PUNCH RAGE COCTAIL (4TA PARTE)

 


Mariela caminaba con pasos apresurados hacia su oficina, el eco de sus tacones resonando en los pasillos como el tic-tac de un reloj acelerado. Su rutina, monótona y gris, se teñía con destellos de rabia contenida cada vez que cruzaba miradas con Anabelén, su compañera de oficina. Anabelén era todo lo que Mariela no podía soportar: impecable, de sonrisa fácil, siempre con la palabra precisa, adorada por los jefes, popular entre los compañeros. La corroía hasta lo más hondo el aroma a éxito que parecía envolverla como un perfume exclusivo, uno al que ella parecía no poder acceder por más que lo intentase.

Aquella semana, el resentimiento de Mariela había alcanzado un punto crítico. Anabelén había presentado un proyecto que obtuvo la aprobación del director general, relegando al olvido las ideas que Mariela llevaba meses puliendo. A pesar de las sonrisas de cortesía que le dio durante el evento de lanzamiento del proyecto, el veneno de la envidia se acumulaba en su pecho como una presión insoportable.

El viernes por la noche, mientras revisaba un informe en su casa, su teléfono vibró con una notificación. Era un anuncio del concierto de Punch Rage Cocktail, una banda que había escuchado de pasada en redes sociales. Algo en la descripción la atrajo, como si las palabras se dirigieran directamente a su malestar: "Libera tu ira y siente el placer del caos". Decidió asistir, impulsada por un deseo acusiante de romper con la opresión de su rutina.

El concierto fue para ella como una descarga eléctrica. La vocalista, una mujer de presencia imponente llamada Keyla, entonaba a viva voz las letras de sus canciones, como si estuviera invocando una tormenta. Mariela se sintió arrastrada por la energía salvaje de la música; la furia de las canciones parecía resonar en su interior, amplificando todo lo que había reprimido durante años. Cuando la última nota murió y fue anunciado el final del concierto, Mariela salió del lugar temblando, su mente aun vibrando como consecuencia de la intensidad del espectáculo.

Esa noche soñó con Keyla. En el sueño, la vocalista cantaba bajo unos reflectores de luz roja sanguinolenta. De pronto, algo se movía detrás de ella: una figura grotesca, mitad humana y mitad escorpión. Su cuerpo era completamente negro, aunque cubierto de una salvaje aura roja, y por todo rostro solo contaba con una amarillenta batería de dientes apretados, los cuales rechinaban en un ritmo hipnótico. Mariela despertó gritando, con el corazón martillándole en el pecho y un sudor frío empapando su cuerpo.

Los días siguientes Mariela se sintió a la deriva, como si constantes torbellinos arrasasen con sus pensamientos. Empezó a sentir un odio más profundo hacia Anabelén, una ira que no podía justificar ni controlar. En una reunión, Anabelén hizo un comentario que provocó la risa general, excepto de Mariela, a quien el comentario le sonó como una imperdonable afrenta personal, a pesar de que este no tuvo nada que ver con su persona. Sintió cómo algo oscuro brotaba en su interior, un rugido que exigía una inmediata liberación.

La explosión llegó un lunes por la tarde. Anabelén había dejado una carpeta en el escritorio de Mariela con un pequeño post-it que decía: "Por favor, revisa esto antes de las 5. Gracias 🙂". Esa sonrisa dibujada en el papel fue el detonante. Cuando Anabelén regresó para recoger la carpeta, Mariela se levantó de su silla con una furia incontrolable.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Anabelén, confundida al ver la mirada de su compañera.

Pero Mariela no respondió. En un arranque de rabia, se sacó uno de sus tacones y lo blandió como un arma. Los gritos de Anabelén resonaron en la oficina vacía mientras Mariela descargaba su furia, golpe tras golpe, hasta que todo quedó en silencio.

Cuando recobró la conciencia, Mariela vio a Anabelén tendida en el suelo, su rostro desfigurado y rodeado de un charco oscuro de s4ngre. La visión de la masacr3 la paralizó, pero la sensación de alivio que la invadió fue más aterradora aún. Intentó limpiar las evidencias, pero las cámaras de seguridad lo habían registrado todo.

La policía llegó a la mañana siguiente al centro de trabajo. Mariela había acudido como si se tratase de un día cualquiera, confiando en que nadie la descubriría. Por alguna razón, ella no se consideraba culpable. Sentía como si alguien más, alguien completamente ajeno a ella hubiese cometido el crimen, y eso le proporcionaba una extraña seguridad. Sin embargo, al poco de su llegada fue esposada frente a la mirada atónita de sus compañeros y el director general. Mariela no lo podía creer. Una imagen pronto tomó forma en su cabeza. La reconoció de sus pesadillas. Entonces una aterradora revelación la azotó como si le acabasen de dar una bofetada. Mientras la llevaban a la patrulla, ella se retorció y gritó con desesperación y con los ojos desorbitados:

—¡Keyla es la culpable! ¡Ella se metió en mi cabeza! ¡Ella me obligó a hacerlo! ¡Es un demonio! ¡Y sus canciones son un hechizo infernal lanzando contra mí! ¡Yo no tuve la culpa! ¡Keyla es quien m4tó a Anabelén! ¡YO SOY INOCENTE!!

Una vez instalada en su celda, Mariela empezó a soñar de nuevo con el tenebroso monstruo. Ahora lo veía mucho más nítido, contorneándose con violencia en el escenario mientras Keyla cantaba, con sus dientes rechinando al compás de un ritmo que se hundía en cada vez más en su propia alma. Mientras tanto, en alguna parte de la ciudad, Keyla seguía cantando para una multitud entregada, su voz envolviendo a los oyentes como una maldición que ellos, como Mariela, nunca llegarían a comprender del todo.

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