Capítulo I: La cola de mono me dice muchas cosas
Cuando el sol comenzó a ocultarse, Cosette terminó su jornada agrícola en
los campos del conde. Junto con la mayoría de los demás trabajadores ella se dirigió
al pueblo, en donde tenía su casa y su familia. Sin embargo, a medio trayecto
la joven se desvió por un momento hacia el camino real. Llegó a una pequeña
loma, y desde allí observó al horizonte. Esforzó la vista tratando de descubrir
algo en la distancia, pero no tuvo suerte. Tras soltar una resignada exhalación,
ella regresó sobre sus pasos.
–Nunca regresará, ya deberías entenderlo –una voz
aguda y susurrante le habló al oído. Cosette no pareció sorprenderse. Por el
contrario, ella dirigió la vista hacia la voz. Esta pertenecía a una cola de
mono. Sí, tal como lo oyen. Aunque esta era una cola muy particular. En la
punta tenía una gran boca y una nariz que se dilataba constantemente como la de
un buey. Por otro lado, su pelaje era dorado, y en diversos puntos tenía
ubicados varios ojos marrones. Sin embargo, lo más extravagante de la
mencionada cola era su punto de origen, pues este era nada más y nada menos que
la parte trasera de la cabeza de Cosette. Por suerte para la joven, la cola
permanecía oculta entre su larga cabellera rubia la mayor parte del tiempo, de
modo que hasta la fecha solo una persona conocía su existencia. Y para mayor
suerte de la joven, dicha persona era alguien de suma confianza que jamás
revelaría su secreto a nadie. Precisamente gracias a ello es que Cosette seguía
con vida, pues de lo contrario hace mucho que ya habría sido acusada de
brujería ante la inquisición y por ende quemada viva en la plaza del pueblo.
–La fe es lo último que se pierde. Ya has oído al
padre Bernard –Cosette le respondió a la voz. A esas horas las sombras de los
árboles ya se habían alargado hasta su máximo sobre el sendero de trocha. Por
entre sus troncos Cosette pudo distinguir el moribundo sol a punto de
desaparecer detrás de unos lejanos montes.
–¡No me hagas reír! Ya te he dicho una y mil veces
que la fe es para los estúpidos. Una persona inteligente jamás confiará en algo
que no puede percibir con sus sentidos.
–Si el padre te oyera se enojaría muchísimo. Y
seguro que te echaría un buen sermón para hacerte entrar en razón.
–¡Ja! Si el padre me oyera los dos ya estaríamos
atados a un poste en el centro de la plaza y asándonos cual carnes a la
parrilla.
–Tendrás que tragarte tus palabras cuando él
vuelva. Ya lo verás. Porque Arnauld volverá y entonces nos casaremos, ya que me
lo prometió aquel amanecer frente al lago. Y por supuesto mi amado Arnauld es
un hombre de palabra.
–Hace más de seis años que él y su padre se
enrolaron en el ejército de luminiscentes y se marcharon para pelear por
Handassem... a estas alturas ya deben de estar muertos. Cuando vivía con
"esa persona" oí muchas historias sobre los enemigos de los
luminiscentes, sobre esos fanáticos religiosos a quienes aquí conocemos como
alsianos. Por ejemplo, se decía que a los que consideraban como increyentes de
su fe les reservaban las peores de las muertes, como despellejarlos vivos,
atravesarlos con hierros calientes, exponerlos al sol de sus desiertos hasta
que se achicharren en vida, o hacerlos despedazar por cuatro camellos...
–¡Cállate! –Cosette cerró los ojos y apretó los
puños. Ella se encontraba muy alterada. Por toda respuesta, la cola de mono se
destornilló de la risa.
–Cómo me encanta verte en ese estado. Eres tan
patética, pequeña criaturita.
–Se hace tarde, hay que apresurarnos –Cosette no
hizo caso de lo dicho por la cola de mono. Con la respiración ya más serena,
ella prosiguió con su camino a mayor velocidad. La cola de mono entendió que
seguir hablando ya no sería divertido, de modo que se ocultó entre los rubios
cabellos de la joven.
El día siguiente era domingo. Fieles a la
tradición, Cosette y sus padres fueron ese día a la iglesia del pueblo a oír la
santa palabra. En la puerta de ingreso, como de costumbre, se toparon con el
padre Bernard, quien saludaba con una afectuosa venia de cabeza a todos los
feligreses que ingresaban al templo.
Una vez Cosette y sus padres ocuparon sus lugares
en una de las bancas, la joven volteó hacia la entrada y esperó. El momento del
día más anhelado por ella pronto comenzaría. En efecto, a los pocos minutos,
por la puerta principal del templo hizo su ingreso la joven condesa Carmina.
Cosette admiraba más que a nada en el mundo a aquella jovencita de tez de
porcelana y mejillas sonrosadas, de rubia cabellera recogida en los más
intrincados y fascinantes peinados, de ojos tan celestes como el lago del norte
del pueblo, y de vestir y maneras tan elegantes que parecía un ángel recién
bajado del cielo. Para Cosette aquella chica era una santa. Y mayor era su
admiración hacia ella por el hecho de que le calculaba prácticamente su misma
edad, unos diecinueve años. "Es tan admirable y a tan corta edad. Cómo
desearía algún día poder ser como ella".
En el sermón de aquel domingo, el padre Bernard
habló una vez más sobre la guerra santa que venía involucrando a todo el
continente de Eusland desde hace ya más de diez años. Cosette escuchó con
atención, a la espera de que en algún momento el párroco mencione a su amado
Arnauld. Pero esto no sucedió, pues en todo momento el padre únicamente habló
en términos generales. Él finalizó su discurso instando a todos a rezar por la
victoria de los Euslandianos y para que los paisanos que se habían enrolado en
el ejército puedan regresar sanos y salvos de vuelta al hogar.
A la salida de la iglesia, Cosette observó una vez
más a Carmina. La joven fue escoltada por sus doncellas hasta el carruaje, en
donde un paje le abrió la puerta. Una vez el carruaje fue ocupado, el paje
cerró la puerta y luego se dirigió a la parte delantera del vehículo, en donde
se sentó y con un grácil movimiento de manos arreó a los caballos, unos
magníficos ejemplares de reluciente pelaje blanco.
–Espabila, niña –le dijo su madre en tanto le
zarandeó el brazo. Cosette por toda respuesta asintió y siguió a su
progenitora. Algunos pasos detrás los siguió su padre, quien la mayor parte del
tiempo lucía taciturno y cabizbajo.
Después de la iglesia Cosette no hallaba descanso,
pues tenía que ayudar a sus padres a terminar con los trabajos encargados a la
sastrería de la familia. Desde muy pequeña ella recordaba haber aprendido a
zurcir y a coser. De no ser porque sus padres consideraron que mandándola como
jornalera del conde obtenían más ganancias, hasta la fecha ella habría seguido
metida todo el día en el taller junto a sus padres.
–Cada vez los impuestos son más altos, y todo por
culpa de la interminable guerra. Hace ya más de un año que se marchó el conde
con sus tropas para apoyar al ejército luminiscente, pero en vez de bajar los
impuestos, la condesa los ha subido. Y uno que creía que sin el conde por fin
nos soltarían un poco la soga –aquella tarde se quejó la madre de Cosette
mientras almorzaban. La comida no era mucho: un cazo de estofado que más era
agua que otra cosa, y un pan negro.
–Tal vez Cosette debería tomar dos turnos –sugirió
el señor.
–Pero Maurice, sabes que doble turno es trabajar
como sirviente en el castillo luego de la jornada en el campo, y hasta muy
entrada la noche. Las personas que han optado por hacerlo han terminado
enfermando de lo tan agotador que resulta tal trajín. Además, regresarse desde
allá tan tarde es muy peligroso...
–Lo sé, Anette, pero, ¿Qué más podemos hacer? Si
no pagamos los impuestos de este mes corremos el riesgo de que nos encierren en
los calabozos. Y quien sabe cuándo podremos volver a salir.
–No me importaría trabajar doble turno –Cosette se
animó a intervenir. Exceptuando a sus conversaciones con la cola de mono, ella
siempre solía hablar con una voz tímida y recatada. "Si trabajo en el
castillo podré estar cerca de la condesa. Tal vez se me pegue algo de su
santidad", ella se dijo para sus adentros.
Los padres de la joven intercambiaron miradas.
Luego cada quien volvió a su plato. –Entonces así será –el señor Maurice dio
por terminada la conversación. Una vez más la familia volvía al silencio que generalmente
predominaba en aquella casa. Pero Cosette ya estaba acostumbrada, de modo que
en ese momento sus pensamientos se enfocaron en tratar de imaginar cómo sería
su futura vida en el castillo del conde Dubois.
Muy temprano a la mañana siguiente ella partió
hacia las tierras del conde. Mientras avanzaba iba tarareando una alegre
canción. "Cálida mañana de primavera, por fin veré a mi antiguo amor. Él
ha vuelto de la guerra, y en su mano me trae una colorida flor...",
Cosette entonaba muy animada.
–¡Mira! –de improviso la cola de mono le gritó
cuando la joven se acercaba al cruce con el camino real.
–¿Qué sucede? ¡¿Es que has visto a mi amado
Arnauld acercándose desde el lejano horizonte?! –Cosette juntó sus manos, y muy
esperanzada corrió hacia el camino real. En efecto, a lo lejos pudo distinguir
una mancha oscura que avanzaba en dirección al pueblo. Sin embargo, grande fue
su decepción cuando distinguió que la mancha no se trataba de su querido
Arnauld, sino de una pequeña caravana conformada por tres coloridos carromatos.
Estos parecían pertenecer a una de las típicas ferias de gitanos que por
aquella época recorrían los pueblos del reino para presentar sus espectáculos–.
Has jugado con mis ilusiones, ¡no se trataba de mi amado Arnauld! –Cosette le
reprochó a la cola de mono.
–¿Y yo en qué momento dije que había visto a ese
sujeto? Déjate de tonterías y escúchame. Esa caravana pertenece a unos tipos
con los que "esa persona" y yo viajamos en el pasado. Quiero saber
cómo les ha ido en todo este tiempo. ¡Vamos a verlos a su feria!
–¡Claro que no! Debo llegar a las tierras del
conde o me reemplazarán por otro jornalero.
–¡Tonterías! Esto es más importante.
–No iré, mi familia necesita ese dinero.
–¡Tonta rematada! Si no me haces caso, te juro que
saldré de entre tus cabellos y me pondré a gritar en pleno campo de cultivo. Ya
sabes lo que te sucederá si es que los demás jornaleros o el capataz ven eso,
¿verdad?
–¡Tú también morirías en la hoguera!
–Estoy dispuesto a correr ese riesgo.
–¿Tanto deseas ver a esos tipos?
–Son viejos amigos. ¿Acaso tú no desearías saludar
a un viejo conocido que después de muchísimos años recién vuelves a ver? Si esa
mancha se hubiese tratado de Arnauld, ¿te habrías siquiera acordado de que te
estabas dirigiendo a las tierras del conde?
–Yo, yo... –Cosette apretó los pliegues de su
faldón–. Muy bien, iremos, ¡pero solo será para que saludes! ¿Entendido?
–Por supuesto, por supuesto.
Cosette esperó a un costado del camino real.
Cuando los carromatos ya se encontraban muy cerca, ella saltó hasta el medio
del camino y agitó los brazos. Los caballos se detuvieron a unos pocos pasos de
ella. –¡Glup! –por un momento la joven creyó que iba a ser atropellada.
Del carromato del centro bajó el conductor tras
dejar las riendas de los caballos amarradas a un costado del asiento. Este era
un tipo enormemente gordo y que iba embutido en un traje negro. Sobre la cabeza
llevaba un gran sombrero puntiagudo, también negro.
–¿Qué es lo que deseas, jovencita? –el gordo
sujeto preguntó una vez estuvo cerca de la joven. A continuación, él la escrutó
con sus diminutos ojillos porcinos, en tanto con una rechoncha mano se
masajeaba el mentón.
–Él dice haber viajado con ustedes hace muchos
años. Desea saludarlos –Cosette respondió, y a continuación buscó entre los
cabellos que caían sobre su espalda a la cola de mono. Una vez la halló la
sujetó y la jaló hacia un costado para que el hombre pudiese verla.
–¡Hola Gaspar, viejo amigo!
–Esa voz tan chillona y latosa... ¡eres tú! ¡El
pulgoso mono que iba junto a mi querida bruja Marfa! –el obeso hombre se acercó
aún más a Cosette y observó con sus ojillos muy abiertos a la cola de mono–.
¡Pero cuéntame cómo te ha tratado la vida en todo este tiempo! Digo, ya que
ahora solo eres una mísera cola, ¡y para colmo estás pegado a la cabeza de esta
jovencita!
–¡Uf! He pasado por muchísimas cosas. Pero ahora
no hay tiempo para eso, pues esta chiquilla se encuentra contra el tiempo. Solo
quería saludar. Ya luego cuando instalen la feria los visitaré como se debe.
–¡Oh, por supuesto! Estaremos encantados de volver
a verte, viejo amigo –Gaspar le dio unas palmaditas a la cola de mono. Poco
después se despidió y subió de vuelta al carromato. Desde un costado del camino
Cosette lo vio arrear a los caballos y luego alejarse junto con el resto de la
caravana. La joven quedó más que impactada cuando vio a los otros dos
conductores. Uno era un hombre gigantesco que a duras penas cabía en el
asiento, de piel morena y con unos pocos pelos cubriendo su gran cabeza, aunque
lo más impactante de él era que solo poseía un único y enorme ojo encima de su
nariz. El otro personaje por su parte era un tipo de cabeza con forma de riñón,
cara muy pequeña, y con brazos de lo más dispares, pues mientras uno era enorme
y fornido, el otro era delgado y le colgaba cual una hilacha en el costado
izquierdo de su cuerpo.
–¡¿Viste a los hombres que conducían los otros
carros?! ¡Eran tipos de lo más raros! ¡Nunca he visto a gente igual! –Cosette
comentó una vez retomó su camino hacia su trabajo.
–Gaspar no se queda atrás. Él posee tres pechos,
solo que su gordura y la amplia ropa que llevaba puesta te impidieron
percatarte de ello.
–¡¿Ósea que todos los tipos de esa caravana poseen
alguna deformidad?! ¡Simplemente no puedo creerlo! –Cosette no era capaz de
salir de su asombro.
–En efecto, todos los miembros de la caravana son
unos fenómenos. Incluso recuerdo que había una bebé que tenía un pequeño rostro
en vez de oreja. Ahora que lo pienso, en la actualidad ella ya debe de ser toda
una jovencita.
–¡Oh, Dios mío! Pobrecilla –Cosette se llevó una
mano a la boca.
–No la compadezcas tanto, que tú tampoco eres una
chica precisamente corriente.
–Pero al menos yo puedo ocultarte entre mis
cabellos y tener una vida normal. En cambio, tus amigos... bueno, fuera de
Gaspar, los demás difícilmente podrán ocultar sus deformidades. Ellos jamás
podrán vivir una vida normal. Y es que la gente puede llegar a ser tan cruel...
–Tal vez ellos ya hayan encontrado una manera para
poder convertirse en personas normales. Tengo una fuerte corazonada de ello.
–¿Por qué lo dices?
–Ya te lo dije, es una corazonada.
–Como si tú tuvieras corazón.
–¡Qué cruel! Eso me ha ofendido muchísimo.
–¡Tú tienes la culpa! Si poseyeras corazón
tendrías la suficiente compasión como para no andarme repitiendo a cada
instante que mi amado Arnauld ha muerto en la guerra.
–Eso se llama ser realista... argh, olvídalo, no
vale la pena discutirlo ahora– tras estas palabras, la cola de mono guardó
silencio y luego se refugió entre los cabellos de Cosette.
Cosette llegó corriendo a las tierras del conde.
Tuvo que rogarle de rodillas al capataz para que la incluya en la jornada del
día. Al final él aceptó, aunque con la condición de que le daría la mitad del
sueldo de costumbre. Para sus adentros la joven regañó a la cola de mono.
"Lo del sueldo me tiene sin mayor cuidado, ¡lo terrible es que mi tardanza
ha dejado tan mala impresión en el capataz que difícilmente me concederá el
doble turno!".
La joven decidió que lo mejor sería esperarse a la
mañana siguiente para solicitar el doble turno. Confiaba en que para ese
entonces el capataz ya se habría olvidado de su tardanza. "Es tanta gente
la que viene a laborar aquí que seguro ya ni se acordará de mí", Cosette
se dijo esperanzada en tanto se dedicaba a arrancar las malas hierbas de una
parcela de cultivo.
Cuando llegó a su casa tras acabar con su jornada
de trabajo, sus padres se mostraron muy disgustados con ella una vez les
entregó su recortado sueldo. Durante la cena tuvo que oír resignada los airados
reclamos de su madre. Su padre por su parte en ningún momento se dignó siquiera
a dirigirle la mirada. Una vez Cosette se acostó, ella tuvo que soportar la
prolongada discusión que sus padres mantuvieron en la habitación contigua. Las
lágrimas brotaron de sus ojos cuando su padre sugirió venderla como sirvienta
al conde, o sino a algún rico adinerado de alguna gran ciudad.
–Ya no podemos sobrevivir los tres. Pronto llegará
el invierno y no tendremos qué comer. Los impuestos son tan elevados que cada
vez es menos gente la que viene a la sastrería. Y no solo a nosotros nos
sucede, esto es algo que está afectando a todos los negocios en general. Por
eso ahora cada vez son más los que optan por trabajar como jornaleros para el
conde, ¡y lo peor es que son tantos que he oído rumores de que muy pronto
sufrirán de un nuevo recorte de sueldo! –exclamó su padre.
–Quizá podamos mudarnos a otro pueblo... –sugirió
su madre.
–Anette, sabes que por culpa de la guerra santa en
todo el país se encuentran igual de mal que aquí.
–Pero Maurice...
–¡Ni siquiera pidió el doble turno! Encima llega
tarde a trabajar. ¡Estos no son tiempos para chiquillas irresponsables!
–Hablaré con ella, seguro que me entenderá y le
pondrá más empeño al trabajo. Cariño... –la señora Anette abrazó a su marido.
Maurice gruñó y carraspeó, aunque al final se ablandó y terminó cediendo. De
todas formas, el daño ya estaba hecho. Cosette en ese momento se sintió la
persona más inútil y miserable del universo.

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