CAPÍTULO XI (1ERA PARTE)

 


Nicolás había vuelto a pasar sus tardes luego de clases en la glorieta del parque. Por alguna razón que él no intentaba comprender, quería pasar el menor tiempo posible en su casa. Su habitación a estas alturas le resultaba más solitaria que la cumbre más escabrosa. Lo cierto es que desde hace algunos días su madre ya no paraba mucho en la casa. A duras penas él alcanzaba a verla por las mañanas muy temprano, y en ocasiones por las noches si es que se quedaba despierto hasta muy avanzadas horas.

“Ahora solo debo retocar un poco por aquí, y listo”, Nicolás se quedó observando el resultado de sus recientes trazos. Su dibujo estaba muy lejos de parecerse a los esbeltos mininos que él había dibujado en un comienzo. El mencionado dibujo emulaba a un monstruo bípedo de negro pelaje y con rasgos felinos, aunque esto último solo llegaba a notarse si se apreciaba con detenimiento la imagen. De un primer vistazo el dibujo recordaba más a un espectro demoniaco que a cualquier otra cosa.

–Mamá fue capaz de superarlo –Nicolás se dijo luego de soltar una agobiada exhalación–. Soy el único que aún sigue atrapado en el pasado –el joven de la ondulada cabellera negra negó con la cabeza. Sus desordenados rizos saltaron de un lado para el otro. Lo cierto es que hace mucho que no iba al peluquero. En aquel momento su descuidada melena fue el más fiel reflejo de cómo se hallaba su interior.

Cuando el gris atardecer cedió a la oscuridad de la noche, Nicolás entendió que el tiempo de volver había llegado. Odiaba tener que levantarse de su banca y tener que enrumbar hacia su casa. Pero aquella tarde no había almorzado y las tripas le rugían con desesperación. Además, el uniforme del colegio ya no era suficiente para poder protegerlo del inclemente frío nocturno. Resignado, Nicolás se puso de pie, guardó sus cosas, y con andar lento y desganado caminó hacia su casa.

A pesar del hambre, comió con desanimo lo que su madre le había dejado en la refrigeradora. No la calentó lo suficiente en el microondas, de modo que la comida la sentía helada en algunos puntos. Aun así, no tuvo la menor intención de volver a calentarla. Una vez terminó y lavó los trastos que acababa de utilizar, se dirigió a su habitación arrastrando los pies. No quería entrar a aquel lugar frío y solitario; una cueva en lo más profundo del bosque le habría resultado un sitio mucho más acogedor. Encendió la luz y observó el desorden de su cuarto: ropa sucia regada por doquier, restos de comida y vasos sucios pululando en todos los rincones, libros a medio leer botados por el suelo, hojas con dibujos inconclusos desperdigadas al azar…

Era una mañana borrascosa y silenciosa. Nicolás avanzaba por la calle con la mochila colgada en la espalda y con el uniforme limpio y recién planchado. Giró en una esquina y a la distancia divisó su antiguo colegio, en el que hubo estado hasta antes de la desgracia. Pero por extraño que parezca en aquel momento la desgracia no existía en su cabeza. Nicolás avanzó a paso ligero hacia la entrada. Esperaba encontrarse con sus viejos amigos, hacer bromas y destornillarse de la risa. Sin embargo, apenas puso un pie en el centro educativo, en ese instante recién se percató de la helada soledad que lo rodeaba.

–¿Por qué no hay nadie? ¿Por qué todo está tan silencioso? –Nicolás se preguntó. Con paso inseguro se internó en las instalaciones del colegio. Se repitió una y otra vez las mismas preguntas a medida que comprobaba la desolación que lo rodeaba. Terminó de pie en medio del campo de futbol. Se dejó caer y deslizó sus crispadas manos por el húmedo pasto–. ¿Por qué? –se repitió nuevamente. Una fuerte ventisca se encargó de responderle. En un primer momento a Nicolás le pareció el aullido de un lobo estepario, o quizá el lamento de un espectro renegado.

–Libérate del grillete, es tan sencillo –de pronto aquella voz femenina que tan bien recordaba le habló. En su delante Nicolás vio al gato negro de los oceánicos ojos azules. Iba a preguntar: “¿Cuál grillete?”, cuando en eso sintió algo pesado sobre su cuello. Palpó el lugar y descubrió que su cuello estaba rodeado por un frío anillo de acero. Quiso ponerse de pie, pero el anillo estaba sujeto a una gruesa cadena clavada en la tierra. Terminó siendo jalado hacia abajo y cayéndose de espaldas. El gato negro se asomó por encima de sus ojos. Nicolás quiso preguntarle sobre cómo podría liberarse, si existía alguna llave que pudiese abrir aquel grillete, pero para su horror el gato se transformó en uno de los demoniacos espectros que él solía dibujar últimamente. Vaho verdoso y putrefacto salió de la monstruosa boca de la criatura.

–Solo debes dejarme entrar. Juntos encontraremos la liberación –la sombría criatura habló con voz de ultratumba. Nicolás trató de aparatarse, de levantarse y huir, pero su cuerpo lo sentía tan pesado que le resultaba imposible el poder moverse. Con impotencia y horror él tuvo que resignarse a ver como la horrenda criatura oscura se le abalanzaba cual un famélico can.

–¡NOOO!! –Nicolás despertó sobresaltado y sudando a mares. Seguía con el uniforme puesto. La luz de su habitación estaba encendida. Miró por la ventana, ya faltaba poco para el amanecer. “¿Qué puedo hacer para dejar esto atrás, ¿Cómo puedo liberarme de este tormento?”, Nicolás se sentó sobre el borde de su cama y se tomó la cabeza con ambas manos. “Así es como estaba mamá hasta hace poco, soy su vivo retrato”, de pronto él reflexionó. “Si tan solo pudiera deshacerme de este trago tan amargo, si pudiera destruirlo, borrarlo de la faz de la tierra, hacerlo estallar para que no deje rastro…”, en eso Nicolás visualizó la casa de los abuelos, el sótano y la trampilla, las jóvenes disecadas cuya cubierta de barniz hacía brillar su piel desnuda bajo la luz del fluorescente que colgaba del techo de aquella infame habitación secreta. “Recuerdo que hace un tiempo vi un anime sobre dos hermanos. En su casa sucedió algo terrible que dejó serias secuelas en sus cuerpos. Tiempo después ellos quemaron aquella casa, y se juraron que resolverían su situación a como dé lugar… ellos se armaron de valor y siguieron adelante; quemar su casa fue el acto simbólico de que por fin estaban preparados para dejar atrás el terrible trauma, de que por fin habían reunido las fuerzas suficientes como para poder romper las cadenas que hasta entonces los habían mantenido prisioneros de tan tormentosa tragedia…”, Nicolás de improviso se puso de pie de un salto. En ese momento él tenía los ojos abiertos como dos lunas llenas–. Debo destruir la casa de los abuelos, solo así podré continuar con mi vida –él se dijo muy convencido, como si acabase de tener una revelación de carácter divino.

Aprovechó que era sábado para salir por la mañana. En su bicicleta llegó en menos de una hora a la casa de los abuelos. En la fachada aún seguían puestas las cintas amarillas de “no pasar” puestas por la policía. Las hizo a un lado. Abrió la puerta e ingresó al jardín. Contempló la empolvada puerta que daba acceso al interior de la casa. –¡Ah! –Nicolás soltó una exhalación, luego dejó su bicicleta y se asió la mochila a la espalda. Adentro de esta él llevaba un martillo, una botella de gasolina y una caja de fósforos. Por el momento se conformaría únicamente con destruir aquel infame cuarto subterráneo, el nefasto hogar de las muñecas macabras de su padre.

Cuando descendió y encendió el fluorescente, se topó con que la habitación se encontraba vacía. “Claro, la policía debió llevarse todo como prueba”, él dedujo para sus adentros. Aun así, no se desanimó. Sacó su martillo y comenzó a destrozar todo lo que tuvo a su alcance. Llegó a partir la mesa (único mobiliario dejado por la policía) por la mitad, hizo añicos las losetas de la pared y del suelo, y hasta se vio tentado de destrozar el fluorescente. Sin embargo, consciente de que hacerlo lo dejaría en la total oscuridad, al final optó por partir una loseta de la pared que tenía justo en su delante. Lanzó el martillo con todas sus fuerzas, pero apuntó mal. Terminó rajando una columna. Resultó que la columna en realidad era hueca. Nicolás enarcó una ceja. No pudo entender la razón de ser de una falsa columna en aquel refugio subterráneo. Se acercó y sacó su celular. Activó la linterna. Un impulso inexplicable lo obligó a indagar en aquel agujero que el juraba se trataba de un escondite secreto. No supo cómo reaccionar cuando descubrió que su hipótesis, en efecto, era cierta. Allí, en el fondo de la columna, oculto por las sombras había un libro empolvado. Nicolás hundió la mano con la intención de alcanzarlo, aunque por más que se estiró no fue capaz de tomarlo. Sin pensárselo dos veces él amplió con su martillo el agujero. Finalmente fue capaz de tomar el libro. La cubierta era de una agenda de hace un par de años. Nicolás abrió el libro. Cuando leyó lo que estaba escrito en la primera página, de puño y letra de su padre, el pobre quedó en estado de shock.

“Memorias de Randy Velázquez. Escribo esto con la intención de dejarle al mundo mi verdad. Si en algún momento este texto secreto cae en las manos de alguien dispuesto a leer sus líneas, significará que Dios no me odiaba tanto como para condenarme al olvido y a la culpa eternos. Como siempre, dejo todo en manos del azar, mi único aliado en este mundo tan cruel y frívolo”.

Continua...


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