia lo tiró al suelo de un violento empujón. Se dispuso a lanzársele encima para propinarle una golpiza, pero entonces uno de sus compañeros intentó detenerlo. Francisco gruñó, y con un movimiento fugaz tomó una silla y lo golpeó de lleno, con tal fuerza que le fracturó la mandíbula. Fue suspendido, pero por su actitud a él no pareció importarle. Apenas volvió al colegio, empezó a escribir letras violentas en los pupitres, a gritar palabras soeces en los pasillos.

Miguel por su parte arremetió contra su padre tras una discusión trivial. Lo empujó por las escaleras del porche. Su progenitor se partió el brazo. Su madre no quiso denunciarlo, pero se encerraba en su cuarto cada vez que lo veía; tal era el miedo que ahora le producía su propio hijo. Miguel, a escondidas, comenzó a romper cosas. Platos, sillas, espejos. Sufría arranques de ira intempestivos y aparentemente sin ninguna razón, al punto que llegó a afirmar que su reflejo lo insultaba.

Valeria mientras tanto tuvo un episodio desafortunado en el supermercado. Una mujer le pidió que avanzara en la fila, y ella, acusándola de que no iba a recibir órdenes de una vieja odiosa, le lanzó una botella de vino. Gritaba que la querían controlar, que todos eran títeres de un sistema cada vez más podrido. La policía finalmente la soltó porque no tenía antecedentes, pero algo en sus ojos ya no era normal. Había una furia contenida, un volcán a punto de estallar.

Elías hizo cosas tan terribles como las de sus amigos, pero él se aseguró de ser mucho más sutil, de modo que estas no salieron a la luz.

Una noche, decidieron reunirse en casa de Francisco. Él tenía la terraza más privada. Llevaban cervezas, algo de ron, y el deseo inconfesado de encontrar sentido a lo que les estaba pasando. El ambiente era denso, como si los mismos ladrillos del lugar transpiraran tensión.

—Todo empezó con ese maldito concierto —dijo Miguel de pronto, al tiempo que encendía un cigarro con manos temblorosas.

—¿Recuerdan quién fue el idiota que nos propuso asistir? —espetó Valeria, apuntando a Francisco con una mirada as3sina.

—¿Yo? ¡Fue Elías quien insistió! —respondió Francisco, alzando la voz.

—No me culpen por su debilidad —murmuró Elías, pero con una sonrisa torcida.

Las palabras se volvieron cuchillos. Las voces, gritos. Y los gritos pronto decantaron en acusaciones, insultos, reproches. El alcohol corrió de vaso en vaso rápido y mal. Una botella llegado cierto momento se rompió tras ser lanzada por una mano iracunda. Miguel arrojó un golpe. Valeria le aplastó un cigarrillo encendido en la frente. Francisco sangraba por la mejilla. Elías mientras tanto reía como si estuviera en medio de un espectáculo circense.

La pelea fue breve y brutal. El vidrio cortó c4rne. Las manos se convirtieron en arm4s. Los cuerpos cayeron como muñecos rotos. Al amanecer, tras tan brutal y desenfrenada pelea, solo uno de los chicos aun respiraba.

Cuando la madre de Francisco subió con el desayuno, encontró los despojos de un campo de batalla. Botellas quebradas, sangre, cuerpo caídos… y a Elías, en medio del desastre, cubierto de heridas, murmurando palabras incomprensibles al oído del c4dáver de Valeria.

La policía llegó poco después, alertada por la madre de Francisco. En el acto arrestaron a Elías, quien en ningún momento opuso resistencia. Su lamentable estado obligó a que en vez de ser llevado a la comisaría fuese llevado al hospital más cercano. Allí, mientras en una camilla era conducido hacia una sala de emergencias, entre delirios Elías fue mencionando las pesadillas que últimamente lo habían atormentado, sus sueños con aquel demonio de aspecto grotesco, de dientes que rechinaban con una ira que no parecía provenir de este mundo.

En el juicio, una vez se recuperó, cuando el fiscal le preguntó por qué había m4tado a sus amigos, Elías se tomó su tiempo en contestar. Tomó aire, contempló a todos los presentes, y de improviso gritó con una voz desgarrada:

—¡Es el demonio de la ira! ¡Vive en sus canciones! ¡Keyla, la vocalista de esa banda maldita, le entregó su alma al demonio Amon y ahora él quiere cebarse con nuestras almas! ¡Ella nos maldijo esa noche! ¡Ella nos entregó a ese horrible demonio con su maldito canto!

Los asistentes al juicio intercambiaron en silencio incomodas miradas. La madre de Francisco lloraba. Los miembros del jurado anotaban. Pero alguien en el fondo de la sala —una joven de chaqueta con capucha que le cubría el rostro, los labios pintados de negro y los ojos desconcertados salió disimuladamente de la sala. Al mismo tiempo, ella llegó a murmurarse con la voz quebrada: —No puede ser, así que los rumores que han comenzado a circular en las redes sí eran ciertos…

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