Capítulo 2: La interesante sociedad de los humanos
El recorrido fue hacia el sur y por la orilla del río que atravesaba el bosque. Después de salir de la arboleda seguía una enorme pradera, repleta de áreas de cultivo y grandes mansiones campestres. Durante todo el trayecto Rudy se pasó preguntando y Oliver explicando todo acerca de los humanos, de sus ingeniosos inventos, como por ejemplo las armas y los trenes, y sobre otras cosas sobre las cuales Rudy tenía grandes dudas.
–Oliver, entonces… ¿tú solo vives con tu hija Scarlett?
–Así es –contestó Oliver–. Mi esposa murió tras dar a luz, de modo que mi hija es la única familia que me queda. Ella tiene 13 años, por lo que pienso que se podrá llevar bien contigo.
–Ya veo, y, ¿en verdad es ciega? ¿Cómo los topos?
–Ella no es ciega, puede distinguir las cosas, aunque con poca precisión. ¡Te lo advierto, no la fastidies con eso, porque si me entero de que has hecho sentir mal a mi hija, te juro que lo lamentarás!
–Tranquilo, tranquilo, Oliver. Ya estás tan cascarrabias como Azor.
–Mira, allí esta Acasville –de pronto señaló Oliver, y apresuró el paso.
Rudy lo siguió por un camino de piedras construido cerca a la orilla del río, el cual seguía su curso por el medio del pueblo, cuyas calles se conectaban entre sí por numerosos puentes. Acasville era un pueblo tradicional, sus edificios estaban construidos al estilo medieval, y por todo él se podía oír bulla producto de los comerciantes y los pobladores que circulaban por las angostas callejuelas.
Rudy nunca antes había visto tanta gente junta, ni había oído jamás un bullicio similar, por lo que cuando entró al pueblo, en un inicio se sintió un tanto perturbado y mareado. Sin embargo, al poco rato se recuperó, y su curiosidad por tantas novedades que veía por primera vez en su vida lo hizo separarse de Oliver, quien en un inicio no se percató de la desaparición de su acompañante.
–Vaya, cuanta comida reunida en este lugar –se dijo Rudy con asombro una vez llegó al mercado del pueblo–. Frutas, carne de todas las variedades; ¡este lugar es increíble!
Rudy cogió una manzana y se dispuso a continuar con su camino, cuando en eso una malhumorada señora lo detuvo y exclamó: “¡son diez escudos!”. El muchacho se quedó extrañado y sin comprender lo que quería decir la señora, por lo que simplemente le dedicó una sonrisa y luego se alejó.
–¡Si no pagas tendré que llamar a la policía! –exclamó la señora luego de sujetar con fuerza el brazo de Rudy.
–Oh, oh… ya lo recuerdo –Rudy dio una mordida a su manzana–. Oliver me dijo que los humanos necesitan de dinero para poder obtener cosas.
–Qué bueno que lo sepas, ¡así que ahora págame y no me sigas haciendo perder el tiempo, mocoso!
–Lo siento, pero no tengo dinero. Supongo que te tendré que devolver la manzana.
–¡¿Devolver?, si ya te has comido como la mitad! ¡Me pagas o te meterás en serios problemas! –protestó la señora.
Rudy no sabía qué hacer. Al final, lo único que se le ocurrió en ese momento fue buscar a Oliver, pero este no estaba por ningún lado. “¡Oliver, ¿dónde estás?, necesito dinero!”, gritó Rudy, pero no obtuvo respuesta.
La señora del puesto de frutas ya estaba por llevarlo a la comisaría, cuando de forma providencial una muchacha como de la edad de Rudy la detuvo y le pagó por la manzana. La joven tenía el pelo rojo como la sangre y sus ojos eran de un celeste muy claro. Ella era muy hermosa.
–Gracias por ayudarme –dijo Rudy mientras acababa su manzana.
–¡¿No sabes que es de mala educación hablar con la boca llena?! –le recriminó la muchacha.
–Lo siento. Por cierto, mi nombre es Rudy, te agradezco por haberme ayudado –dijo el muchacho, y acto seguido escupió un par de pepas.
–¡Qué asco! –exclamó la joven–. Encima casi me caen.
–Pero si apunté bien lejos de ti –indicó Rudy–. ¿Acaso estás ciega?
–¡¿A quién le has dicho ciega, maldito fenómeno?! –bufó la muchacha y pegó un fuerte puñetazo con toda la intención de derribar a Rudy, pero con tan mala puntería que impactó contra una caja de frutas.
–¡Ay mi mano, como me duele! –se quejó la muchacha–. ¡Esquivaste mi golpe, pero te juro que a la segunda no fallaré, maldito malagradecido!
–¿Qué lo esquivé? Esta chica definitivamente esta ciega… ¡un momento! ¿Ciega? ¿Acaso será…?
La muchacha aún estaba sobándose el área dañada, cuando en eso Rudy se le acercó y le sujeto la mano afectada con delicadeza.
–¿Eres Scarlett, la hija de Oliver? –él le preguntó.
–¡Lo sabía!, tú eres el niño salvaje del que me comentó mi padre ayer –respondió la muchacha, no sin antes soltar una violenta patada, que en esta ocasión sí dio en el blanco.
–¡Ayayay!... ¿Oliver te habló de mí? –preguntó Rudy mientras se sobaba la pierna que había recibido la feroz coz.
–Verás, ayer mi padre me contó que salvó de unos cazadores a un león parlante y a un niño vestido con pieles, y luego me comentó que tenía la corazonada de que ese niño era el hijo de su difunto amigo Rudy Craft. Lo sabía, apenas te vi supe que tú eras ese niño.
–¡¿Lo sabías?! ¿Cómo, si es la primera vez que nos conocemos? –preguntó el muchacho extrañado.
–Muy simple, ¡te reconocí de inmediato porque eres el único idiota que viste un ridículo traje de pieles!
–Vaya, así que no eres tan ciega, después de todo –murmuró Rudy.
–¡¿Me has vuelto a llamar ciega?! ¡Te voy a destrozar! – explotó Scarlett totalmente fuera de sí.
Rudy cerró los ojos y esperó lo peor, pero tras aguardar un rato sin que nada ocurriese los abrió y se dio con la grata sorpresa de que Oliver había llegado justo a tiempo para detener a su hija y así evitar que esta lo masacre.
–¡Rudy idiota, te advertí que no fastidiaras a mi hija o lo lamentarías! –Oliver lo reprendió en tono serio.
–Creo que sí me lo dijiste…
–Bueno, por ser tu primera vez, el castigo que te daré no será tan grave.
–¿Castigo? ¿Cuál castigo? – Rudy tragó saliva.
–Ya lo sabrás…
Llegó el anochecer, y tras una ardua tarde subiendo y bajando cargas de las embarcaciones que llegaban al pequeño puerto del río del pueblo, Rudy regresó a la morada de Oliver. La casa estaba ubicada al norte del pueblo, era de construcción simple, con tejado rojo, al igual que la mayoría de viviendas del pueblo, y su fachada estaba iluminada por un farol ubicado en medio de una angosta callejuela, cuyo fuego generaba sombras danzantes en los alrededores.
–¿Dónde está Scarlett? –fue lo primero que preguntó Rudy apenas entró a la vivienda.
–Está en el patio trasero extendiendo unas mantas –contestó Oliver–. ¿Por qué? ¿Quieres disculparte con ella?
–No, en realidad quería preguntarle porque le molesta tanto que la llamen ciega.
–¡Serás retrasado! ¡¿Cómo se te ocurre preguntarle eso?! – replicó Oliver.
–Lo siento…
–¡Ah! Ella se muestra fuerte ante la gente… pero la verdad es que en el fondo siente mucha tristeza por la extraña enfermedad que aqueja a sus ojos. Yo sé que le afecta mucho cuando le dicen algo relacionado con su problema. Sin que ella lo note, yo la he visto varias veces llorando por ello…
–¡JAJA! ¡¿La espías?, de seguro ella ni cuenta se da! –rio Rudy–. ¡Claro, a menos que tenga buen oído y olfato…!
–¡Ya basta! ¡¿Es que no entiendes, o lo haces a propósito?!
–¡No! No, lo siento, en verdad no me di cuenta de lo que decía…
–Bueno, ya no importa, solo evita fastidiar a mi hija con cualquier cosa relacionada a su vista.
–Oliver, ¿y no hay alguna forma de que ella tenga una vista normal?
–La he llevado con los mejores médicos, pero ninguno ha podido hacer algo por mi hija. Para ella es inútil usar lentes; según los especialistas su enfermedad es un caso jamás antes visto. Lo he pensado por mucho tiempo, y la única solución que he encontrado es… bueno, la verdad es algo difícil…
–¿Qué es lo difícil? ¿Cuál es la forma? –preguntó Rudy muy intrigado.
–¡Al diablo! Ya lo decidí, ella ira a la Academia de Centinelas de la República, esa es la única manera –de pronto Oliver sentenció totalmente convencido.
–¿Ser un centinela es la única forma? Que solución tan extraña.
–Lo que se aprende en la Academia de Centinelas es lo que puede ayudar a mi hija a mejorar su vista.
–¿En serio? ¿Y qué es lo que te enseñan en esa academia?
–Lo sabrás cuando vayas allá –contestó Oliver–. Oh, y al respecto, prométeme que en la academia cuidarás de mi hija.
–Sí, claro. Lo prometo, Oliver
–¿De qué estaban hablando? –preguntó Scarlett, quien acababa de entrar a la sala en la que se encontraban Oliver y Rudy.
–Oh, de nada, solo le estaba preguntando a Rudy como le fue con su castigo.
–No te preocupes, Oliver, cargar esos bultos no fue nada para mí. Por el contrario, me sentí muy bien cuando los cargadores del puerto me agradecieron por haberlos ayudado en su trabajo…
–Oye Rudy –lo interrumpió Scarlett–. ¿No te gustaría recibir un agradecimiento más, pero de mi parte?
–¡Claro que sí! –contestó amablemente Rudy.
–Bueno pues entonces… ¡empieza por disculparte por lo de la mañana! –vociferó la muchacha.
Rudy se asustó al oír este reclamo, y durante toda la cena se pasó suplicándole perdón a una a simple vista enfurecida Scarlett, pero que en el fondo estaba riéndose a carcajadas por lo tonto que se veía Rudy en esos momentos.
Pasaron tres años desde que Rudy se fue a vivir con los Simons (así apellidaban Oliver y su hija). Durante todo este tiempo, Rudy fue obligado por Oliver a asistir a la escuela del pueblo, en donde al principio le costó adaptarse, aunque luego terminó por acostumbrarse y forjar buenas amistades. Al mismo tiempo, su estancia con los Simons hizo que estos terminen por quererlo y considerarlo un miembro más de la familia, a pesar de que a veces Rudy los sacaba de sus casillas con sus ocurrencias y travesuras.
Una soleada mañana los Simons y Rudy se encontraban navegando hacia el norte. Durante el trayecto pasaron por varios pueblos ubicados a lo largo del río. Finalmente, tras una larga travesía, llegaron a su destino, la capital y ciudad más grande de todo el país de Rasdel: Idlania.
Idlania era una ciudad hermosa ubicada en medio de un lago. Sus calles estaban surcadas por canales de agua, sobre los que botes y pequeñas embarcaciones llevaban a las personas de uno a otro punto de la ciudad. Los edificios eran de color blanco y con techos color rojo, en tanto que los monumentos, parques y plazas eran ostentosos lugares muy hermosos y dignos de ser admirados.
–¡Miren esa estatua, es enorme! –señaló Rudy desde el bote en el que también iban Scarlett y Oliver.
–Ya deja de asombrarte por todo –le replicó Scarlett–. ¡Me exaspera!
–Compréndelo, hija, es la primera vez que Rudy viene a una ciudad tan grande y majestuosa –dijo Oliver.
–Ya vamos a llegar a la estación –dijo el dueño del bote–. Son 100 escudos.
Oliver pagó la cantidad que le pidió el navegante, y luego, junto con Rudy y su hija, entró a la estación, que era enorme y en esos momentos estaba abarrotada de gente. Los tres caminaron por un buen rato hasta que se detuvieron frente a un tren.
–¿Qué hacemos acá? –preguntó Rudy–. ¿Acaso no se supone que por fin iríamos a la Academia de Centinelas?
–Ay, pero que ignorante –se lamentó Scarlett–. Por si no lo recuerdas, te dijimos que la Academia de Centinelas se encuentra en Ciudad Capital, es decir, ¡a miles de kilómetros de aquí!
–Hija, Rudy, me despido, pues debo regresar lo más pronto posible a cubrir mi puesto en el bosque de Acasville –dijo Oliver–. Una colega los estará esperando cuando lleguen a Ciudad Capital, así que no se preocupen por nada.
Rudy y Scarlett se despidieron de Oliver y luego abordaron el tren. Durante un rato más ambos pudieron observar por la ventana a Oliver y a un montón de gente que se despedía de sus seres queridos, hasta que tras un agudo silbato y una violenta salida de humo por la chimenea de la locomotora el tren inició su marcha rumbo a Ciudad Capital.
El tren atravesó un largo puente de fierro que conectaba Idlania con tierra firme, y luego continuó su recorrido por los bosques del norte.
–¡WOW! ¡Los trenes son geniales! –exclamó Rudy–. Me encanta el sonido de su motor, como sale el humo por su chimenea, como avanza velozmente sobre los rieles…
–Qué bueno que te gusten, porque en este tren pasaremos un largo rato –sonrió maliciosamente Scarlett.
–¿Largo rato? ¿A qué te refieres? –preguntó Rudy extrañado.
–Pues verás, para llegar a Ciudad Capital primero tenemos que atravesar dos países –contestó Scarlett–. Es por eso que el viaje tarda como dos días.
–¡¿Estaré dos días encerrado en este compartimento?! –replicó Rudy un tanto nervioso.
–Creo que alguien aquí es claustrofóbico –rio Scarlett.
–¡Malvada, encima de mi desgracia me ofendes con insultos rebuscados! –replicó Rudy ofendido y a la vez nervioso por la idea de pasar tanto tiempo encerrado en el tren.
Los dos días de viaje se tornaron una pesadilla insoportable para Rudy. Él, que había estado acostumbrado a la amplitud del bosque y a estar en constante movimiento, en el vagón del tren se sentía peor que un águila enjaulada.
Llegó el amanecer del tercer día de viaje, y Rudy, muy inquieto, comenzó a remoler a su compañera, quien en ese momento dormía plácidamente.
–Oye Scarlett, despierta –él le dijo–. Ya han pasado dos días desde que inicio nuestro viaje, ¿a qué hora vamos a llegar a Ciudad Capital?
–No lo sé, ya nos avisará el encargado –murmuró Scarlett de mala gana, y luego se volteó para seguir durmiendo.
–No sé por qué quieres tener buena vista, si todo el tiempo te la pasas durmiendo –murmuró Rudy, pero, para su mala suerte, la que él pensó que aun dormía y no oiría su comentario despertó sorpresivamente y le lanzó con gran violencia su zapato.
–¡Creí que estabas dormida! –se quejó Rudy, aún adolorido por el zapatazo que recibió en la cabeza.
–En efecto, estaba dormida, pero, para tu mala suerte, tengo un sentido extra que me despierta de inmediato cuándo un idiota merece ser golpeado.
Al mediodía por fin los muchachos llegaron a Ciudad Capital. Todos los pasajeros esperaron en sus asientos hasta que el tren se detuviera por completo, bueno, todos con excepción de Rudy, quién apenas oyó que ya estaban por llegar, tomó sus pocas pertenencias del compartimento del techo, y luego se dirigió a toda carrera hacía la puerta de salida del vagón, la cual, obviamente, no se abrió a pesar de las patadas y puñetazos que el muchacho le propinó.
La estación, que era mucho más grande que la de Idlania, estaba llena de gente y de un bullicio ensordecedor.
–Qué vergüenza, no quiero ni imaginarme lo que habrán dicho los demás pasajeros luego de tu infantil cantaleta en la puerta del vagón –se lamentó Scarlett.
–No sé de qué te quejas tanto –le replicó Rudy–. Más bien deberías agradecerme por haber apurado a que abran la puerta. Estoy seguro de que todos querían bajarse de una buena vez de ese maldito tren.
–Me rindo –suspiró Scarlett–. No tienes remedio.
Ambos adolescentes estaban en estas discusiones, cuando una mujer que vestía la misma capa con capucha que llevaba Oliver cuando conoció a Rudy los detuvo.
–Mi nombre es Anastasia –se presentó la mujer, una treintañera de pelo rubio recogido con un gancho, y que debajo de la capa con capucha vestía un uniforme militar color plomo y adornado con cordones, charreteras e insignias doradas–. Supongo que ustedes deben ser Scarlett y Rudy.
–¿Nos conoces? –preguntó Scarlett extrañada.
–Su padre me encargó recogerlos de la estación –sonrió Anastasia–. Es gracioso, me dijo que los reconocería al instante, y vaya que sí los reconocí.
–¿En serio te dijo eso? ¿Y cómo nos describió? –preguntó Scarlett–. Pues para habernos reconocido tan rápido, mi padre debió de haber sido muy preciso.
–De hecho, lo único que me dijo fue que fuera hacia donde viera a una joven pelirroja discutiendo con un muchacho de aspecto salvaje– rio Anastasia.
Los tres avanzaron hacia la salida, y durante todo el trayecto Anastasia no dejó de observar a sus acompañantes. Al mismo tiempo, en su mente ella comenzó a rememorar cierta conversación que había tenido con Oliver hace un año, cuando este último se apareció sorpresivamente en el cuartel general de Ciudad Capital.
–¿Vas a inscribir a tu hija en la Academia de Centinelas? –le preguntó Anastasia–. ¡Lo oigo y no lo creo! ¿Acaso tu no siempre decías que ni loco dejarías meterse a tu hija en algo tan difícil y peligroso?
–Lo decía porque ella iba a estar sola, sin nadie que le cuide las espaldas –contestó Oliver–. Pero ahora ya hay alguien que se encargará de eso.
–¿El niño que conociste en el bosque?
–Se llama Rudy, y es hijo de un gran amigo. Y sí, él es quien cuidará de mi hija.
–Pero, ¿no me contaste que siempre para peleando con tu hija, y que además es muy indisciplinado e inmaduro?
–Tal vez todo eso sea cierto, pero desde que mi hija lo conoció algo ha cambiado en ella. Ahora siento que ella posee más determinación y fortaleza. Aunque no lo quiera admitir, yo como padre la conozco muy bien y he notado que se siente capaz de todo cuando Rudy está cerca.
–WOW, ¡Esto sí que es increíble! Es la primera vez que conozco un padre que le deja el camino tan fácil al pretendiente de su hija.
–¡Él no es su novio! Simplemente es su guardián, maldita lengua larga.
–Vamos, no te exaltes, que solo fue una broma…
De vuelta al presente. Anastasia miró por décima vez a los muchachos, y luego una disimulada sonrisa se dibujó en su rostro.
Tras salir de la estación de tren Rudy quedó muy impresionado al contemplar Ciudad Capital. Grandes avenidas dividían enormes bloques de edificios que se elevaban hacia el cielo como titanes de concreto. Faroles de finos acabados compartían las aceras con multitudes de personas que iban de un lado para el otro. Por las pistas de adoquines pasaban elegantes carrozas, militares montados en caballos, e incluso a veces pequeñas compañías de soldados, todos los cuales vestían el mismo uniforme que Anastasia llevaba bajo su capa con capucha.
–¡Increíble! Ciudad Capital es enorme –comentó Rudy muy emocionado.
–Por algo es la capital del mundo –sonrió Anastasia.
–Conocida como la ciudad de la paz –intervino Scarlett–, debido a que su fundación marcó el inicio de una época en la que los países del continente optaron por dejar de lado sus diferencias y se unieron en una única república global, para así mantener la paz del mundo.
–Con tantos militares rondando por sus calles me resulta gracioso que digas que Ciudad Capital es la ciudad de la paz –señaló Rudy.
–Es el ejército de la República, quienes junto con nosotros los centinelas se encargan de velar porque se mantenga la paz y la justicia en todos los países de la alianza –explicó Anastasia.
–Ya veo –asintió Rudy.
Anastasia llevó a los muchachos hacia una carroza que tenía en sus puertas el escudo de la República, el cual consistía en quince alas dispuestas en torno a un sol dorado. Los tres entraron, luego de que Anastasia le dijo al militar que la conducía que se dirija hacia el cuartel general. Apenas oyó que las puertas del vehículo se cerraron, el militar arreó a los caballos y el transporte se puso en marcha.
Al mirar por la ventana, Rudy pudo darse cuenta de que, a pesar de su enormidad y de la cantidad de personas que circulaban por ella, Ciudad Capital era una ciudad muy ordenada. También observó que las personas que pasaban por los alrededores iban vestidas de las más variadas formas. Rudy vio desde elegantes caballeros con sombrero de copa y traje y damas con sombrillas y coloridos y elaborados vestidos, hasta humildes personajes que llevaban puestas ropas desteñidas y harapientas. Y, para variar, en cada esquina siempre podía distinguir a algún uniformado montando guardia, ya sea militar o de la policía.
La arquitectura de los edificios resultaba de lo más variada, aunque la que más predominaba era el gótico. Por todos lados había bloques de departamentos de hasta siete pisos, en algunas de cuyas ventanas se podían ver personas moviéndose. La ciudad también contaba con grandes parques ubicados en medio de la selva de edificios, cuyo verdor contrastaba vivamente con el gris de las construcciones de sus alrededores.
Cuando la carroza finalmente se detuvo, Anastasia y sus acompañantes bajaron de esta y se encontraron en un amplio patio rodeado por murallas, sobre las cuales habían distribuidas varias torres de vigilancia. En tanto, en el centro del patio se erigía un monumental edificio, en cuya cima colgaba una enorme bandera roja con bordes dorados y el escudo de la República en el medio.
Los muchachos ingresaron al edificio, atravesaron un gran salón sostenido por gruesas columnas, luego cruzaron pasillos, doblaron esquinas, y, finalmente llegaron a un corredor por el que avanzaron hasta salir a un patio interior. En el camino, todos los militares que se encontraron con Anastasia se detuvieron y le dirigieron un respetuoso saludo militar.
–Vaya, al parecer los centinelas son muy respetados en el ejército –comentó Rudy una vez que llegaron al pequeño patio.
–La gran mayoría de los que postulan a la Academia para Centinelas lo hacen por los beneficios y el estatus social que ser un centinela les otorga, pero déjenme decirles que aquí los que tienen esa mentalidad jamás lograrán lo que buscan –sentenció Anastasia.
–Eso no me importa en lo absoluto, lo único que yo quiero es aprender a usar el halo –aclaró Scarlett.
–Así que estos jovencitos están ansiosos por dominar el ancestral arte del halo –rio una ronca voz que pertenecía a un anciano de fino mostacho y blanca cabellera, quien vestía el mismo traje que Anastasia–. Solo espero que, una vez lo aprendan, lo usen en favor de los demás –él agregó.
–Comandante Gomis. ¿Cómo está usted? –lo saludó cortésmente Anastasia–. Permítame presentarle a…
–Que gracioso el bigote de este anciano –interrumpió Rudy riéndose–. Parece un colgador de ropa.
Al oír estas palabras, Anastasia y Scarlett le dirigieron a Rudy sendas miradas fulminantes, aunque grande fue la sorpresa de ambas cuando el comandante comenzó a reír a carcajadas.
–Eres muy simpático, amiguito. ¿Cuál es tu nombre? –preguntó el comandante.
–Me llamo Rudy, y ella es Scarlett.
Los cuatro se quedaron charlando por un buen rato. Al final de la conversación, Rudy y el comandante Gomis ya se habían hecho buenos amigos.
–Que ocurrente eres, Rudy –dijo el comandante–. Nunca conocí a alguien tan gracioso.
–Querrá decir alguien tan idiota –murmuró Scarlett.
–¡¿Qué has dicho?! –le reclamó Rudy indignado.
–Bueno muchachos, yo ya me tengo que ir –se despidió el comandante Gomis–. Suerte en su examen de selección, de todo corazón espero que puedan ingresar a la academia.
Rudy y las chicas se despidieron del comandante, y una vez que este se fue, de inmediato una intrigada Scarlett le preguntó a Anastasia por las últimas palabras que había mencionado el anciano.
–El examen de selección es necesario –explicó Anastasia– debido a que cada año son muchos los que quieren ingresar a la academia. Con este examen simplemente nos aseguramos de que ingresen los más aptos. Rudy y sobretodo Scarlett mostraron unas caras de preocupación, por lo que Anastasia rápidamente les aclaró que el examen no era tan difícil como ello se lo podrían estar imaginando.
–No te preocupes, Scarlett, estoy seguro de que en unos días los dos estaremos estudiando en la academia –Rudy animó a su amiga.
–Hay que apurarnos –indicó Anastasia–. Deben ir a firmar unos documentos en los que se confirma su inscripción al examen. Precisamente por esa razón es que los he traído al cuartel.
Como a las dos de la tarde, los muchachos recién salieron del cuartel: la cola para la inscripción al examen había sido larguísima.
–Eso fue muy aburrido, Anastasia –se quejó Rudy–. Y encima nos abandonaste, que cruel.
–Tenía trabajo que hacer –se excusó Anastasia–. Pero para que vean que soy buena los invitaré a almorzar a mi casa. Oh, y por cierto, podrán quedarse allí hasta que empiecen las clases.
–Pero, y ¿si no aprobamos el examen? –preguntó Scarlett un tanto compungida.
–Eres la hija de un gran centinela, estoy segura que has heredado su talento y por lo tanto esta prueba será para ti pan comido –la animó Anastasia.
–¿Y yo? –preguntó Rudy–. ¿Crees que yo aprobaré?
–¿Tú? Bueno, sí, claro. ¿Por qué no? –contestó Anastasia, aunque esta vez con un tono menos seguro.
Anastasia vivía a la vuelta del cuartel, en el cuarto piso de un edificio de departamentos. Cuando los muchachos entraron al apartamento de Anastasia se encontraron con un lugar pequeño, pero muy acogedor.
–Mamá, ¿Quiénes son ellos? –preguntó una niñita de pelo rubio recogido en colas, y que llevaba un vestido color rosa.
–Son Rudy y Scarlett, unos amigos que se quedarán aquí por unos días –contestó Anastasia con una sonrisa–. Muchachos, ella es mi hija Kathreen.
Ni bien los muchachos terminaron de saludarla, intempestivamente un hombre vestido de militar salió de una habitación cercana y apuntó con su pistola a Rudy y Scarlett.
–¡No se muevan, intrusos, o les irá muy mal! –él exclamó.
–¡Tiene una pistola! –gritó Rudy mientras se dirigía a toda velocidad a esconderse detrás de un mueble.
–Que gracioso, Rudy, sí claro, una pistola –gruñó Scarlett mientras movía la cabeza en señal de desaprobación.
–Oye niña, ¿acaso no vez que te estoy apuntando con una pistola? –le preguntó el hombre extrañado.
–Ya basta, Eusthace –intervino Anastasia–. Rudy, Scarlett, me avergüenza decirlo, pero este hombre que ven frente a ustedes haciendo el ridículo es mi esposo, el teniente Eusthace Parker.
–No se asusten muchachos, todo fue una broma –rio Eusthace, un hombre de mediana estatura y de pelos cortos y parados.
–Entonces, ¿realmente nos estaba apuntando con una pistola? –preguntó Scarlett un tanto desconcertada–. Pensé que era un bolígrafo.
–Claro que sí nos apuntó con un arma, Scarlett –rio Rudy–. Pero tienes suerte de ser ciega; te libraste del susto…
–¡No soy ciega, maldito idiota! –replicó Scarlett, y le dio a Rudy un violento puñetazo que lo tumbó al piso–. Solo soy un poquitín corta de vista –ella agregó entre dientes.
–Vaya, vaya, esta jovencita sí que se hace respetar –comentó Eusthace.
–Mamá, mamá, ¿yo también puedo jugar a la lucha con tu amigo? –preguntó inocentemente la pequeña Kathreen.
Anastasia miró a Rudy, quien aún yacía en el suelo, y asintió con una sonrisa maliciosa.
–Que malvadas, las tres se confabularon contra mí –se quejó Rudy mientras, aún adolorido, se encontraba almorzando con los demás.
–Así son las mujeres, estimado Rudy, por eso nunca debes ganarte problemas con ellas –le aconsejó Eusthace.
–Qué bueno que sepas eso, Eusthace –intervino Anastasia–. Por cierto, ¿hiciste lo que te encargué esta mañana?
–¿Para qué hablé? –se lamentó Eusthace ante las risas de los demás.
A la mañana siguiente, luego de recibir todo tipo de consejos y palabras de ánimo por parte de los esposos Parker, Rudy y Scarlett se enrumbaron hacia el Cuartel General, en donde les estaba esperando el primer reto en su meta de llegar a ser Centinelas de la República: el temido examen de selección.
Una larguísima cola que se extendía hasta la esquina trasera de las afueras del Cuartel General les esperaba a Rudy y Scarlett ni bien llegaron al lugar.
–Increíble, no pensé que tantas personas quisieran ser centinelas –comentó Rudy.
–Ya has oído que la mayoría quiere obtener el título solo por los beneficios y el estatus –exhaló Scarlett.
–Estás equivocada –intervino un joven alto, fornido y de cabellera dorada recogida en una trenza, quien estaba detrás de ellos en la cola–. Estoy seguro de que todos aquí quieren obtener el título porque anhelan la paz mundial. Yo, por ejemplo, tengo como mi más ferviente deseo que todos los humanos vivamos como una sola raza, libres de guerras, de tensiones…
–Tu voz es tan agradable, y puedo notar que eres alto –interrumpió Scarlett–. Estoy segura de que debes de ser muy guapo…
–¿Debo de ser? –sonrió extrañado el muchacho–. ¿Acaso no puedes verme?
–Jajaja, claro que no puede verte, si Scarlett es más ciega que un topo –intervino Rudy con tono burlón, pero al instante soltó un alarido de dolor producto del fuerte puntapié que recibió en la canilla por parte de su compañera.
–No le hagas caso, Rudy es un imbécil –dijo Scarlett–. Por cierto, ¿Cómo te llamas?
–Clark Bale –se presentó el muchacho.
La cola avanzaba con lentitud. Ya eran como la una de la tarde, y Rudy y sus acompañantes recién se encontraban en el patio principal del cuartel.
–Vaya, por fin nos encontramos dentro del cuartel –suspiró una agotada Scarlett.
–Oye, chico de la trenza, y… ¿sabes porque hay tantos soldados en la ciudad? –preguntó Rudy–. ¿O es que acaso ser soldado es un trabajo muy común?
–Se llama Clark –lo corrigió Scarlett.
–No te preocupes, Scarlett, no me molesta que me llame así –sonrió Clark–. Y, Rudy, respecto a tu pregunta, la ciudad se encuentra resguardada por los militares debido a que existen muchos grupos terroristas que siempre tratan de cometer atentados en la ciudad.
–¡¿Qué?! ¿Acaso están locos?
–Son nacionalistas extremos –contestó Clark–. Ellos piensan que la alianza solo es un embuste que impedirá el desarrollo de sus países.
–Ya veo –asintió Scarlett.
–No entendí nada –Rudy admitió resignado.
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