Capítulo 7: Primera misión

 


A la mañana siguiente, aunque aún cansados por la fiesta del día anterior, los flamantes recién nombrados Centinelas de la República estaban sentados en sus respectivas carpetas en un salón de clases. En frente, en un pupitre se encontraba el comandante Gomis con unos documentos entre manos.

–Su primera misión la realizarán en grupos de tres y uno de cuatro. A cada grupo le asignaré una misión distinta y estarán bajo el mando del capitán centinela del lugar al que les toque ir –explicó el comandante–. Ahora procederé a nombrar a los grupos. Al final se acercan adelante para que les entregue el documento con todos los datos relativos a su misión.

El comandante nombró los grupos y luego entregó a cada uno su respectiva misión. Al final los grupos terminaron formados de la siguiente manera: Rudy, Lucrecia y Phillipe; Bill, Tony y Susan; Scarlet, Clark y Tiki; los tres hermanos Farro y Kina.

En la estación central de Ciudad Capital los grupos se despidieron de sus demás compañeros y cada cual abordó el tren que le tocaba. Rudy y sus dos colegas se sentaron en su compartimiento y esperaron a que la locomotora se ponga en marcha.

–Según el documento, nuestra misión es ayudar a la captura de una banda de ladrones en cierta ciudad de Poldsmik –señaló Phillipe.

–¿Dónde queda ese país? –preguntó Rudy.

–Justo al norte de Ciudad Capital, es el país del borde más cercano a nosotros –indicó Phillipe.

–Solo espero que el viaje no dure mucho –suplicó Rudy.

–Tranquilo, máximo durará seis horas –lo calmó Phillipe.

–Lucrecia, ¿crees que nos irá bien en nuestra primera misión? –le preguntó Rudy.

–Espero que sí –contestó ella mientras miraba hacia la ventana con indiferencia.

El sol del atardecer parecía una cascara de naranja, y teñía de similar color los tejados y los árboles del poblado. El tren se detuvo en una pequeña estación. Allí Rudy y sus compañeros bajaron. Luego, un silbato sonó y el tren se puso nuevamente en marcha. Al rato se perdió de vista en el horizonte.

–Bienvenidos a Blusville –leyó Rudy un tosco letrero de madera que colgaba de un poste ubicado en la solitaria estación.

–Se supone que alguien nos debería de estar esperando –comentó Phillipe.

–Me imagino que ya vendrá –Lucrecia se encogió de hombros.

Los tres se sentaron en una banca y se pusieron a esperar. Comenzó a anochecer y el reloj de la estación emitió una campanada para avisar el cambio de hora. Se oyeron unos pasos. Los muchachos voltearon esperanzados, pero se deprimieron al ver que se trataba del conserje de la estación. Este prendió los pocos faroles del lugar y luego se marchó.

–¿Qué hacemos? –preguntó Lucrecia.

–Ese capitán es un irresponsable –se quejó Phillipe–. Si tan ocupado está como para no poder recogernos él mismo, aunque sea hubiera enviado a alguno de sus subordinados. ¡Pero ya verá, cuando lo vea le diré sus verdades!

Rudy solo se limitó a emitir un ronquido; acababa de quedarse profundamente dormido.

Al poco rato una luz tambaleante comenzó a acercarse a los muchachos. Cuando ya estuvo lo suficientemente cerca, ellos notaron que se trataba de un militar llevando una linterna. Tras él había una mujer alta, de cabellera castaña-rojiza, y que vestía la capa de los centinelas, más no el uniforme militar. En vez de este, ella llevaba un vestido verde oscuro con estampados de flores. Asimismo, la mujer lucía delgadas trenzas sujetas hacia atrás y llevaba en las orejas aretes con diseño de flores de color dorado.

Cuando la mujer se acercó para hablar con los muchachos, la luz de la linterna iluminó su rostro, de modo que los chicos pudieron apreciar con claridad sus grandes y enigmáticos ojos color caramelo.

–Siento la demora. Mi tienda tuvo muchos clientes esta tarde –sonrió la mujer con sus finos labios.

–Es usted muy bonita, solo por eso la perdono por la tardanza –Phillipe le devolvió la sonrisa.

–Me llamo Lucrecia, mucho gusto.

–Oh, que descortés, mi nombre es Phillipe.

–Encantada de conocerlos, soy la capitana Alanis. Y por cierto, ¿Cómo se llama su compañero?

Lucrecia y Phillipe dirigieron la mirada a Rudy, quien en ese momento estaba de lo más tranquilo durmiendo.

–¡Despierta, torpe! –Phillipe le dio un soberano lapo. Rudy lentamente fue abriendo los ojos a la vez que daba un prolongado bostezo.

Luego de presentarse, los muchachos y Alanis se subieron a una carroza iluminada por cuatro faroles, situados uno en cada esquina del vehículo. En tanto, el militar de la linterna se sentó adelante y arreó a los caballos.

–Cuando nos presentamos, usted mencionó que tenía una tienda –comentó Phillipe.

–Soy vidente, les digo el futuro a las personas que van a mi tienda –explicó Alanis.

–Suena interesante –opinó Lucrecia.

–¿En serio puedes ver el futuro? –preguntó Rudy asombrado–. En ese caso… ¿podrías decirnos si nuestra misión será un éxito?

–Que muchachito tan gracioso –Alanis soltó una risita–. Predecir el futuro no es algo tan simple.

La carroza entró al pueblo, cruzó algunas calles, y finalmente se detuvo frente a una casa de dos pisos con tejas granates y un árbol de flores que podía verse por sobre el muro de la entrada.

–Llegamos a mi tienda –indicó Alanis. Entonces el uniformado abrió la puerta y ella bajó. Los muchachos la siguieron.

–Ya puedes irte, Sebastián –ella dijo, y el militar volvió a subir a la carroza y se alejó del lugar.

–Disculpe, pero, ¿usted no vive en el cuartel del pueblo? –preguntó Phillipe.

–No es obligatorio que los centinelas vivamos en el cuartel –contestó Rudy–. Por ejemplo, Oliver vivía en su casa.

–¡No te he preguntado a ti, desubicado! –le replicó Phillipe.

Alanis y Lucrecia soltaron unas risitas discretas.

Detrás de los muros de la casa había un jardín muy bien cuidado, y cerca de la copa del árbol, de flores blancas como la nieve, descansaba una pequeña laguna de aguas cristalinas y que en ese momento reflejaba la luz de la media luna.

Dentro de la casa todo eran objetos antiguos y de formas caprichosas. Por todas las habitaciones se podía sentir un suave aroma a incienso. Alanis guío a los muchachos al segundo piso, y dejó a Rudy y Phillipe en una habitación. Luego le indicó a Lucrecia que ella haría un campo en su propia habitación para que la muchacha pueda dormir allí.

A la mañana siguiente, Rudy sintió unos picotazos en su rostro. –¿Serán mosquitos? –él se preguntó mientras agitaba la mano para tratar de alejar la molestia. Sin embargo, los picotazos siguieron. Entonces, Rudy comenzó a darse palmadas en la cara mientras murmuraba palabras indescifrables para quién lo oyera.

–Este muchacho me está causando demasiados problemas –dijo con voz ronca un búho blanco y gordo, quien por cierto era el responsable de los picotazos.

–No te preocupes, Jo, yo lo despertaré –le dijo Alanis al búho, y acto seguido se acercó a Rudy y con sus pálidos dedos le tapó la nariz. Rudy no se inmutó para nada. Al poco rato salieron sonoros ronquidos de su boca abierta.

–Tienes razón, Jo, este muchacho sí que es difícil de despertar.

–No se preocupe, señorita Alanis, yo me encargaré –se ofreció Phillipe, y con una almohada tapó la boca de Rudy. El mencionado, al ya no tener por donde respirar (Alanis aún lo tenía cogido de la nariz), se levantó precipitadamente de la cama. Lucrecia al ver la escena movió la cabeza en signo de desaprobación y a la vez sonrió levemente.

–¡¿Qué rayos pasa acá?! –reclamó Rudy–. Se suponía que al salir de la academia ya nunca más me tendría que volver a levantar temprano.

–Serás idiota –bufó Phillipe–. ¡Ya son más de las diez de la mañana!

–Cálmate, Phillipe –sonrió Alanis–. Creo que lo que necesita este muchacho es un baño de templanza.

–¿Qué? –se preguntó Rudy.

Alanis, sin decir una palabra más, abrió la ventana que daba al patio, y de inmediato Jo se iluminó con el halo y batió sus alas, de las cuales salió un violento ventarrón que lanzó a Rudy hacia el pequeño lago del patio.

–¡Qué mala eres, Alanis! –se lamentó Rudy mientras desayunaba junto con los demás en un salón de la casa–. ¡El agua del lago estaba muy helada!

–Entérate de que cada día que no te levantes temprano acabarás allí –le respondió la vidente.

–¡Glup! Creo que empezaré a madrugar –tiritó Rudy.

–¿Cuándo empezaremos con nuestra misión, capitana Alanis? –preguntó Phillipe.

–Cuando quieran –contestó ella–. Mi amigo Jo los acompañará, de modo que si la misión es mucho para ustedes me podrá avisar para ir en su ayuda.

–Hace mucho que no veía a un animal parlante –comentó Rudy–. Me trae tantos recuerdos.

–Tus compañeros me han contado que fuiste criado por un león parlante –recordó Jo.

–Así es –asintió Rudy–. ¿Tú conociste a Azor?

–¿A quién?

–Azor, es el nombre del león que me crió.

–No lo conozco, pues desde pequeño he vivido con madame Alanis –contestó el búho–. Cuando tan solo era un polluelo ella me encontró moribundo en el bosque y cuidó de mí. Por eso le estaré en deuda eternamente.

–No exageres, Jo –rio Alanis–. Recuerda que estuve a punto de cocinarte para la cena, pero gracias a que hablaste me hiciste cambiar de opinión.

–Disculpe, señorita Alanis, pero, ¿usted no sabía que Jo era un búho parlante? –preguntó Lucrecia un tanto asombrada.

–Para nada, yo creí que era un pollo.

–No me ofenda, madame…

–¡Qué divertido! –exclamó Rudy–. ¡A nuestra primera misión nos acompañará un pollo parlante!

–¡No soy un pollo, maldito niñato! –replicó Jo–. ¿Ya ve lo que provoca con sus comentarios, madame?

–Bueno, ya fue suficiente de tonterías. Mejor ya váyanse a su misión de una vez que me van a espantar a la clientela –dijo Alanis con suavidad.

Jo entonces alzó vuelo y salió de la tienda. Rudy y sus compañeros lo siguieron a paso ligero.

Blusville era un pequeño pueblo de edificaciones en su mayoría hechas de piedra y diseñadas al más puro estilo medieval. Por sus calles transitaba una regular cantidad de personas, y en algunos puntos se conglomeraban varias de estas alrededor de algún puesto comercial o de algún artista callejero. Sin embargo, lo que más caracterizaba a este pueblo eran los árboles de flores blancas que crecían por toda la urbe y también en los bosques aledaños.

–Estos árboles se llaman blu –indicó Jo a los muchachos mientras avanzaban por una de las calles del pueblo–. Es por eso que el pueblo tomó el nombre de Blusville.

–Que interesante –comentó Lucrecia.

–Oye pollo –Rudy llamó a Jo.

–¡Que no soy un pollo! –gruñó Jo mientras picoteaba con fuerza a Rudy en la cabeza.

–¡Perdón, perdón! Señor búho, usted es un usuario del Halo, ¿verdad? –preguntó Rudy–. Lo digo porque esta mañana su cuerpo se iluminó y pudo emitir ese viento tan poderoso…

–Así es, soy un usuario del halo –asintió Jo con el pecho inflado de orgullo.

–No sabía que los pollos podían ser usuarios del halo… ¡Ahhh, lo siento, lo siento, quise decir que no sabía que los búhos podían usar el halo!!

Jo dejó de picotear a Rudy, y acto seguido pasó a explicarle que todo ser vivo cuya alma posea voluntad e inteligencia, si tenía el don, era capaz de utilizar el halo, y por ende capaz de materializar su poder final. Tanto Rudy como sus compañeros se sorprendieron con esta explicación, pues nunca antes se imaginaron que un animal parlante fuera capaz de usar el halo.

–Vaya, así que los animales parlantes pueden usar el halo –Rudy habló para sí mismo–. Me preguntó si Azor lo habrá aprendido luego de que nos separamos.

–Jo, ¿A dónde estamos yendo exactamente? –preguntó Phillipe.

–A La Encantada –respondió el búho–. Es el barrio más peligroso de Blusville. Allí vive Jack y su pandilla, conocida como los Bárbaros de Blusville. Todos saben que esta pandilla se dedica a robar, pero Jack es muy fuerte, así que la policía no se ha atrevido a arrestarlos.

–¿y Alanis no ha intentado detenerlos? –preguntó Lucrecia.

–Con excepción de los casos de terrorismo y de crimen internacional, los centinelas solo pueden actuar con el permiso de las autoridades locales –contestó Jo–. Así que mientras la policía local y el alcalde no solicitaron su ayuda, madame no podía hacer nada. Hace poco recién le pidieron arrestar a estos delincuentes, pues por fin comprendieron que el problema se les estaba saliendo de las manos. Verán, aquí las autoridades locales son muy orgullosas y siempre tratan de resolverlo todo por su cuenta. Es por eso que Alanis se dedica más a su tienda, pues de lo contrario se la pasaría la mayor parte del tiempo sin hacer nada.

–Ya veo –asintió Lucrecia.

Tras recorrer un buen trecho, guiados por Jo, los muchachos ingresaron a un barrio de mala muerte. Las edificaciones del lugar eran descoloridas, las calles estaban sucias y por ellas deambulaban niños traviesos, vendedores ambulantes y personas de vestimentas harapientas y rostros que se tornaban poco amigables cuando veían a algún desconocido.

Jo voló más rápido y los muchachos, sin tiempo para inmutarse por lo que veían, lo siguieron de cerca. Tras voltear por una esquina, finalmente Jo se detuvo frente a una calle que, por lo decadente de sus edificaciones, parecía abandonada, pero que, sin embargo, se encontraba habitada por una gran cantidad de personas entre las que había señoras colgando ropa, hombres durmiendo sobre sillas de paja afuera de sus respectivos hogares, niños correteándose, y unos tipos con pinta de matones que no despegaron el ojo de los recién llegados.

–Ustedes no son de por aquí, ¿verdad? –los detuvo un tipo fornido que mascaba un mondadientes–. ¿A qué han venido?

–Estamos buscando a Jack –Rudy tomó la palabra.

–¡No tenías que ser tan directo! –pasmado, Phillipe lo reprendió en voz baja.

–¡Jefe, aquí hay unos tipos que lo están buscando! –gritó el tipo. Todos en el lugar dejaron de hacer sus actividades y voltearon a observar lo que ocurría.

–¿Qué es lo que quieren, forasteros? –un muchacho de pelo café revuelto y sujeto a la altura de la nuca en una cola, de mirada orgullosa y de complexión atlética, se acercó a Rudy y sus compañeros en actitud poco amigable.

–Hemos venido a arrestarte a ti y a tu pandilla –contestó Rudy–. Somos Centinelas de la República –él agregó, y al mismo tiempo mostró el colgante que lo acreditaba como centinela.

–¡No seas tan imprudente, Rudy! –le reclamó Phillipe al oído–. ¡¿Es que no te das cuenta que estamos en territorio enemigo?!

Jack, que por su aspecto parecía tener unos veinte años, se quedó observando fijamente a Rudy por un rato y luego se echó a reír a carcajadas.

–¿Oyeron muchachos? Este tipo ha dicho que nos va a arrestar. ¿Qué les parece? –se mofó.

“Acabemos con estos insolentes”, “démosles su merecido”, “se arrepentirán de haber pisado nuestro barrio”, fueron algunas de las frases que los tipos con pinta de matones emitieron. Y fue así como, en menos de un segundo, Rudy y sus amigos se vieron rodeados por Jack y su pandilla. Por su parte, guardando su distancia los demás habitantes de la calle contemplaron la escena.

Resignados, Phillipe y Lucrecia no encontraron más remedio que activar sus halos y ponerse en guardia. En tanto, Jo se posó en lo alto de un tejado y desde allí se dispuso a observar todo lo que iba aconteciendo.

–¿Qué? ¿No piensas seguir el ejemplo de tus compañeros? ¿O es que ya te rendiste? –Jack le increpó a Rudy, quien lucía muy tranquilo.

–Pensaba que al saber que éramos Centinelas de la República ustedes se rendirían –contestó Rudy sin inmutarse.

–¡Serás imbécil! ¡Nosotros no le tememos a nadie, no somos una simple banda de ladrones! ¡Nosotros somos los Bárbaros de Blusville, y ahora ustedes sentirán en carne propia el porqué de nuestro nombre!! –bufó Jack, y de inmediato activó su halo. Nadie más de la pandilla activó su halo, lo que hizo suponer a Rudy y sus compañeros que Jack era el único capaz de hacerlo.

–¡Fuerza salvaje! –exclamó Rudy tras activar su halo. En el acto, colmillos, garras y una larga cola de león se materializaron en su cuerpo.

Jack no se amilanó por la repentina transformación de Rudy, y, por el contrario, se dispuso a atacar con un mango de color rubí que materializó en una de sus manos.

–¿Tu poder final es un palo? ¡Qué miedo! –se burló Rudy.

–Insolente, te destrozaré –lo amenazó Jack–. ¡Látigo de fuego! –él gritó a continuación, y en un instante unas potentes llamas surgieron del mango y se alargaron a una velocidad sorprendente hacia la dirección en donde estaba el centinela. Rudy saltó para evitar el ataque. Bajo su cuerpo la punta del ardiente látigo chocó contra el suelo e incineró todo a su alrededor. Tras el salto, Rudy aterrizó a unos cuantos metros de un conjunto de llamas que ardían con fuerza.

–Buenos reflejos, aunque gracias a ellos lo único que has conseguido es alargar tu sufrimiento –advirtió Jack mientras con suaves movimientos de su mano hacia girar el látigo de fuego alrededor de su cuerpo. En ese momento, el resto de la pandilla sacó sus armas y empezó a disparar contra Lucrecia y Phillipe mientras huían hacía un bosque que había tras la urbanización. El par de centinelas, sin detenerse a dudarlo, fue tras los delincuentes.

–Ahora sí podremos luchar sin interrupciones –sonrió Jack. Rudy miró a su alrededor y se dio con la sorpresa de que el lugar se encontraba desierto. Todos los habitantes del vecindario se habían encerrado en sus casas, y desde las ventanas observaban con recelo.

“Vamos, no debes dejar que tus emociones te controlen. Tranquilo y a luchar”, se repitió Rudy mientras que en su sitio daba saltitos, como si se tratase de un boxeador calentando.

Jack se lanzó rápidamente al ataque. Azote a un lado, azote a otro lado; fuego por todos lados. Rudy esquivó los ataques sin problemas, pero cada vez tenía menos espacio por donde desplazarse, pues poco a poco el patio se fue llenando de llamas.

Rudy enrolló su cola y la utilizó como un resorte para pegar un salto y abalanzarse sobre Jack. Sin embargo, su impulsividad le costó caro, pues un infernal látigo de llamas se dirigió hacia él. Al ser incapaz de esquivar un ataque en pleno aire, Rudy fue golpeado de lleno en la espalda.

Rudy chocó contra una pared y cayó de bruces sobre el suelo, en donde rodó por un buen rato hasta que logró apagar las llamas que ardían en su espalda.

–Rayos, a pesar de tener activado mi halo pude sentir el calor del fuego –se dijo a si mismo Rudy mientras se sobaba la espalda para comprobar que ya no queden más llamas allí.

–Ya verás cómo te domaré con mi látigo, cachorrito –se burló Jack mientras agitaba su látigo amenazadoramente.

–Maldito, te haré comerte tus palabras –Rudy lo amenazó a su vez, y de inmediato mostró sus afiladas garras y se lanzó al ataque. Al verse amenazado, Jack agitó su látigo con mayor rapidez y en el acto una barrera de fuego empezó a rotar sobre su cuerpo.

Rudy no pudo frenarse e impactó contra la muralla de fuego, la que lo repelió a varios metros de distancia. Parte de su uniforme y de su capa de centinela quedaron chamuscados. Entonces, Rudy se sacó la capa y la chaqueta del uniforme militar. Mostró sus colmillos a Jack y le lanzó un gruñido.

–Oh, se enojó el cachorrito. Supongo que tendré que tener más cuidado –comentó Jack con ironía.

–No me hagas enojar –bufó Rudy.

–Ven perrito, ven –se burló Jack con descaro.

Rudy en ese momento estaba que hervía de la rabia. Se sentía frustrado por haber fallado en todos sus ataques y a la vez estaba enardecido por las provocaciones de Jack. Todos estos sentimientos se volcaron en una creciente furia que poco a poco fue fluyendo por todo su ser.

–Te derrotaré –volvió a gruñir Rudy, y con un fortísimo salto impulsado por su cola se abalanzó sobre su rival. Jack nuevamente agitó su látigo hasta formar la barrera de fuego, pero esta vez Rudy se detuvo a pocos centímetros de impactar con esta, y con un violento zarpazo abrió el suelo. Los destrozados adoquines de piedra que cubrían el suelo saltaron disparados en dirección hacia Jack, quien, aunque saltó para evitarlos no pudo evitar recibir de lleno unos cuantos golpes.

Jack frenó a unos pocos metros de donde había estado al formar su barrera de fuego. Un hilillo de sangre recorría su frente en esos momentos. Al ver la herida de su contrincante, la ira de Rudy disminuyó en gran medida.

–No quiero lastimarte más, así que por favor ríndete y entrégate a las autoridades –le dijo Rudy.

–Nunca haré eso. Tal vez tú no lo comprendas, pero lo que yo hago es justicia: sin mí y la pandilla los habitantes de este barrio se morirían de hambre. Lo único que hago es equilibrar las cosas.

–Un crimen es un crimen, no intentes excusarte. Además, si la gente de este lugar no tiene dinero, deberían buscarse un trabajo.

–¿Trabajo, dices? En estos tiempos trabajo para la gente humilde significa someterse a los abusos y atropellos de empresarios codiciosos e inclementes. ¡Y déjame decirte que yo no voy a permitir que mi gente sufra esa clase de maltratos que tantos otros sufren por culpa de las nacientes industrias!

Rudy no sabía qué responder ante los argumentos de Jack, aunque no porque le hubieran parecido contundentes, sino porque no los había entendido ni en lo más mínimo.

–No sé de qué me hablas. Mejor ríndete si no quieres salir lastimado.

–¡Serás ignorante! ¡Te he explicado mi situación y aun así insistes! ¡La gente como tú es de lo peor! –bramó Jack, y al instante las flamas de su látigo crecieron de forma estrepitosa.

Rudy no comprendía los argumentos de Jack, pero si se sintió muy ofendido cuando le dijeron que era de lo peor. El joven centinela lo interpretó como si le hubieran dicho que él era lo que en su juramento como centinela había prometido erradicar. Otra vez la ira se apoderó de su ser, aunque esta vez él no era el único enojado.

Las llamas del látigo de fuego incrementaron en gran medida su tamaño. Entonces, Jack agitó con velocidad su arma y esta se dirigió a toda velocidad hacia su oponente. Rudy trató de evitar el impacto, pero esta vez el látigo iba mucho más rápido que antes. Chispas y una instantánea emanación de llamas brotaron del choque entre el látigo y el pecho del centinela, quién tras el ataque terminó con una leve quemadura y con el centro de su polo incinerado.

–¡Como me arde el pecho! –se quejó Rudy mientras avanzaba con pasos torpes para tratar de recuperar el equilibrio–. Y a pesar de que tengo mi halo activado…

–¡Ojalá la batalla acabe pronto! –exclamó una señora a su esposo. Ambos estaban observando la pelea desde la ventana de su casa.

–Eso espero, porque de lo contrario todo el barrio va a terminar incendiado –respondió atemorizado el marido. Ese temor era general en todos los habitantes del barrio. “¿Por qué no se fueron a pelear a otro lado?”, “Si Jack pierde los papeles, nuestras casas terminarán echas cenizas”, eran algunos de los comentarios de los preocupados vecinos.

Mientras tanto, el adoquinado del barrio tenía fuego por todas partes. El humo se elevaba por sobre las casonas y podía verse desde lo lejos.

–¡Acabaré contigo, burro ignorante! –gritó Jack antes de abalanzarse sobre Rudy.

–¡No te saldrás con la tuya, maldito delincuente! –respondió Rudy en tanto arremetió contra su contrincante. El centinela se impulsó con su cola y saltó por encima de Jack, justo a tiempo para evitar recibir el mortífero látigo de fuego, y una vez que estuvo sobre él giró sobre sí mismo a gran velocidad y cayó sobre su rival apuntándolo con las afiladas garras.

Jack trató de esquivar el ataque, pero recibió un corte en el antebrazo. Rudy aterrizó violentamente sobre el pavimento y con su peso resquebrajó los adoquines de su alrededor.

–¡Ayy, si este par continua así van a destrozar todo el barrio! ¡Y los otros dos que hasta ahora no aparecen! –se lamentó Jo–. Creo que no me queda más remedio que llamarla –Jo suspiró resignado, y acto seguido se alejó volando del lugar.

Mientras tanto, en un claro del bosque cercano al pueblo, un puñado de los secuaces de Jack tenían rodeada a Lucrecia. Sin embargo, estos se encontraban sumamente agotados.

–¿Qué clase de monstruo es esta mujer? Por más que la atacamos no recibe daño alguno –se quejó uno de los tipos.

–Es cierto, cada vez que recibe un ataque, de inmediato se cura –agregó otro pandillero.

–Creo que ya estas saciada, Espada Ropera –murmuró Lucrecia y de inmediato adoptó una postura de ataque, en la que apuntaba a los malhechores con una larga y delgada espada–. ¡Estocada Final! –ella exclamó. Tras estas palabras, lo único que vieron los pandilleros antes de caer inconscientes fue un repentino resplandor rojo.

Lucrecia volteó y miró de reojo a los contrincantes que acababa de derrotar. –Agradezcan que los golpeé con el mango de mi arma –la joven murmuró, y a continuación desactivó su halo, con lo cual en un instante su espada se desvaneció.

Por su parte, Phillipe ya había logrado derrotar a casi todos sus rivales. Solo quedaba uno en pie, aunque este estaba temblando de miedo y a duras penas podía mantenerse en su lugar.

–¿Te rindes? –le preguntó Phillipe.

–Tú acabaste con mis compañeros –dijo con voz compungida el pandillero.

–Tranquilo, solo los he dejado inconscientes.

–Está bien, me rindo.

Al oír esto, Phillipe bajó la guardia por un instante, pero el tipo aprovechó esto para sacar su revólver y disparar. Sin embargo, Phillipe pudo cubrirse rápidamente con el redondo escudo que sostenía en su mano derecha.

–Que imprudente que eres –comentó Phillipe–. ¡Escudo Atleta, Modo Agilidad! –exclamó él, y en menos de un segundo el escudo se encogió hasta alcanzar un diámetro de veinte centímetros. Una vez ocurrido esto, con una velocidad sorprendente, Phillipe se colocó delante del bandolero–. Escudo Atleta, Modo Fuerza –el joven centinela murmuró esta vez, y el pequeño escudo aumentó su tamaño hasta alcanzar un diámetro de más de un metro; en ese momento era colosal y se veía muy pesado. Phillipe sonrió y a continuación propinó un duro golpe que destrozó el arma del pandillero, y de paso lo dejó a él inconsciente.

–Estos tipos sí que son muy tercos –exhaló Phillipe luego de desactivar su halo–. Menos mal que ese era el último.

Alanis salió de su tienda acompañando a una anciana de aspecto bonachón. –Gracias, madame Alanis, estoy segura de que sus consejos me servirán de mucho –expresó la señora antes de irse. En la puerta que daba a la calle había una fila considerable de personas que esperaban su turno para ser atendidas por la famosa vidente.

–Oh, otra vez es usted, jovencita –le dijo Alanis a la muchacha que estaba primera en la fila. La joven, que llevaba un sombrero adornado con flores sobre su brillante pelo rubio ondulado y que vestía un adornado vestido celeste, asintió con tristeza.

–Tranquila, no tiene por qué avergonzarse, señorita Holly, siempre que tenga dudas usted puede venir aquí cuando guste –sonrió Alanis, y luego le hizo una seña con los dedos a la joven para que la siga al interior de la tienda.

En un salón lleno de antiguas y extravagantes artesanías ambas mujeres se acomodaron. Alanis se sentó sobre un mueble rojo y al frente, en otro mueble idéntico, se sentó la joven. Una pequeña mesita estaba en medio de ambas. A continuación, Alanis cogió una pipa y se puso a fumar. Holly la miraba con atención.

–¿Cuál es tu consulta? –preguntó la vidente tras soltar una bocanada de humo.

–Quiero saber si seré feliz con O´Ryan –contestó la joven con timidez.

–Es la misma pregunta que me hiciste la vez pasada –recordó Alanis. Holly asintió. Alanis soltó un suspiro y luego dio unos cuantos golpes con el dedo a su pipa, haciendo que caiga un poco de tabaco sobre su mano. A continuación, ella murmuró unas palabras ininteligibles y después roció el tabaco sobre la mesita.

–¿Puedes removerlo? –preguntó Alanis mientras señalaba al tabaco regado sobre la mesita. La joven asintió y comenzó a remover el tabaco con el dedo índice.

–Es suficiente –Alanis hizo un gesto con la mano. La joven se detuvo, y para su sorpresa el tabaco siguió moviéndose por sí solo, como si una mano invisible estuviera revolviéndolo–. Ahora déjame concentrarme. Holly observó a la vidente con total atención; cada segundo que pasaba las ansias se tornaban más insoportables y evidentes en la joven, quien para soportar la tortura de la espera se dedicaba a ensortijar sus dorados cabellos por entre los dedos de su mano derecha.

–Ya puedes relajarte –de pronto sonrió Alanis.

–¿Ya sabe mi futuro, madame Alanis? ¡Dígamelo, por favor!

Alanis ya iba a responder, cuando de improviso Jo irrumpió sorpresivamente por la puerta que daba al patio y aterrizó sobre la mesita del salón, regando el tabaco por todas partes.

–¡Alanis, es urgente! –exclamó Jo agitado–. Debes venir a La Encantada, ¡rápido!

Alanis comprendió la situación, así que se apresuró en salir hacia el jardín de la tienda.

–¡Espere, madame Alanis! ¡¿No me va a decir mi futuro?!

–¡Ay! –se quejó Jo luego de que Alanis le arrancó una pluma.

–Llévate esta pluma, señorita Holly –Alanis le indicó a la joven, y le dio la pluma–. Esto es lo que harás: corre a donde O´Ryan y cuando lo veas suelta la pluma. Si esta se pega a él significa que serás feliz a su lado. Si, por el contrario, la pluma cae en cualquier otro sitio, bueno, no creo que haga falta explicar lo que eso significaría…

Holly salió contenta y a toda velocidad de la tienda con la pluma entre sus manos. En tanto, Alanis, luego de disculparse con la clientela y pedirles que vuelvan más tarde, activó su halo y tocó a Jo, quien inmediatamente incrementó su tamaño hasta alcanzar las dimensiones de un caballo. Rápidamente, Alanis montó sobre su crecido compañero y a continuación este alzó vuelo rumbo al barrio La Encantada.

–Oye Alanis, ¿en verdad la pluma le servirá a esa joven?

–¡Por supuesto que sí, búho incrédulo! –respondió Alanis–. Después de todo, le transmití mi voluntad a esa pluma.

–Entonces, ¿Cuál era el futuro de la muchacha?

–Cuando la veas, pregúntale que pasó con la pluma y sabrás cuál era su futuro…

–Qué mala eres, pudiendo haberle dicho de frente su futuro, tuviste que arrancarme la pluma.

–Ji ji –Alanis soltó una risita–. Sabes que detesto que me interrumpan.

Un fuerte ruido se pudo oír en todo el barrio La Encantada. Instantes después, una nube de polvo salió de un enorme agujero recientemente hecho a una de las viviendas del barrio. La familia que allí vivía estaba agazapada como ratones asustados al fondo de la habitación. De pronto, los escombros delante de ellos se movieron y de estos salió un visiblemente magullado Jack. Unos cuantos metros tras él estaba Rudy, con las manos llenas de quemaduras.

–Jamás creí que sacrificarías tus manos para agarrar mi látigo y lanzarme contra la pared –comentó Jack mientras salía de entre los escombros.

–Veo que ya no tienes activado tu halo –señaló Rudy–. Estas derrotado, acéptalo de una vez.

–Tú tampoco tienes activado tu halo, idiota –replicó Jack.

–¿Eh? ¡Rayos, tiene razón! –exclamó Rudy tras confirmar lo dicho por su rival–. Pero no hay problema, lo activo de nuevo y listo –él agregó, e inmediatamente activó su halo y luego materializó su poder final. Rápidamente, Jack siguió su ejemplo.

–¡Este será mi ataque final, el que acabará contigo! –advirtió Jack al mismo tiempo que movía amenazadoramente su látigo de fuego.

–Eso ya lo veremos –Rudy no se quedó atrás, y mostró sus garras y sus afilados dientes.

En eso, un fuerte ventarrón azotó a ambos contrincantes. Cerca de ellos acababa de aterrizar Jo. Del búho bajó Alanis, y al poco rato Jo volvió a su tamaño natural.

–Veo que han causado muchos destrozos –la vidente habló con tranquilidad.

–¡Todo ha sido culpa de ese centinela animal! –Jack señaló a Rudy.

–¡Animal serás tú! –contestó Rudy, notablemente ofendido.

–Jo me contó tus razones para robar, Jack –dijo Alanis–. Créeme que te comprendo, pero cometer delitos nunca será la mejor solución.

–¡Mis actos no son nada comparados a lo que hacen muchos ricos y poderosos! –se defendió Jack–. Comerciantes que monopolizan el mercado, terratenientes que explotan a los campesinos, dueños de industrias que abusan de sus obreros… ¡y el gobierno de este país no hace nada ante lo que ocurre en sus narices!

–Todo eso puede que sea cierto, pero déjame decirte que tales males no solo ocurren en tu país: en varios países del borde ya hemos oído de situaciones muy similares –dijo Alanis–. Mas no pierdas la esperanza: te prometo que los centinelas lucharemos para resolver todas estas injusticias.

–¿Los centinelas? ¡No me hagas reír! –bufó Jack–. En la República es en lo que menos confío.

–¡Ya basta de charlas, acabaré contigo! –amenazó Rudy, y tras impulsarse con su cola salió disparado en dirección a Jack.

–¡Arco Lunar! –exclamó Alanis tras activar su halo, y unos pequeños relámpagos blancos materializaron en instantes un largo arco blanco–. ¡Voluntad de Atadura! –exclamó esta vez Alanis, y cogió la cuerda del arco como si fuera a lanzar una flecha invisible. Apuntó a Rudy, y en el momento en que soltó la cuerda, una luz celeste con forma de cadena salió disparada e inmovilizó al joven centinela.


–¡¿Qué carajo haces, Alanis?! –se quejó Rudy mientras se retorcía en el piso para tratar de liberarse.

–¿Qué está pasando aquí? – se oyó de pronto: Phillipe y Lucrecia acababan de regresar.

–No se preocupen –los detuvo Jo–. Alanis tiene la situación bajo control.

–¡Cuidado, Alanis! –exclamó Phillipe. Jack había aprovechado la distracción para atacar a Alanis, pero a pesar de la advertencia ella no se movió de su lugar.

–¡Muévete o te quemará con su látigo! –le advirtió Rudy. Alanis sin inmutarse levantó su arco con calma.

–¡Voluntad de Defensa! –recitó la vidente, y en el acto una cúpula de energía se formó a su alrededor. Jack lanzó un latigazo, pero este rebotó en la cúpula y se desvió hacia un lado. Jack quedó sorprendido por la magnífica defensa, así que no vio venir la cadena luminosa que terminó aprisionándolo.

–Ay Jack, pensé que serías más prudente, pero resultaste ser igualito que Rudy –se lamentó Alanis.

–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Rudy–. Y aparte… ¡¿Por qué sigo aprisionado?! ¡Libérame de una vez, Alanis!

Cayó el atardecer. Bajo el cobrizo cielo del crepúsculo, Alanis entabló una charla con todos los residentes del barrio, quienes estaban sumamente preocupados por lo que sería de sus vidas ahora que la pandilla de los Bárbaros de Blusville se había disuelto.

–¿De verdad no tienen nada con que ganarse la vida? –preguntó Alanis.

–La mayoría trabajamos en tiendas o almacenes del pueblo, pero los impuestos son muy altos y nuestros salarios no nos alcanzan para casi nada –explicó un señor calvo y de barba blanca.

–Ya veo, y dicen que muchos de ustedes antes eran prósperos comerciantes, pero que desde hace unos años unos mercenarios se han dedicado a robarles sus mercancías y a amenazarlos para que ustedes no sigan comerciando.

–Así es, eran mercenarios muy fuertes contratados por poderosos comerciantes –afirmó un hombre de pelo largo y grasiento–. Pedimos ayuda a la policía, pero cuando oyeron que a quien acusábamos era a la familia Bocchia, archivaron el caso y nunca nos ayudaron.

–Con que la familia Bocchia –comentó Alanis–. He oído que son de las familias más ricas de Poldsmik. También he oído rumores de que acaparan muchos sectores comerciales, y que en gran medida su riqueza se debe a que no tienen competencia.

–Así es –se lamentaron los residentes del barrio–. Por otro lado, hasta hace un tiempo algunos de nosotros trabajábamos en Mild, la mayor ciudad industrial del país, pero de forma repentina los dueños de las fábricas se volvieron unos tiranos sin corazón que pasaron a explotarnos y a pagarnos miserias –se quejó un tipo delgado y de bigote.

–Veo que la solución más próxima para mejorar su situación es que vuelvan a dedicarse al comercio –sentenció Alanis–. No se preocupen, mis subordinados centinelas y yo nos encargaremos de solucionar el problema –añadió la vidente, y luego se dirigió a Jack, quien en ese momento estaba siendo escoltado por Rudy y sus compañeros–. ¿Me ayudarás? –ella le preguntó. Jack asintió sin dudarlo, pues era la primera vez que sentía que alguien lo apoyaba sinceramente en su lucha por el bienestar de sus paisanos. Eso lo hizo muy feliz.

–Pero Alanis, Jo nos dijo que los centinelas no tenían permitido intervenir en los asuntos de un país, a menos que cuenten con la autorización de las autoridades locales –le increpó Lucrecia.

–Es verdad –contestó Alanis–. Pero también es cierto que nosotros los centinelas tenemos una excepción a esa regla: cuando percibimos que esas autoridades locales están ensombrecidas por el velo de la corrupción, nosotros no tenemos ninguna obligación de respetar su autoridad.


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