CAPÍTULO XXII (1ERA PARTE)

 


Harleen se encontraba recostada sobre su cama. Afuera hacía una helada noche con neblina. Ella no podía dormir, mantenía la mirada fija en un punto indeterminado del techo de su habitación. Tenía mucho en lo que pensar, aunque en ese momento su mente se hallaba en blanco. De pronto le llegó un maullido. Harleen se sobresaltó, aunque no se movió de su lugar. Poco después otro maullido hizo eco en la noche, y después otro y después otro más. De un momento a otro un coro de maullidos resonó en la calle, hasta que un maullido que provino de la misma habitación de Harleen los silenció a todos los demás. La joven dio un respingo y dirigió la vista hacia su pecho. Allí frente a ella había un gato negro de azules ojos oceánicos lamiéndose una de sus patas. Cuando el felino se percató de que estaba siendo observado levantó la cabeza y clavó sus enigmáticos ojos en los de Harleen. En ese momento el techo y luego el cielo le cayeron encima. La joven se vio atravesar a gran velocidad cúmulos de estrellas y de polvo estelar. Entonces sintió un repentino sacudón y de pronto se encontró sentada sobre una banca del patio de su escuela, con Arthur a su lado. Era una mañana apenas soleada. A su alrededor los estudiantes iban y venían. Ella recordaba aquel momento. Había sucedido durante el segundo recreo del lunes pasado.

–No pasó nada de nada con Gina, ¿Por qué no quieres creerme? –Arthur le dijo.

–Mis ojos vieron lo que vieron. No puedo negar lo que vi, y tú no puedes negar lo que me mostraste durante aquella noche…

–Harleen –Arthur tomó una de las manos de la joven entre las suyas–. Gina solo quiere lo mejor para ti. Esa noche estuvimos hablando de ti, yo le comenté que a veces me parecías la chica más fría del mundo, pero ella salió en tu defensa y me contó un montón de cosas que me hicieron amarte muchísimo más. Si la hubieras oído… ¿Por qué no te nos acercaste? Todo se te hubiera aclarado en un santiamén.

–Arthur, tú… ¿me estás diciendo la verdad?

–¿Crees que podría mentirte con algo como esto?

–No, no quise decir eso. A lo que me refiero es… ¡ah! Es que suena demasiado bien para ser cierto. No sabes el peso que me quitas de encima. Arthur, yo… soy tan tonta, ¿puedes perdonarme?

–Solo si me das un besito –Arthur dejó caer su mano sobre uno de los muslos de Harleen. Ella lo miró con cara de “eres incorregible”.

–¿Tiene que ser aquí, en pleno patio, delante de todo mundo?

–¿Por qué no? Demostrémosle al mundo lo que es el amor verdadero.

Aquellas palabras conmovieron a la joven de las coletas castañas. Harleen se inclinó hacia él y le estampó un rápido pico. Acto seguido Arthur la abrazo y ella sintió sus fuertes brazos estrechándola. De pronto Harleen comenzó a reír de forma incontrolable. Arthur la soltó y se le quedó viendo con mirada interrogante. –Es que no puedo creer hasta dónde puede llegar mi inseguridad, ¿Cómo pude desconfiar de mi amiga de años, de mi mejor amiga, de quien siempre ha estado allí para mí?

–¡Cof! ¡Cof!

–¡Sí, lo sé! También estuvo terrible el haber desconfiado de ti, amorcito. ¡¿No es como para reírse?! Soy realmente un caso patético –Harleen continuó riendo, aunque al poco rato las risas empezaron a temblarle. Arthur no lo dudó ni por un instante y volvió a abrazarla.

–Siempre estaré aquí para ti, solo tienes que confiar en mí, amor –él le dijo mientras le acariciaba la espada.

–Gracias, no sabes cuánto te agradezco tus palabras –Harleen expresó, en tanto con la manga de su chaqueta se secaba las lágrimas que habían cubierto sus pecosas mejillas.

Otro maullido la devolvió a su habitación. Harleen miró hacia su pecho. El gato negro había desaparecido. Ella entendió que todo se había tratado de un sueño. “Bueno, no todo… mi encuentro con Arthur en la banca si sucedió, él sí me dedicó esas dulces palabras y me consoló con toda la ternura del mundo. Lástima que dos días después tan lindo recuerdo se transformaría en la más odiosa muestra de hipocresía de la que jamás haya sido testigo”, la adolescente se destapó y se puso de pie. A su alrededor todo era silencio y penumbra. Se dirigió a su ventana y se quedó observando a una polilla que revoloteaba alrededor del foco del poste que quedaba frente a su casa.

Miércoles por la tarde. Harleen decidió darle una sorpresa a Arthur, así que fue a verlo al entrenamiento sin avisar. Lo contempló desde las graderías embelesada. Por primera vez Harleen se sentía la persona más afortunada del mundo. Las prácticas finalizaron y los chicos se dirigieron a los vestidores. Arthur pasó raudo y veloz, de modo que no se percató de la presencia de su ilusionada enamorada. Harleen lo siguió con la mirada hasta que lo perdió de vista. Ella esperó durante un rato, hasta que al final ya no pudo más con la ansiedad y fue a buscarlo. Un compañero le informó que él se había marchado hace poco por el pasadizo que daba hacia el coliseo. Sin tiempo que perder Harleen fue por esa ruta, pero no lo encontró. “¿Se habrá ido ya a su casa?”, ella se preguntó. De todas formas, no perdió las esperanzas. Se le ocurrió que quizá podría estar comprándose algo de beber en la cafetería. Hacia allá se dirigió. No lo encontró allí, de modo que fue a los lavatorios cercanos, pues a veces los chicos iban hasta allí después de los entrenamientos para beber del agua del caño. Una vez más sus esperanzas fueron desechas. Desalentada, Harleen subió por las escaleras del pabellón que colindaba con la cafetería, ya resignada a marcharse. Allí arriba había un baño, su última esperanza de encontrarlo, pero rápidamente tal esperanza se diluyó al hallar el mencionado baño cerrado. Siguió de largo tras soltar una larga exhalación. Harleen llegó hasta el puente metálico que conectaba aquel pabellón con el de los salones de primaria. Miró hacia el horizonte, al gris cielo capitalino. Luego recordó que bajo aquel puente se podía ver una pequeña loma de pasto que quedaba frente al laboratorio de computo. Se trataba de un lugar refundido entre ambos pabellones, de modo que las parejas solían ir hasta allí para tener un poco de privacidad. Ella desde hace algún tiempo había soñado con ir algún día hasta aquel pequeño refugio de amor en compañía de Arthur para intercambiar caricias y afectos. De hecho, la sorpresa que tenía reservada para su enamorado durante el presente día era la de llevarlo hasta allí para darle el beso más apasionado que él hubiese recibido nunca.

–Soy una reverenda idiota –sin embargo, Harleen se llevó la mano derecha a la boca cuando sus ojos se posaron sobre la pintoresca loma de pasto. Y es que lo que vio allá abajo fue para la pobre una puñalada directo al corazón. Arthur y Gina se estaban besando con desenfreno, ambos recostados sobre el pasto. Él tenía una mano refundida bajo la falda de ella, y la mano de ella estaba posada sobre la tela de la falda bajo la cual se hallaba la mano de él. De cuando en cuando Gina soltaba un débil gemido, a lo que Arthur respondía con una nueva caricia en los muslos y en las posaderas de la joven. Harleen sintió que ya había tenido suficiente de aquello. Optó por marcharse en silencio, pero, para su mala suerte, al avanzar sus pies se enredaron y ella terminó descargando un fuerte pisotón sobre el puente metálico. Gina y Arthur se sobresaltaron al oír aquello, pues creyeron que se trataba de algún profesor que acababa de atraparlos. Pero lo que resultó ser se trató de algo mucho peor. Los ojos de ambos amantes se encontraron con los de Harleen. Cuando Gina vio en ellos el más vivo reflejo de la tristeza, se levantó de un salto y corriendo fue en pos de excusarse con su amiga. Harleen recién reaccionó al ver a su amiga correr, y con todas las energías que tenía huyó sin mirar atrás. Desde la distancia oyó los gritos desesperados de su amiga llamándola. No respondió a ninguno. Por el contrario, ella corrió aún más rápido. Terminó abandonando el colegio cual un vendaval. Gina no fue capaz de alcanzarla por más que se esforzó.

El maullido que oyó en esta ocasión fue mucho más largo y lastimero. El doloroso recuerdo de tan nefasta tarde empezó a difuminarse. Harleen dirigió la vista hacia la calle de debajo de su casa. Allí, parado sobre la acera y con la mirada dirigida hacia su ventana, ella vio una vez más al gato negro de los ojos oceánicos. “¡Miaaau!”, el enigmático minino volvió a maullar. Luego le siguieron un coro de maullidos igual de deprimidos y lastimeros. Harleen no supo cuando los mencionados maullidos se transformaron en sus propios lamentos. La joven de la castaña cabellera se halló llorando sobre el suelo de su habitación, con la espalda pegada a la pared bajo su ventana y con las rodillas abrazadas por sus, en ese instante, pálidas y temblorosas manos.

Continua...


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