Capítulo II: La caída de Handassem


–"...Cinco días después, Engohim subió las gradas del templo principal de Handassem, y desde lo alto declaró a la multitud: Sean bienaventurados, hermanos míos, pues desde este momento la única forma en la que los demonios podrán intentar atacarlos y destruirlos será por medio de las tentaciones. Yo les digo que no tienen nada que temer, pues mientras sus corazones se alimenten con las enseñanzas de los sagrados textos ustedes serán fuertes, y jamás podrán ser doblegados por ninguna tentación. ¡La paz sea con ustedes, pueblo de Dios! ¡Y ahora reciban mi bendición y oigan mi sentencia! ¡Desde este momento yo, el elegido por Dios para comandar a los guardianes divinos y para difundir la palabra de salvación en su pueblo, declaro que la gran purga de demonios ha terminado!", última carta del gran profeta Engohim a los primeros luminiscentes –un imponente hombre barbado leyó a todo pulmón. Él iba montado sobre un enorme caballo de batalla, y vestía una recia armadura plateada. En la espalda le colgaba una capa blanca con un escudo en su centro. Tal escudo era conformado por un dragón que volaba dentro de un círculo. El dragón era amarillo y el fondo que cubría el círculo era celeste. Rodeando el círculo uno podía leer en el antiguo idioma Landriciano: "Los corazones fuertes somos los nuevos guardianes divinos del mundo".

Cuando el hombre terminó de leer, todos los soldados realizaron una breve inclinación de cabeza, y a la vez se tomaron el pecho, en la zona del corazón, con la mano derecha. Bajo un cielo soleado y en medio de una explanada rocosa, aquellos hombres conformaban un inmenso batallón. Más adelante todos ellos podían ver a lo lejos la ciudad santa de Handassem, bajo la cual en aquel instante se venía desarrollando una feroz batalla.

–¡Hombres de los reinos creyentes de la verdadera fe! ¡Ejército de luminiscentes! –el hombre barbado exclamó, y acto seguido desenvainó su espada y la apuntó al cielo–. Hoy es un día de gloria para todos nosotros. Nuestra gran oportunidad de demostrar que somos los nuevos dragones celestiales ha llegado. ¡Y lo digo por todos, no solo por mis hermanos de la Sagrada Orden de Caballeros Místicos del Santo Sepulcro! ¡Hagamos arder a nuestros enemigos con nuestro aliento de fuego! ¡Hagamos congelar a nuestros enemigos con nuestro aliento de hielo! ¡Hagamos volar en pedazos a nuestros enemigos con nuestro aliento de viento! ¡Sin temor a la muerte! ¡Victoria! ¡Victoria! –él arengó a sus hombres con todas sus fuerzas.

–¡Victoria! ¡Victoria! –el batallón hizo eco de su voz, a la vez que levantaban una y otra vez sus armas.

–¡Este es un día histórico, hermanos! ¡Acaban de escuchar las santas palabras del Catecismo Celeste! ¡Sus cuerpos están imbuidos con la gracia de Dios! ¡El día de hoy expulsaremos para siempre a los paganos del desierto y nunca más se atreverán a poner un pie en nuestra sagrada ciudad, en la santa ciudad en donde inició y culminó su paso por este mundo el gran profeta, el exterminador de demonios, el santo Elegido de Dios: Engohim! ¡Gloria a Dios! ¡Santifiquemos su nombre con nuestras espadas! ¡Gloria! ¡Gloria!

–¡Gloria! ¡Gloria!

–¡A la carga!!! –el hombre barbado giró su caballo hacia la batalla, y acto seguido galopó a toda velocidad. A un solo grito todos los soldados del batallón fueron tras él.

Bajo los muros de Handassem los defensores de la ciudad estaban siendo arrinconados por las poderosas fuerzas del Sultán de Retter y de sus aliados. Incontables soldados de armaduras ligeras y de desteñidos turbantes en las cabezas los atacaban en oleadas interminables. Y escudados tras esta infantería iban a caballo terribles soldados de negras armaduras y aspecto siniestro. Eran los llamados legionarios del Sultán, hombres tan fieros y sanguinarios que su valía en el campo de batalla era equivalente a la de cien hombres.

Sin embargo, cuando ya todo parecía perdido para los defensores de Handassem, desde la cima de una loma rocosa les llegó el tronar de unas trompetas. Poco después una avalancha humana descendió por sus faldas a toda carrera. Eran tantos que cubrieron por completo aquel sector del horizonte. El reflejo del sol en sus plateadas armaduras fue visto por los agotados defensores como un fuego milagroso de Dios. En tanto, por los hombres del Sultán el batallón de refuerzos fue visto como el fuego del infierno.

Los legionarios ordenaron y amenazaron a la infantería para que no retrocedan ante el enemigo. Uno de ellos, el que parecía ser el comandante, agitó por encima de su cabeza una bola de hierro cubierta de púas que colgaba de una vara por medio de gruesos eslabones, y gritó con todas sus fuerzas: "¡muerte a los infieles! ¡Alsia el Altísimo nos protege! ¡A la carga!".

El choque entre ambas fuerzas fue terrible. Muchos fueron los que terminaron atravesados y despedazados sobre el árido suelo. Nubes de polvo se elevaron y ocultaron el sol. La sangre no paraba de regarse y de salpicar desde todos los rincones.

–¡Llévenlos a los muros! ¡Guíenlos hacia su muerte! –el hombre barbado ordenó a sus tropas, en tanto señalaba a los soldados que esperaban en lo alto de las murallas de la ciudad.

Algunos metros detrás, montados sobre sus respectivos caballos, dos hombres que portaban la misma capa que el líder se abrían paso con sus espadas en medio de los soldados de turbante que les caían como moscas con sus alfanjes y lanzas en alto.

–¡Dieciséis! ¡Diecisiete! –uno de los hombres iba contado los enemigos que destajaba con su espada.

–¡No te distraigas con tonterías, Dante! –le reclamó su compañero.

–¡Vamos, Arnauld, pareces una monja! ¡Relájate de vez en cuando, que la vida se vuelve una tortura para los que se la toman demasiado en serio!

–¡Dios! ¡Eres incorregible, Dante!

–¡Lo mismo digo de ti, Arnauld!

–Solo asegúrate de seguir las órdenes del general Rimbauld! –Arnauld apuntó con la mirada al hombre barbado que comandaba el ataque.

–¡Y tú solo asegúrate de no morir!

La caballería comandada por Rimbauld avanzó cual un maremoto sobre las tropas enemigas. Sin embargo, a medio trayecto les tocó medir fuerzas contra una dura resistencia, pues ante sí ahora tenían a los imponentes soldados de las armaduras negras.

–Por fin enemigos que valen la pena –Dante agitó su espada, y un chorro de sangre salió disparado hacia el suelo.

–Ten cuidado, Dante. Las historias sobre los legionarios no son meros cuentos.

–Si cada uno de esos estúpidos vale por cien hombres, pues déjame decirte que cada uno de nosotros, los Caballeros Místicos, ¡valemos por mil hombres!

El choque entre las caballerías fue ensordecedor. Arnauld y Dante pronto se vieron envueltos en medio de un pandemonio de armas, armaduras, cascos, mucho polvo y relinchos de caballos. Aun así, ambos jóvenes eran arrojados y experimentados combatientes, por lo que pronto se acostumbraron al nuevo ritmo de la batalla.

Pronto las fuerzas luminiscentes comprobaron una vez más por qué los legionarios eran tan temidos. Y es que fuera de sus portes y su fuerza tan grandes, ellos poseían considerables conocimientos mágicos. Por ejemplo, a Arnauld le tocó enfrentar a uno que había envuelto su espada con llamas de fuego, y que era capaz de lanzar ráfagas ardientes cada vez que blandía su arma. Pero él era un Caballero Místico, de modo que también tenía su propio as bajo la manga. Pronto su cuerpo se vio rodeado por un aura dorada, y en su delante, con la mirada él fue capaz de crear escudos de energía invisible que repelieron todos los embates del legionario. En tanto se defendía de esta forma, Arnauld fue acercándose a su enemigo con aplomo, y en un determinado momento le lanzó una onda de energía invisible directo al pecho, con la que consiguió derribarlo de su caballo. Ya teniéndolo en el suelo, no le costó decapitar a su oponente con su espada.

El día avanzó inexorable, y cuando menos se dieron cuenta los combatientes el sol ya se encontraba en lo más alto del cielo. Aquel era un abrasador mediodía.

Desde lo alto de los muros los defensores de la ciudad atacaban con continuas lluvias de flechas. Por fin el general Rimbauld había conseguido su objetivo de arrinconar a las tropas enemigas contra las murallas de la ciudad.

–¡Victoria! –Dante celebró con su espada en alto.

–¡No te adelantes a los hechos, que aún no hemos ganado nada! –Arnauld le reclamó.

Las palabras de Arnauld fueron proféticas, pues a los pocos minutos se oyó el soplar de unos gigantescos cuernos. Desde el flanco derecho se comenzaron a oír gritos aterrados. Arnauld elevó la cabeza por encima de la multitud, y lo que vio lo dejó en shock. Un ejército enorme había cubierto las faldas de todas las lomas de aquel lado, y lo peor es que entre sus filas se distinguían enormes torres móviles y pesados elefantes que con cada paso hacían retumbar la tierra.

Poco después los gritos pasaron a oírse por el flanco izquierdo. Arnauld tuvo miedo de mirar en esa dirección.

–¡Santo Dios! ¡Nos han rodeado! –el general Rimbauld se sintió desfallecer. Y es que ni él ni nadie de sus tropas creyó jamás que pudiese existir un ejército tan inmenso.

Pronto la batalla dio paso a una carnicería. Las tropas de luminiscentes fueron arrasadas por los flancos. El general Rimbauld luchó con toda su fuerza y valor. Fueron muchos los enemigos que su espada derribó, pero cada vez el cerco se iba haciendo más y más estrecho. Arnauld y Dante lucharon espalda con espalda en tanto retrocedieron hacia las murallas, presionados por el imparable avance de las tropas enemigas.

–¡Cuidado, general! –Arnauld galopó hasta su superior, en tanto con su espada apuntó hacia él. La lluvia de flechas que caía sobre el general terminaron estrellándose contra múltiples barreras invisibles–. Lo logré –Arnauld se dijo muy agotado.

El general le agradeció por haberle salvado la vida, pero Arnauld no tuvo tiempo para responder. Un enorme elefante conducido por un legionario se les venía encima. Dante arreó con fuerza a su caballo y galopó hacia la derecha en un desesperado intento por huir, pero pronto su avance se detuvo por culpa de una pared de lanceros que le salieron al frente. En tanto, Arnauld y el general apuntaron con sus espadas al elefante. "Debo concentrar mi vibración del alma en la espada, debo alimentar el fragmento del Sepulcro del Fundador para que se incremente el poder... más, necesito más poder... ¡Ahora!", Arnauld se dijo para sus adentros a medida que su espada se iba cubriendo con un cegador resplandor dorado, y cuando este resplandor se hizo tan cegador como el sol, Arnauld liberó una poderosa onda de choque invisible. La sincronización con el general fue perfecta, pues él también lanzó al mismo tiempo su propio ataque. El elefante recibió un poderoso doble impacto y terminó derrumbándose a un costado de los dos Caballeros Místicos.

–Arnauld, vete de aquí –el general le dijo–. Alguien debe sobrevivir para avisar de lo que ha pasado aquí. ¡Debes advertirles a todos los reinos de Eusland y a la Santa Sede sobre el peligro que acecha a todo el continente!

Arnauld tragó saliva. –Señor, ¿en verdad cree que estos alsianos se atreverán a ir más allá de Handassem?

–Sus fuerzas son enormes, ya lo estás viendo. Quien tiene un gran poder tarde o temprano querrá utilizarlo. Ten por seguro que no se conformarán con Handassem. Si nos mostramos débiles no dudarán ni por un instante en arrasar con todo Eusland.

–Mi general, pero, ¿y qué pasará con usted? Vendrá conmigo, ¿verdad?

–¡General, no podemos contenerlos más! –un soldado le comunicó a Rimbauld.

–¡Caballeros de la Orden, formen detrás de mí! –con voz potente el general ordenó. Los pocos caballeros de la Orden que quedaban en pie colocaron sus caballos en posición.

–¿Dónde está Dante? –Arnauld se preguntó. Temió lo peor, pues por más que buscó no pudo hallar a su compañero.

Los caballeros concentraron toda su vibración de alma en sus espadas. Arnauld, aunque no entendía el motivo de lo que hacían, decidió apoyarlos. –No –el general lo detuvo–, tú debes guardar energías para escapar.

–General, no... no puede estar hablando en serio, ¿verdad? –Arnauld miró a su superior con incredulidad.

–¡Es una orden, soldado!

Arnauld se cuadró en su lugar. Acababa de entender que el general hablaba muy en serio. Miró a sus compañeros. Ellos asintieron con la cabeza. Tal espíritu de sacrificio lo conmovió en extremo. Las lágrimas comenzaron a brotarle de manera incontenible.

–¡Contrólese, soldado! ¡Recuerde que es un Caballero de la Orden Mística del Santo Sepulcro! ¡Nosotros somos hombres fuertes, no dejamos que nuestras emociones nos venzan!

–¡La pureza del alma es mi camino y mi único código de honor! –Arnauld se llevó una mano a la frente y con la otra empuño su espada.

–Muy bien dicho, soldado. ¡Ahora márchese y que Dios ilumine su camino!

–Adiós, señor –con la voz quebrada, Arnauld se secó las lágrimas.

–Adiós, hermano mío –se despidió el general. Poco después él lanzó un potente grito y en el acto le hicieron eco sus subordinados. Las espadas de todos ellos se iluminaron cual pequeños soles, y una poderosa onda de choque partió la falange de soldados enemigos que tenían al frente por el medio. Por el improvisado camino que se creó, Arnauld galopó a toda velocidad. A su alrededor pudo ver algunos pocos soldados amigos luchando por sobrevivir. Una vez más las lágrimas le manaron de los ojos.

Esquivó a un enorme elefante para evitar ser aplastado. Arreó a su caballo y lo espoleó con los talones. No veía el final del camino, la masa de cuerpos y armas le parecía interminable. A duras penas consiguió evitar una esfera cubierta de púas que le cayó desde lo alto. Ante él se apareció el legionario que había estado dirigiendo a los suyos hasta antes de la llegada de los refuerzos. Arnauld contempló a aquel coloso de negra armadura, era como una gran torre oscura que se cernía ante él.

El legionario hizo dar vueltas a la esfera por encima de su cabeza, y luego la lanzó con fuerza una vez más. Arnauld se encontraba demasiado cerca esta vez, por lo que su única opción fue bloquear el embate con su espada. Fue lanzado muy lejos del caballo. A pesar de que fortaleció su cuerpo con su vibración de alma, no fue capaz de resistir tan poderosa embestida.

Con la vista borrosa se percató de como el legionario se le iba acercando amenazante. Quiso ponerse de pie, pero las piernas le fallaron y cayó en una rodilla. "¿Acaso este es mi fin?", Arnauld se preguntó descorazonado. Más que la cercanía de la muerte, lo que más le dolía era el hecho de haberle fallado a su general y a sus hermanos de la Orden. El que sus sacrificios no hayan servido para nada le resultó una idea tan terrible que no se sintió capaz de soportarla.

–¡Epa! –de forma repentina, desde su detrás se apareció Dante sobre su caballo y lo cargó con un brazo. Arnauld no supo lo que sucedió a continuación, pues su consciencia comenzó a desvanecerse. Sin embargo, antes de perder el conocimiento él juraría que el caballo de su amigo volaba por encima de las cabezas de los soldados y de las armas.

Continua...


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