CAPÍTULO VII (1ERA PARTE)
Desde que se
suicidó su esposo, la señora Tania tuvo la sensación de que el tiempo se había
detenido en su vida. Todos los días le parecían iguales, pesados, monótonos,
sin nada que valga la pena. Ella aun hacía las cosas de la casa, de su nueva
casa, ya que junto a su hijo se habían mudado bastante lejos de la infame
vivienda en la que por tantos años hubo convivido junto a su esposo, el hombre
al que ella creyó conocer como la palma de su mano, pero que tras aquella
careta de esposo responsable y admirable escondía el instinto de un monstruo
infernal.
Nicolás se despertó
muy temprano. Apagó el despertador y se dirigió a la cocina para lavar los
trastos. Antes pasó por la habitación de su madre. La vio sentada sobre el
borde de su cama, con las manos tomándose de la frente y con la mirada perdida.
Rápidamente apartó la vista de tan triste escena. Ver aquello le producía una
sensación de escalofríos que le resultaba insoportable. Detestaba pensar en
ello, pero lo cierto es que no podía evitarlo. Su madre le recordaba al
suicidio de su padre. Y aquello le traía a primer plano aquella palabra
maldita: suicidio. ¿Su madre en algún momento sería capaz…? Cuando la pregunta
se asomó a su mente él apretó el paso y bajó a toda prisa hacia la cocina, en
donde con una velocidad desmedida comenzó a refregar los trastos, como si la
vida se le fuera en ello. No era la primera vez que esto sucedía; tan triste
escena había pasado a hacerse una costumbre en la nueva vida de Nicolás.
Desde la noche en
la que su mundo se derrumbó, Nicolás solía soñar con un gato negro de intensos
ojos azules. No recordaba si el gato que vio aquella noche, el que consiguió
brindarle algo de consuelo en medio de su infierno, había sido tan magnífico
como el que aparecía en sus sueños. Al final, el gato de sus sueños terminó
ocupando el lugar del gato de su recuerdo. Sus sueños solían ser de la
siguiente manera: él aparecía en algún lugar conocido de la ciudad, en medio de
la más absoluta soledad. Siempre solía ser de noche o en su defecto durante una
tarde muy nublada. Nicolás avanzaba hacia quien sabe dónde y con paso inseguro.
Entonces en su delante se aparecía el gato negro de los magníficos ojos azules
y soltaba un maullido que lo reconfortaba. Sin mediar palabra alguna Nicolás
asentía, y acto seguido seguía al felino. Así transcurría todo su sueño hasta
que despertaba, con él yendo tras los pasos del enigmático minino, sin saber
cuál sería su destino, pero con la seguridad de que dicho destino sería un
lugar reconfortante en el que finalmente podría tener paz.
Este era uno de
aquellos típicos sueños con el gato negro. Nicolás apareció en medio de un
malecón situado sobre un acantilado, desde el cual podía verse el perfil
nocturno de la ciudad y la oscura inmensidad del océano. Avanzó con pasos
silenciosos, ya que se encontraba descalzo. En cualquier momento aparecería el
gato negro con un maullido para hacerse notar. Nicolás se preguntó hacia qué
dirección le haría dirigirse el felino en la presente oportunidad. Esperó que
fuese hacia el mar.
–¡Hola! –sin
embargo, esta vez no fue con un maullido con lo que se anunció el felino.
Nicolás se le quedó viendo anonadado. ¿De dónde conocía esa voz? Pensó por
algunos segundos. En su cabeza se fue formando la imagen mental de aquella
chica de las coletas castañas y de las pecas en las mejillas que lo sorprendió durante
aquella tarde gris en la glorieta del parque. “¿Cómo dijo que se llamaba?
¿Jazmín? ¿Kathleen? ¡Harleen!”, Nicolás finalmente recordó.
–¿Tú… quién eres en
realidad? –con dedo inseguro él señaló al felino.
–No importa quién
soy yo. Aquí lo único que importa es quien eres tú –el gato volvió a hablar.
Nicolás se le quedó viendo completamente desconcertado. No supo qué responder–.
Sígueme –el gato soltó un bufido, y acto seguido comenzó a alejarse.
Luego de seguirlo
por algún rato, sin percatarse de cuándo sucedió, Nicolás terminó en su nueva
casa y frente a la habitación de su madre. Por la puerta entreabierta alcanzó a
verla, sentada sobre el borde de la cama, con las manos tomándose de la frente
y con los ojos perdidos en la profundidad de sus pensamientos. Nicolás no pudo
soportar seguir viendo tan triste escena y apartó la vista de golpe. Sus ojos
terminaron encontrándose con los fríos ojos oceánicos del gato negro. –Tienes
que hacer algo por ella, antes de que sea demasiado tarde –la voz de Harleen
salió seria e imperativa de las fauces del negro minino. Nicolás no alcanzó a
responder nada, pues cuando estuvo a punto de abrir la boca se despertó.
Miró a su alrededor
con ojos extraviados. Poco a poco fue siendo consciente de donde se encontraba.
Era una tarde gris en el parque. Él se hallaba sentado sobre una de las bancas
de la glorieta, con un cuaderno de dibujo apoyado en su regazo. En el suelo
cerca a sus pies había un lápiz. –Ya veo, me quedé dormido –Nicolás se dijo.
Poco después se agachó con pesadez para recoger su lápiz. Una vez lo hizo
volvió a mirar en derredor. En efecto, aquella era una tarde gris y con garua
como de costumbre, otra tarde gris y descolorida en su gris y descolorida vida,
otra tarde en la que la muchacha de las pecas y las coletas no se aparecía por
ningún lado, otra tarde en la que ella faltaba a su palabra. Nicolás soltó una
exhalación de desaliento. “Qué iluso puedo llegar a ser. Nadie se interesaría
por el depresivo hijo de un asesino”, él se reprendió para sus adentros. Se
puso de pie, dispuesto a volver a su casa, pero entonces un repentino
escalofrío le recorrió el cuerpo. –Tengo que hacer algo por mamá, ella no puede
seguir así.

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