CAPÍTULO XIII (1ERA PARTE)
La tapa de la agenda
mantenía la intensidad de su color, un rojo oscuro que recordaba a un añejo
vino derramado. Solo las letras en pan de oro que decían “agenda” y “año 20XX” estaban
algo desgastadas. Nicolás observó una vez más el libro, el cual había colocado
en el centro de su escritorio. Él se encontraba sentado sobre el borde de su
cama, con los codos apoyados sobre los muslos y con las manos entrelazadas bajo
su nariz. En eso los ojos le escocieron por haberlos mantenido fijados por
tanto rato. Se los frotó con las yemas de los dedos.
–¿Eh? ¿Ya
oscureció? –Nicolás se mostró sorprendido cuando por un instante sus ojos se
toparon con los vidrios que separaban su habitación del pequeño balcón que daba
al parque. Afuera ya se habían encendido las luces de los postes y el último
rezago de luz solar en el horizonte estaba exhalando su último aliento.
Nicolás se dirigió
al baño y se enjuagó la cara. Mientras las gotas aún caían de su rostro él se
miró en el espejo. –¿Qué espero hacer con mi vida? –él le preguntó a su
reflejo.
Volvió a su
habitación ya un poco más despejado. Retomó su lugar en el borde de su cama.
“¿De qué verdad puede estar hablando papá? ¿Es acaso un intento de justificar
las monstruosidades que cometió? ¿Para qué molestarse? ¿Puede existir
justificación alguna para lo que hizo? Debería quemar esa agenda, sería lo
mejor. Pero, pero… ¿y qué hay de su última esperanza? ¿Es posible que ni
siquiera Dios sea capaz de perdonarlo por lo que hizo? ¿Para qué molestarse?
¿Por qué no aceptar lo que se es y listo? ¿Por qué gastar tinta y papel en este
intento de… en este chiste sin sentido alguno…?”, Nicolás se tomó de la cabeza
con ambas manos.
“…Significará que Dios no me odiaba tanto como para
condenarme al olvido y la culpa eternos”, de pronto Nicolás
recordó el prólogo de las memorias de su padre. Maldijo el momento en el que se
le ocurrió abrir aquel libro infame, el momento en el que se le ocurrió lanzar
el martillo, la estupidez de querer volver una vez más al lugar que había
convertido a su vida en un abismo de oscuridad y desesperanza.
Levantó la mirada
del suelo. Estaba determinado a coger la agenda y a llevarla a la cocina para
quemarla hasta que no quede ni rastro. Sin embargo, apenas sus ojos se posaron
en lo que tenían delante, Nicolás vio algo que le hizo retroceder espantado
sobre su cama. ¿Había visto bien? ¿Fue real lo que por un instante sus ojos
distinguieron que reposaba sobre la agenda maldita? Volvió a mirar con
desesperación. Sobre su escritorio se hallaba la agenda de tapa color vino, tal
y como recordaba que la había dejado, pero del gato negro de los ojos oceánicos
no halló ni rastro. “Fue una ilusión, no he comido nada desde que llegue del
colegio. El hambre hace tener alucinaciones a la gente, no hay otra
explicación, delante de mí no había nada, mis ojos en realidad nunca vieron a
ningún gato negro, ¡no había allí ningún estúpido gato! Yo… yo estoy tan
cansado…”, Nicolás se llevó la mano derecha al rostro, y con los dedos se
masajeó el espacio entre los ojos.
“¡Miau!”, esta vez
le tocó a su sentido del oído jugarle la mala pasada. Nicolás se puso de pie de
un salto. Con paso decidido se acercó a su escritorio. Dejó caer su mano sobre
la tapa de la agenda. “¡No hay ningún gato, aquí nunca ha habido ningún maldito
gato!”, con una desesperación desbordante, Nicolás intentó convencerse. Pero
esta vez no fue tan sencillo. El eco del maullido aun podía sentirlo resonar en
sus tímpanos. “¿Cómo es posible? ¿Es que me estoy volviendo loco?”, el pobre
arrastró su silla y se dejó caer sobre esta. Acto seguido se acercó a su
escritorio lo más que pudo y plantó ambas manos sobre la agenda. Cerró los
ojos, se concentró, tomó aire, exhaló. A continuación, lentamente volvió a
abrir los ojos. Ante sí tenía la agenda, únicamente la agenda y nada más. Se le
crisparon las manos. Por un segundo creyó que estas lo traicionarían y abrirían
el libro del monstruo.
“¡Miau!”, esta vez
el maullido lo oyó lejano, como si proviniera del rincón más alejado del
parque. Arrastró hacia atrás su silla de un sopetón. Se puso de pie. Respirando
con agitación avanzó hacia la puerta de vidrio que daba a su balcón, sujetó la
soga con la que se corrían las cortinas, y en un instante las abrió a más no
poder. Apartó la puerta de vidrio de un manotazo. Se asomó por su balcón con
violencia, al punto de que casi perdió el equilibrio al chocar contra la
baranda. Dudó por un instante sobre si ver hacia abajo. Al final lo hizo. Casi
se desvaneció cuando sus ojos se fijaron en un gato que deambulaba sobre la
acera del frente. El felino se sintió observado y se detuvo. Con unos ojos que
a Nicolás le parecieron dos terribles lunas llenas amarillas el gato callejero lo
miró fijamente.
–¡Ya no soporto más
esta tortura! ¡Ya no la soporto! –Nicolás gritó con todas sus fuerzas en tanto
se tomaba de la cabeza. El gato huyó al oír el escándalo y en un instante se
escabulló por entre las sombras del parque.
Afectado por su
desmesurada reacción, y temiendo haber llamado la atención de algún vecino o
transeúnte, Nicolás rápidamente se internó en su habitación. Una vez cerró la
puerta de vidrio y corrió las cortinas recién consiguió tener algo de
tranquilidad. Dirigió la mirada a la agenda. No tuvo que decir nada más, el
gesto que hizo en ese momento expresó perfectamente lo que sus labios querían
gritar: “¡al diablo!”. En un segundo Nicolás llegó a la agenda, la tomó, se sentó
en su silla y abrió la tapa. Se fijó en el mensaje inicial de las memorias, en el
prólogo que tan marcado lo había dejado. Con furia pasó la página. Fijó sus
ojos en la nueva hoja. Ambas caras estaban escritas con una letra apresurada,
aunque entendible. Nicolás tragó saliva. Aun con dudas, él bajó los ojos. Por
su mente le pasó una vez más la idea de quemar aquel libro y así librarse para
siempre del último intento de su padre por aferrarse a este mundo. “Olvido,
solo quiero olvido, olvidarlo todo, irme muy lejos de toda esta mierda”,
Nicolás se repitió una y otra vez, aunque el más absoluto silencio se apoderó
de su cabeza una vez leyó la oración con la que empezaba el escrito: “Desde que conocí a Tania Martens en el
cuarto año de primaria, nunca he podido dejar de amarla”. Abundantes
lágrimas rodaron por las mejillas de Nicolás una vez su cerebro asimiló el
significado de la mencionada línea.

Comentarios
Publicar un comentario