CAPÍTULO I (1ERA PARTE)
Nicolás en aquel
entonces tenía unos siete años. Como ya era costumbre, con sus padres había ido
de visita a casa de los abuelos para pasar la noche buena. Su madre le había
dicho que duerma un poco para poder estar despierto durante la velada. Sin
embargo, él no tenía ni la más mínima pizca de sueño. Por ello fue que, en vez
de permanecer en su habitación, el pequeño Nicolás decidió explorar la casa de
los abuelos. Esta era tan grande que a pesar de los muchos años que ya tenía de
visitarla, aun sentía que no la conocía del todo. Pasando la mano derecha por
la fría pared que daba al jardín, Nicolás avanzó por un estrecho pasadizo cuyo
piso estaba compuesto por tablas de madera crujientes. Pasó por la ventana y
observó el cielo gris y la llovizna que caía sin cesar sobre el pasto y los
arbustos del jardín. Soltó una exhalación. Si al menos no estuviese lloviendo él
podría salir afuera y jugar con la pelota. Adentro no podía hacerlo, ya que la
abuela se lo tenía prohibido. El ruido proveniente de la cocina lo sacó de sus
meditaciones. Allí su madre y la abuela se hallaban muy ocupadas con los
preparativos para la cena de navidad. Decidió darse media vuelta para evitar
ser detectado, ya que estaba seguro de que su madre le diría que si tanto no
quería dormir lo mejor sería que la ayude con las labores de la cocina.
Se asomó a la sala.
Allí su padre y el abuelo se encontraban conversando sobre temas de política.
El pequeño Nicolás soltó una exhalación de abatimiento. Se dirigió a su
habitación y se sentó sobre el borde de la cama. Allí comenzó a cavilar sobre
qué podría hacer hasta la medianoche. El tiempo que faltaba para dicha hora se
le hacía eterno. En eso le vino a la mente la puerta de debajo de las gradas
desde donde se accedía al sótano de la casa. Recordó que los abuelos siempre
decían que hace mucho que no bajaban hasta allí por el exceso de humedad y de
frío. Solo su padre de cuando en cuando iba para revisar que las viejas
tuberías no estuviesen dañadas y para colocar trampas para ratas. “Seguro que
la puerta estará cerrada”, se lamentó Nicolás. Sin embargo, al final decidió ir
de todas formas a revisar, pues por lo menos así mataba algo de tiempo.
A pesar de lo que
previó, se sintió muy decepcionado cuando encontró la puerta cerrada. De puro
coraje golpeó con su puño la pared, pero entonces sintió el tenue ruido de algo
metálico que acababa de resonar. Volvió a golpear, y otra vez le llegó el mismo
sonido. Aguzó el oído. Se concentró. Volvió a golpear la pared con el puño.
Tras varios intentos descubrió que el mencionado sonido provenía de uno de los
peldaños de las gradas. Corrió hacia las escaleras y fue subiendo peldaño por
peldaño, golpeando con el talón de su zapato cada tabla de madera. A medio
trayecto se topó con una tabla que parecía hueca justo en el punto en el que la
golpeó. Tanteó y entonces descubrió que esta podía removerse. Su felicidad fue
muy grande cuando allí, dentro de un irregular agujero, se hallaba escondida
una llave de diseño antiguo. No se lo pensó dos veces y la tomó. Poco después
ya se hallaba probando la llave en la puerta de debajo de las gradas. Tras un
par de intentos consiguió abrir la vieja puerta. Esta chirrió de sus goznes, lo
cual alarmó un poco a Nicolás, pues su padre le tenía terminantemente prohibido
entrar al sótano. Miró en ambas direcciones para asegurarse de que nadie se
estuviese acercando. Soltó una exhalación de alivio. Poco después ingresó por
la puerta.
Hacia abajo se
extendían unas vetustas gradas de madera. No logró ver el final, pues abajo
estaba oscuro. Sin embargo, Nicolás siempre se jactaba de ser un niño valiente,
por lo que decidió no dejarse intimidar. Tanteó en las paredes de los costados,
hasta que halló un interruptor. Lo apretó y abajo se encendió un foco colgante.
La luz ambarina que proyectaba no era muy fuerte, de modo que el lugar quedó
sumido en una especie de penumbra amarillenta. Nicolás tragó saliva. Aquel
sótano sí que lucía aterrador. Se imaginó que abajo lo estaría esperando algún
monstruo o alguna aparición, así como sucedía en la última película de terror
que había visto a escondidas de sus padres. –No eres un cobarde, Nicolás –él se
dio ánimos. Poco después bajó las gradas.
El sótano era un
lugar repleto de humedad y trastos, con tuberías que colgaban de su techo y
serpenteaban por diversos puntos de las paredes. Nicolás exploró por un rato,
pero no halló nada que fuese de su interés. Decepcionado, decidió retirarse
antes de que alguno de sus padres o de los abuelos descubriera que se hallaba
allí, pero tras retroceder unos cuantos pasos se chocó con una vieja cómoda.
Esta se fue para atrás contra la pared. Como pudo Nicolás la sostuvo. –¿Qué es
eso? –de pronto se fijó en un aro que se asomaba debajo de la cómoda. A
diferencia del resto del suelo, dicho aro no se hallaba empolvado ni cubierto
de telarañas. Como pudo Nicolás acomodó el mueble a un costado, y luego se
arrodilló para ver más de cerca el aro. Sus ojos se abrieron a más no poder
cuando descubrió que el dichoso aro era en realidad parte de una trampilla. Sin
tiempo que perder Nicolás corrió la cómoda hasta que la trampilla quedó libre.
La madera que la conformaba era distinta a la del resto del suelo, era una
mucho más nueva. Nicolás ya no pudo resistirse más y la levantó.
Unas escaleras de
mano metálicas descendían hasta perderse de vista entre la penumbra. Nicolás
tragó saliva. Aquella aventura se le estaba escapando de las manos. Sin
embargo, él entendió que echarse atrás a esas alturas no tendría ningún
sentido. “Tengo que saber lo que hay aquí abajo a como dé lugar”, con este
pensamiento él comenzó a descender por las escaleras. Sin embargo, a medio trayecto
se arrepintió. La oscuridad en ese punto se le hizo muy opresiva, como si el
abismo que se extendía bajo sus pies tuviera vida propia. Llegó a imaginarse
que en cualquier momento desde lo profundo emergería una criatura abisal para
arrastrarlo hacia abajo y así poder devorarlo. Volvió a subir, con la intención
de abandonar el sótano y olvidarse de todo, pero a poco de llegar a la
trampilla se topó con un interruptor a su costado derecho. Probó a apretarlo y,
para su asombro, abajo un fluorescente se encendió. “No tienes excusas,
Nicolás. La aventura te espera”, el pequeño se dijo, y acto seguido volvió a
descender por las escaleras, solo que esta vez muy decidido.
Cuando abandonó el
sótano Nicolás se encontraba tan blanco como el papel y con el corazón
latiéndole muy deprisa. Le costaba respirar, y en más de una ocasión sintió
mareos, al punto de que apenas podía mantenerse en pie. Ni el mismo supo cómo
había sido capaz de llegar hasta su habitación. Una amalgama de recuerdos se
amontonó en su cabeza apenas se dejó caer sobre su cama. Y es que no solo se
trataba de lo que vio en aquella especie de bunker que había bajo la trampilla
secreta, sino que también le afectó mucho lo que olió. Jamás el pequeño Nicolás
recordaba haber olido algo tan repulsivo. Era una mezcla de putrefacción con
químicos concentrados. De solo pensar en ello al pobre le dieron ganas de
vomitar.
Soñó con los
animales disecados que vio en el bunker, y también con los esqueletos de
animales y con los frascos de repulsivo contenido con los que se topó en el
subterráneo recinto.
Durante la cena
navideña él estuvo silencioso y meditabundo. Cada vez que le hablaban él
permanecía en su mismo estado de ensimismamiento, y cuando le levantaban la voz
para que haga caso, el pobre terminaba dando un respingo. Su madre fue la
primera en notar su semblante decaído y sus ojos sobresaltados. Le preguntó si
todo andaba bien. Nicolás no quería mencionar nada sobre lo que vio, pues
hacerlo significaría confesar que había desobedecido la orden de no ir al
sótano bajo ningún concepto.
Llegado un momento
su padre se levantó tras decir que iría un momento al baño. Sin embargo, grande
fue la sorpresa de Nicolás cuando lo vio volver al poco rato con la llave que
abría la puerta de debajo de las gradas. “¡Con todo lo que sucedió olvidé
sacarla de la cerradura luego de que salí!”, el pobre se lamentó para sus
adentros.
–Ahora lo entiendo
todo –su padre lo miró muy serio. Nicolás tragó saliva. Esperó que le llegara
la consabida reprimenda, el inevitable castigo por haber desobedecido, pero su
padre simplemente le dedicó una sonrisa cómplice.
–¿Qué es lo que
sucedió, cariño? –la madre de Nicolás le preguntó a su marido.
–Nuestro pequeño
seguro conoció a “mis amigos” de debajo del sótano.
Nicolás no pudo
evitar estremecerse cuando oyó aquello. Aunque lo cierto es que se calmó cuando
su padre le guiñó el ojo. –Mañana te los presentaré como se debe. Por ahora
solo quiero que entiendas que no tiene nada de malo tener miedo a lo
desconocido. Justamente por eso es que mañana me encargaré de disiparte ese
miedo tuyo haciéndote conocer mi proyecto secreto.
–Oh, dios mío –la
abuela se llevó una mano a la cabeza–. Así que sigues con eso de los animales
disecados, ¿eh, Randy?
–Desde pequeño has
sido muy asiduo a disecar animales, hijo… ¡Ah! A veces me arrepiento tanto de
haberte enseñado ese pasatiempo –el abuelo también se unió a la conversación.
Poco después la cena retomó su curso, aunque esta vez ya con un Nicolás mucho más tranquilo y sereno. Él le agradeció a su padre por haber priorizado el tranquilizarlo por encima de hacerle pagar su falta. Es más, él no se sentía únicamente agradecido, sino que por encima de ello se sentía muy emocionado por la prometedora aventura que le esperaba al día siguiente junto a los animales disecados de su padre.

Vaya historia.Está muy interesante
ResponderEliminarmuchas gracias :)
EliminarEspero pronto leer el siguiente capítulo, me ha gustado muchísimo! Sigue así!!!!
ResponderEliminarMuchas gracias, en continuar puedes seguir leyendo la historia, la novela está terminada :)
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