EL ANILLO DEL REY NIBELUNGO (1ERA PARTE)

 


Horacio tanteó el lugar en donde debería haber estado su índice derecho. Cada vez que hablaba sobre sus experiencias de la segunda guerra mundial lo hacía de forma inconsciente. –De verdad, que eres increíble, abuelo –su nieta comentó una vez él terminó de contarle la experiencia de su última batalla antes de volver a casa. No podía evitarlo. A pesar de que lo sucedido en aquel momento de su vida era algo tan terrible, la emoción de su nieta lo obligaba a contarle una vez más la consabida historia. Por supuesto, él no podía decirle ciertas cosas, así que siempre las omitía. Sin embargo, esta vez su nieta le hizo una pregunta que lo dejó sin palabras por un buen rato.

–¿Cómo fue que perdiste tu dedo, abuelo? –Danna preguntó. Horacio miró a la adolescente. Sabía que algún día le haría la pregunta. Lo extraño era que se haya tardado tanto, siendo generalmente los adolescentes seres tan curiosos. “Probablemente no se haya atrevido hasta ahora”, Horacio pensó. Era una de las cosas que le agradaba de su nieta, ella siempre había demostrado ser una persona sumamente respetuosa y sensible.

Danna vivía con sus padres y su abuelo. Sin embargo, ellos trabajaban prácticamente todo el día, y desde que la joven tenía memoria había sido así, de modo que su única compañía en casa era el abuelo. Ella lo respetaba y admiraba mucho, y lo quería como debería haber querido a sus padres, si tan solo ellos hubiesen estado allí para ella.

–Perdí el conocimiento tras recibir un disparo en el hombro –el anciano finalmente contestó–, seguramente perdí el dedo después de eso. Lo cierto es que no recuerdo cómo lo perdí.

Danna se dio por satisfecha. –¡Eres un gran héroe! –ella abrazó a su abuelo con efusión.

El fin de semana se terminó y Danna volvió a clases. Detestaba su colegio. Desde que se mudaron a aquella gris y bulliciosa ciudad su mundo se había ido cuesta abajo. Aquí la gente no era amable como en su ciudad natal. Aquí no tenía buenas amigas, solo abusivas compañeras que nunca la dejaban en paz. Ella era una jovencita escuálida y de baja estatura. Defenderse era un lujo que no podía permitirse. Sabía lo que le esperaba si intentaba hacerlo. Su compañera Carmen era el mejor ejemplo. Ella terminó hospitalizada tras la paliza que le propinaron Valeria y su grupo luego de que las acusó con la profesora de haberle exigido dinero. Por supuesto, nadie hizo ni dijo nada. La indiferencia era otra cosa que detestaba de esta ciudad.

El abuelo murió cinco meses después de haberse mudado. “Él tampoco la pasaba nada bien acá”, Danna pensó mientras contemplaba la ceremonia del entierro. Desde ese día ella se volvió callada y taciturna. Atrás quedó la chica alegre y de risa fácil. Por supuesto, sus padres siempre tan atareados no lo notaron en lo más mínimo.

Un sábado por la tarde, en el que Danna se encontraba sola en la casa para variar, oyó un cántico coral de lo más extraño. Era una melodía tan dulce, pero a la vez tan enérgica; la muchacha no sabía con exactitud cómo calificarla. Interrumpió la elaboración de su tarea y se puso de pie. Salió de su habitación y siguió la melodía. Las paredes del pasillo estaban tan naranjas debido al desfalleciente crepúsculo que a Danna le parecieron estar hechas de lava. Cuando pasó por una ventana la calle le pareció demasiado tranquila, como si el tiempo se hubiese detenido. Todo era tan extraño aquella tarde.

Llegó ante la puerta de la habitación del abuelo. ¿Cómo era posible? Pero era así, no había lugar a error: el cántico procedía del interior de la habitación. Estuvo a punto de tocar el pomo de la puerta, pero en eso recordó que la habitación se hallaba con llave, pues sus padres habían decidido cerrarla para evitar que el polvo salga hacia el pasillo, en tanto esperaban a tener un tiempo para poder vaciarla. Danna se quedó allí de pie, observando la puerta y oyendo la melodía tan singular. Eran como cientos de voces femeninas entonando un himno sagrado a una sola voz. De pronto se sintió aguerrida, como si aquel himno fuese el preludio a una batalla de vida o muerte. No supo en qué momento su mano tomó el pomo y lo giró. Para su sorpresa, la puerta se abrió. Temerosa, Danna ingresó y contempló los enseres de su difunto abuelo. No fue capaz de contener las lágrimas.

–Te extraño tanto –ella se acercó al mueble en el que su abuelo solía sentarse para contarle sus historias. Ni bien se sentó allí, ella se percató de un objeto que brillaba sobre la mesa de noche. No tenía polvo encima y lucía nuevo. La joven se puso de pie y lo tomó. –¿Y esto? –ella jamás le había visto aquel objeto al abuelo. Se trataba de un magnífico anillo de oro, de tan fino y elegante diseño que parecía proceder de otro mundo. Apenas lo tocó, el cántico se hizo más fuerte. Danna lo sintió reproducirse en su cabeza, como si procediera del interior de esta. Se puso el anillo, y de pronto las voces se callaron de golpe. “¿Qué raro?”, Danna se dijo para sus adentros. Se encogió de hombros y decidió volver a sus quehaceres. Al final optó por quedarse con el anillo, pues lo consideró como un valioso recuerdo de su abuelo.

A pesar de que gracias al anillo y sus poderes consiguió salir ileso de la guerra, Horacio lo repudiaba con todo su ser. Incontables veces había intentado deshacerse del anillo maldito. Como se lamentaba el haberlo hallado oculto entre los despojos de una trinchera abandonada. Finalmente creyó haber conseguido su propósito cuando lo hundió en el mar, tras introducirlo en una caja fuerte y cubrir esta con sellos mágicos que le vendió un excéntrico sacerdote. Previamente, por recomendación del sacerdote, él se había cercenado el dedo con el anillo puesto. “Solo así podrás engañarlo”, le había indicado el singular hombre de fe. Después de eso, ya sin el terrible peso del anillo, Horacio optó por casarse y formar una familia. Nadie más que él mismo sabía de su secreto. Nadie hasta ahora… Danna comenzó a soñar con su abuelo, él parecía estarle advirtiendo sobre algo con desesperación, pero cuando despertaba nunca lograba recordar que era lo que intentaba decirle.

Era un lunes de cielo nublado. Danna salió al recreo sin demasiados ánimos. Le deprimía ya no tener a su abuelo. ¿Con quién podría hablar ahora? Sus compañeras la consideraban un bicho raro, y ninguna se atrevía a defenderla cuando Valeria y su grupo la acosaban. Soltó una exhalación. Se encaminó hacia el rincón más oculto del patio para pasar desapercibida, cuando en eso Valeria y sus amigas la interceptaron. Le exigieron dinero, como de costumbre. Danna estuvo a punto de darles todo cuanto tenía, resignada a volver a pie a su casa, cuando el dulce y vibrante himno de guerra que había oído el pasado sábado por la tarde una vez más hizo eco en su cabeza. De pronto se sintió imbuida con una inusitada valentía.

–¡No te daré nada, perra! –con ambas manos Danna empujó a Valeria. Esta última y sus secuaces contemplaron a Danna boquiabiertas, aunque pronto se recuperaron y se dispusieron a darle una paliza que no olvidaría jamás. De pronto, potentes truenos resonaron con fuerza en el cielo. Un destello iluminó por un segundo el patio del colegio, e instantes después todos fueron testigos de cómo un relámpago descendía y carbonizaba a Valeria. Sus amigas contemplaron el amasijo de carne quemada con horror, y acto seguido huyeron despavoridas. Rato después una ambulancia y un par de patrullas llegaron al lugar y lo acordonaron. Danna fue atendida por hallarse cerca del accidente, pero no se le encontró ningún daño.

Ya en su casa, de pie ante la ventana de su habitación, Danna repasó lo sucedido. Instantes después de que cayese el rayo, ella estaba segura de haber visto un escuadrón de caballería elevándose hacia el cielo. Eran mujeres guerreras con cascos alados y hechos de oro. Ellas eran las que entonaban el sacro himno. Pero era imposible, debía tratarse de una ilusión. Aun así, de algo Danna estuvo segura. Ahora era una chica valiente, y gracias a su valentía había podido cobrar venganza. –Pero Valeria no es la única que necesita una lección, ¿eh? –ella le habló al anillo. De inmediato se arrepintió de sus palabras y se llevó las manos al rostro, para acto seguido echarse a llorar. No podía soportar el peso de haber arrebatado una vida. Se negó a aceptarlo. Intentó convencerse de que lo sucedido se había tratado de un accidente. Sin embargo, en el fondo ella sabía que acabar con Valeria había sido su deseo. Durante el altercado lo había deseado más que cualquier otra cosa. Y lo peor es que por momentos anhelaba continuar con su venganza. Soltó una fuerte risotada cuando se imaginó a las amigas de Valeria sufriendo el mismo destino que la mencionada. De inmediato se echó a llorar con más fuerza. Por fin pudo recordar lo que tan insistentemente le había estado advirtiendo su abuelo en sus sueños. El anillo era malvado, finalmente lo comprendía en toda su magnitud. Risas o llanto, quien la oyese no habría podido distinguir cuales eran sus sentimientos en ese momento. Pero el anillo no importaba, la verdadera cuestión que Danna tenía que resolver, por más miedo que pudiese sentir ante su decisión final, era: “¿soy yo una persona malvada?”. Su respuesta final no podía tardarse más, Danna presentía que llegado un punto la locura que la consumía se volvería irreversible. Al final ella escogió su camino.

“Atrapadas en este anillo debido a nuestros corazones apasionados, sufrimos en carne viva un nuevo giro de la gran rueda del destino. Oh, valquirias, guerreras formidables, el rey enano nibelungo se aprovechó de nuestro deseo y nos encerró hace ya mucho en este anillo maldito. ¡Libertad, libertad! siempre han entonado nuestras almas, pero el Valhalla siempre nos ha respondido con cadenas…”, el cántico de las guerreras de los cascos alados resonó de pronto cual un lastimero estruendo por toda la habitación.

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