CAPÍTULO XXI (1ERA PARTE)
Randy contó en sus
memorias que cuando en la noche buena en casa de los abuelos descubrió que su
hijo había encontrado su habitación secreta, él se sintió muy mal, como si lo
acabasen de atrapar infraganti cometiendo el crimen más horrendo. Él confesó
que a duras penas había conseguido guardar la compostura durante la cena
navideña, pero que en un arranque de nervios había cometido la tontería de
prometerle a su hijo que le mostraría su singular pasatiempo. Nicolás recordó
aquella noche. Él tendría en aquel entonces unos siete años. Y por supuesto
recordó la mañana siguiente, cuando descendió junto a su padre a aquella
habitación de debajo del sótano y conoció la exótica colección de animales
disecados de su padre.
“…no sé cómo pude mostrarme tan tranquilo esa noche. Y
mucho menos cuando a la mañana siguiente bajé con el pequeño Nico. Creo que
debería buscarme otro pasatiempo, uno menos sangriento, uno más común, uno que,
que… ¡uno que no me tiente a cometer el terrible crimen que no deja de
obsesionar a mi cabeza!”, leer esta parte produjo en Nicolás una gran impresión.
El solo pensar en que él estuvo allí, en medio de las pruebas fehacientes de
que la mente de su padre empezaba con su caída hacia el precipicio de la locura
le produjo vértigo, y unas increíbles ganas de vomitar.
Regresó del baño
tras mojarse el rostro. Ya había conseguido despejarse un poco. Antes de
sentarse en la silla de su escritorio miró hacia la ventana. Era una mañana
calurosa, aunque algo nublada. Por un momento se preguntó qué estarían haciendo
en su salón. Una vez más había comenzado a ausentarse al colegio.
“Una tarde de vacaciones en la que andaba aburrido di el
primer paso hacia mi perdición. En aquel entonces tendría unos diez años. Bajé
al sótano cuando mi papá se hallaba trabajando allí. Siempre me había dicho que
no lo haga, pero aquella tarde yo ya no pude aguantar más la curiosidad. Quería
saber lo que allí hacía, y además estaba muy aburrido. Encontré a mi padre
destripando a un gato muerto. Por un instante sentí cierta aversión a lo que
veían mis ojos, pero mientras más veía aquello, más me olvidaba del asco y más
atraído me sentía a seguir viendo. El brillo, la viscosidad, el sonido de
chapoteo, no lo sé, la sangre; ver todo esto me dejó como hipnotizado. Mi padre
recién descubrió mi presencia una media hora después. Él creyó que acababa de
bajar. No se lo negué. De haber sabido la verdad probablemente él nunca se
habría animado a enseñarme su oficio. Él creyó que yo estaría muy afectado, así
que me habló lo más dulcemente posible. Me explicó que durante sus estudios
para veterinario también había aprendido a disecar animales, y que gracias a
esto fue como consiguió pagarse la carrera. Ya ejerciendo su trabajo como
veterinario, una tarde una antigua compañera de su universidad lo reconoció y
le preguntó si podría disecarle a su perrito muerto. Él no se hizo problemas y
aceptó, aunque poco después se arrepentiría, ya que la voz se corrió y sus
clientes empezaron a pedirle que diseque a sus mascotas cuando estas ya morían.
Papá no quiso esta vez, pues empezó a sentirse incómodo con el asunto, pero
entonces la gente le ofreció dinero, mucho dinero, y debido a que en ese
entonces la situación en el país no era muy estable, él terminó aceptando. Todo
esto me explicó antes de decirme que el gato que disecaba era un encargo de una
jovencita que lo había tenido de mascota. –Ya era viejo, y esta mañana lo halló
muerto en su cobija. De inmediato me lo trajo y me pidió encarecidamente que lo
diseque. ¡Ah! Yo por supuesto acepté, ya que era una clienta de muchos años, y
además… ya me he hecho fama, a estas alturas ya no puedo negarme –mi padre
insistió en sus justificaciones. En ese entonces yo no entendí por qué tanto
remilgo. Recién ahora que por mi mente asechan estas ideas retorcidas creo que por
fin lo entiendo. Como me arrepiento de haberle insistido a papá para que me
deje ayudarlo. Aunque él también tiene algo de culpa. Debió haberse mantenido
firme, haberme largado en ese momento y no haberme permitido entrar nunca más.
Pero al final accedió, me dijo que nunca me había visto tan interesado en algo.
Hasta se animó a pronosticar que quizá en el futuro yo también sería
veterinario, o incluso hasta doctor. Lo cierto es que lo noté muy emocionado. Y
la verdad es que no lo culpo, en aquel entonces yo era muy apático. Vaya
idiotez, si en vez de enseñarme a disecar animales me hubiera llevado al
psicólogo tal vez ahora no tendría estos pensamientos, quizá nunca hubiera
matado a nadie, quizá…”, Nicolás comprendió en ese momento que la lucha interna
de su padre se mantuvo hasta el final, que a pesar de sus crímenes él si mostró
arrepentimiento. Aunque la verdad es que saber esto no lo consoló en lo más
mínimo. Fue todo lo contrario.
“Siempre estuve obsesionado con la conservación de la
belleza. Odiaba ver a la gente que compraba flores para llevarlas al
cementerio, o que las compraba para entregárselas a sus parejas, pues sabía que
esas flores estaban condenadas a podrirse y a secarse. Recuerdo una vez que fui
a la selva con mis padres. En una tienda de recuerdos vi un cuadro con
mariposas clavadas en su interior, y me gustó tanto que les rogué a mis padres
para que me lo compren. Mamá no quiso, pues le pareció de muy mal gusto el que
hayan clavado así a las pobres mariposas. Yo le dije que de peor gusto era
esperar a que se mueran y se descompongan. En ese momento no supe por qué papá,
que hasta entonces se había mostrado a mi favor, cambió de actitud y le dio la
razón a mamá. Ahora creo que ya lo sé, pero no lo diré porque no quiero faltarle
el respeto a la memoria de mi querido padre. Al menos él sí tuvo el suficiente
valor para no cruzar la línea. No, esto es una tontería, pura especulación mía,
mejor no lo meto más en esto, son mis memorias después de todo. En fin, lo que
quiero dejar sentado aquí es que esta obsesión la tuve desde siempre. Es una
justificación estúpida, lo sé, pero de todas formas quise manifestarlo por
escrito. Supongo que soy muy estúpido, y eso está bien. Prefiero que me
recuerden como a un estúpido en vez de como a un monstruo…”.
“Siempre supe que terminaría cometiendo un crimen; desde
que disequé a mi primer animal para intentar alejar mi obsesión con la belleza
de Tania lo supe. De alguna forma esto tiene su gracia, ¿Cómo puedo tener una
lógica tan retorcida? El hecho es que una buena noche salí de un pub en el que
estuve tomando con unos amigos de la oficina, y me dieron unas irrefrenables
ganas de tener sexo. Lo cierto es que en el pub había una camarera jovencita y
muy hermosa a la que no había podido dejar de mirar. Aunque su belleza era de
otro tipo, por alguna razón me recordó a Tania de adolescente. Lo más lógico
hubiera sido ir a casa y saciar mis apetitos con mi Tania, pero de pronto la
obsesión que tenía sobre que su belleza comenzaba a evaporarse me atormentó, y
por más que traté no pude alejarla de mi cabeza. Además, mientras esperaba mi
taxi un feo remordimiento me empezó a acosar, una culpa que una y otra vez me
señalaba y me reprochaba. Tania no se merecía a un tipo como yo, ir esa noche
junto a ella sería un insulto imperdonable, una detestable profanación hacia la
ya mermada admiración que aun guardaba hacia su persona. En resumidas cuentas,
no quería sentirme como un hipócrita, aunque lo cierto es que con lo que
terminé decidiendo lo fui muchísimo más. Estaba borracho, y cuando uno está
borracho toma las peores decisiones. Esta es la única justificación posible que
puedo presentar como descargo. Pero ya basta de tanto rodeo. Escribiré lo que
pasó. Contraté a una prostituta y nos citamos en una habitación de hostal de
mala muerte. Cuando llegó quedé impresionado con su belleza. Algo en mi
interior quiso reprocharle por tratar de forma tan superficial y mundana a su
belleza. Ella se desnudó y empezó a bailarme. Quedé tan impresionado con aquel
movimiento de caderas, con su juvenil descaro, con su tersa piel tan lozana y
radiante. Y sus ojos, oh, que ojos, aquellos ojos negros parecían estar
invitándome a estrangularla, a azotarla y a hacerle sentir quien manda. Pero
entonces un repentino lamento me hizo salir de mis ensoñaciones. La pobre
estaba de espaldas sobre la cama, y con mis manos yo me encontraba apretando su
delicado cuello con fuerza. Ella soltó un nuevo quejido… en ese momento debí
soltarla, disculparme por mi imprudencia. Pero en vez una idea se asomó a mi
cabeza y me condenó al infierno. “Debes probar con un humano, ¿Cómo se vería un
humano disecado?”, por más que traté no pude sacarme esta maldita idea de la
cabeza. Entonces me acordé de las mariposas clavadas en el cuadro, y de un
precioso zorro que había disecado hace algún tiempo. Mis manos endurecieron su
agarre, y al poco rato la muchacha expiró su último aliento. Al saber que
estaba muerta me entró el pánico, no supe qué hacer. Pero entonces me mojé la
cara en el lavatorio del baño de la habitación, y poco a poco se me fue
aclarando la mente. Rápidamente le cerré los ojos, la vestí y la apoyé a mi
lado. Al encargado le diría que estaba muy borracha y que la llevaría a su
casa. Ni me miró cuando pasé por la salida. Afuera me esperaba mi taxi. Entré
con el cadáver a la espera de soltar mi justificación, pero el taxista tampoco
me dijo nada. Le indiqué la dirección de la casa de mis padres, pues por estas
fechas ya estaba inhabitada. Una vez llegué, saqué a la muchacha y la llevé a
la casa. Apenas entramos, me dirigí a la habitación de debajo del sótano y
empecé a trabajar de inmediato. La coloqué sobre la mesa, la desnudé, saqué mis
implementos, tomé el bisturí y…”, Nicolás quiso parar cuando su padre
comenzó a describir su tortuoso proceso de trabajo. Ya suficiente tenía con la
confesión de su primer crimen. Sin embargo, Nicolás no pudo parar, le sucedió tal
y como a Randy, su padre, le había sucedido cuando vio al abuelo destripando al
gato. Pero la culpa le cayó como un baldazo de agua helada poco después, cuando
en las siguientes páginas leyó sobre la angustia que sintió su padre respecto a
la posibilidad de poder ser descubierto. Sin embargo, pocos párrafos después
Randy expresó su alivio, pues los días pasaron y ni una sola nota salió en los
medios sobre la desaparición de la muchacha. “Tal parece que a nadie le interesa lo que suceda con una prostituta.
Los marginados siempre son invisibles para la sociedad, después de todo…”,
tras leer esta línea de las memorias de su padre, la culpa en Nicolás se
multiplicó por mil. En ese momento él maldijo el haber leído aquel libro
maldito, y más que nunca tuvo unas enormes ganas de quemarlo. Sin embargo, al
final él desistió, pues comprendió que ya era demasiado tarde.

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