Capítulo 10: ¿Una mesera fuera de serie? ¡El nuevo trabajo de Mandy!

 


Cuando sabes que has hecho algo malo, inevitablemente la consciencia te susurra: “¡debes reparar tu error!”. Y mientras no lo hagas, sientes una presión en tu pecho que no desaparecerá hasta que el daño haya sido reparado. ¡Rayos! Yo ahora mismo estoy sintiendo esa fea presión, y todo por culpa del padre de Xian. Se los explicaré, todo sucedió la tarde de ayer cuando fui a entrenar al gimnasio Chìbǎng. Acabado el entrenamiento le dije a Xian si podía acompañarme a la tienda a comprar algunas cosas que mi mamá me encargó. Normalmente él no tiene ningún problema cuando le pido esta clase de favores, pero en esta ocasión me dijo que le sería imposible. “¿Por qué?”, obviamente, le pregunté yo. “Estoy castigado”, fue su triste respuesta. Resulta que su padre hasta ahora no olvida lo sucedido con la antena del techo, ya saben, ese pequeñísimo incidente con la piedra… Yo le expliqué que todo lo hice para recuperar la banderola de Jet, pero por lo visto el señor Chìbǎng no entiende razones. Así que, resumiendo, el pobre de Xian ha sido castigado por mi culpa, y… ¡ah! Yo ya no quiero seguir soportando esta horrible presión que aqueja mi pecho, así que he decidido pagarle al padre de Xian lo que le costó la reparación de la antena. No le he dicho nada a Xian ni a su padre de mi decisión, pues prefiero esperar a tener el dinero primero. El problema ahora es que, ¿de dónde miércoles se supone que voy a sacar el dinero? Por lo visto mi única alternativa es buscarme un trabajo de medio tiempo. Ojalá encuentre uno que se adecue a mis expectativas, ya saben: pago de horas extras, horarios flexibles, horas de descanso, buen sueldo, que sea poco estresante, ambiente agradable, que quede cerca de mi casa y otras minucias más.

***

“Picantería y heladería Jorita”, el nombre del restaurante en el que trabajaba Carmen, la chica vestida de characatita, estaba cincelado en un rústico letrero de madera colocado encima de la puerta doble que daba acceso al establecimiento. El edificio era de dos plantas y estaba hecho de sillar, el mismo material de las demás viviendas ubicadas en aquella tradicional callejuela del barrio.  

Domingo por la mañana. El sol aun no terminaba de salir en el horizonte, cuando a la calle salió una aun somnolienta Carmen. Ella no se había hecho sus características trenzas en la cabeza, por lo que su pelo lo llevaba suelto y algo desordenado, clara señal de que acababa de levantarse. En la mano derecha Carmen portaba una escoba, y en la izquierda una cubeta de agua.  

¡SPLASH! Carmen vacío el agua de la cubeta sobre la acera de delante de la fachada de su restaurante. A continuación, se puso a barrer. –¡Uuuhaaa! –Carmen interrumpió su labor para soltar un bostezo, en tanto se estiró cual una felina. Se frotó con los puños los ojos tras dejar por un momento su escoba apoyada en la pared–. Trabajo y más trabajo… mis padres son unos inconscientes; ellos creen que encargarse de la cocina es lo único que importa para sacar adelante un restaurante. ¡¿Y lo demás qué?! ¿Quién vigila el puesto de queso helado? ¿Quién atiende las órdenes? ¿Quién limpia? ¿Quién tiene que llevar las cuentas a las mesas y cobrar? ¿Quién cuadra la caja? ¡No puedo hacerlo todo yo sola! ¡Ya estoy harta! Cielos, a este ritmo terminaré luciendo como una anciana a los veinte años… lo intentaré de nuevo. Sí, volveré a insistirles a mis padres para que contraten a alguien que me ayude. Vamos, que con una sola persona me será más que suficiente...

 –¡Dios, ayúdame a convencer a los cabezas dura de mis padres! –Carmen elevó las manos al cielo.

Una vez terminó de limpiar, Carmen cogió el cubo y la escoba, y se metió a la casa, cerrando la puerta tras de sí. Llegó al patio que quedaba detrás de la cocina. En un pequeño almacén ubicado debajo de las gradas que daban al segundo piso, guardó la escoba y el balde. Dirigió la vista al cielo y soltó un largo suspiro. Interpuesto entre sus ojos y la vasta bóveda celeste, un cordel del que colgaban pedazos de carne cruda cruzaba el patio de un extremo al otro. –Qué remedio, esta es la vida que me ha tocado –Carmen volvió a suspirar, y a continuación subió las gradas que daban al segundo piso, en donde ella y sus padres vivían.

–¡Hija, te tenemos una sorpresa! –apenas Carmen abrió la puerta que daba acceso a la sala, se encontró con sus padres, quienes la esperaban sentados sobre un sofá.   

–¿Una sorpresa? ¿De qué se trata, mamá? –Carmen preguntó. “Ojalá me digan que cerrarán el restaurante el día de hoy, por favor que sea eso…”, ella rogó para sus adentros.

–Desde hace mucho nos vienes insistiendo para que contratemos a alguien que te ayude en las labores del restaurante –habló su padre–. Tu madre y yo lo hemos discutido bastante, y hemos concluido que, si bien hasta el momento has cumplido muy bien con tu trabajo, la labor es muy ardua para una sola persona. Es por ello que nos hemos decidido a contratar a alguien para que te ayude… 

–¡¿De veras, papá?! –Carmen se emocionó. Todo el sueño que tenía tras haberse levantado tan temprano se le esfumó de golpe. Tanto que había pensado sobre cómo hacer para que sus padres le hagan caso y por fin contraten a alguien, y ahora resultaba que antes de siquiera abrir la boca ellos ya le acababan de comunicar la buena nueva. “¡Hoy definitivamente es mi día de suerte!! ¡Por fin mi vida de Cenicienta se ha terminado!”, Carmen celebró para sus adentros–. ¡Gracias, papá, mamá, los amo!! –Carmen se lanzó a los brazos de sus padres y a ambos les brindó un fuerte abrazo.

–Por cierto –una vez Carmen se separó de sus padres, ella recién cayó en la cuenta de cierta cuestión–. ¿Cómo es esa persona que han contratado para que me ayude? ¿Es trabajadora? ¿Tiene buen trato? ¿Sabe del oficio?

–Veo que estas repleta de preguntas, hija –la mamá de Carmen sonrió.

–Queremos que sea una sorpresa para ti, Carmen –contestó su padre–. Por ahora solo te diremos que es una chica como de tu edad, muy enérgica y con muchas ganas de trabajar.

–¿Y cómo así la contrataron? ¿Es que ya la conocían de antes? –Carmen preguntó esta vez.

–Oh, no, no –la señora negó con la cabeza–. Ayer recién la conocí.   

–¡¿Recién la conociste ayer?! Pero, ¿y entonces cómo? ¿Cómo saben que es una persona trabajadora, que es alguien de confianza?

–Nuestro encuentro fue algo muy curioso, hija –explicó la señora–. Pero mejor que ella misma te lo cuente cuando se conozcan.

–¡Mamá! –Carmen se quejó.

–Solo te pido un poquito de paciencia, hija. Hoy mismo conocerás a nuestra flamante nueva contratación. A las once en punto la hemos citado para que venga a trabajar.

–Y, por cierto, hija. Esa persona estará bajo tu cargo. Tú heredarás el negocio algún día, por lo que como futura dueña ya debes ir aprendiendo a tratar con la gente que contrates. Así que no lo olvides, ella será tu completa responsabilidad.

–Tu padre tiene razón. Esta será una excelente experiencia para ti, para tu formación como futura dueña del restaurante “Jorita”.

–¿Yo seré su jefa? ¡Oh, Dios mío! Ni en mis mejores sueños me imaginé algo así, ¡no hay duda que este día será de lo mejor! –Carmen expresó con alegría.

Atardecer del día anterior. Con periódico en mano, Mandy deambulaba por el barrio de su casa. Iba con la cabeza gacha. Llegó al parque en el que solía ir a patinar con Max y sus demás amigos skaters. Ellos habían quedado en la mañana para ir a patinar, pero Mandy tuvo que declinar la invitación debido a que para esa mañana ya se había propuesto cierta misión. Con el sol oculto hasta la mitad en el horizonte, el día empezaba a desfallecer. Pronto anochecería. Mandy se sentó en una de las bancas del parque y soltó una resignada exhalación.  

–La calle sí que está dura –ella se lamentó–. No puedo creer que no haya disponible ningún trabajo para mí. Rayos, por más que he buscado y recontra buscado… nada de nada. Todo se arruina cuando me preguntan la edad. “No puedo contratar a una menor de edad”, me repiten como loros… ¡Rayos! Si no fuera porque me piden el DNI podría haberme aumentado unos añitos y todos contentos…

Mandy se puso de pie para regresar a su casa. Estaba muy cansada tras prácticamente todo el día habérsela pasado buscando trabajo. Enrolló el periódico y se lo fue pasando de mano en mano mientras avanzaba pérdida en sus pensamientos.  

Pasó frente a una tienda de abarrotes y se detuvo en la entrada. Ver las gaseosas expuestas en el congelador le hizo darse cuenta de lo sedienta que estaba.  

–¡Cielos! Qué sed que tengo… –Mandy rebuscó en sus bolsillos con la esperanza de hallar alguna moneda–. ¡Maldita sea! –presa de la furia, ella lanzó su periódico al suelo. En sus bolsillos solo había encontrado un pedazo gastado de papel higiénico y la envoltura vacía de un caramelo de limón.

–¿Un mal día? –en eso oyó la voz de una señora que le hablaba. Avergonzada, Mandy se purpurizó y se apresuró en levantar el periódico.

–Yo… no, este, lo siento, señora –ella se disculpó. La señora se echó a reír.  

–Tranquila, niña. Todo en esta vida tiene solución. No desesperes que ya verás que con esfuerzo y dedicación las cosas te saldrán bien.

–Es más fácil decirlo que hacerlo –Mandy hundió las manos en los bolsillos, y pateó una piedrecilla del piso.

–Si deseas puedes contarme tu problema. Tal vez yo pueda ayudarte…

–¡¿En serio me ayudará?! –Mandy tomó de las manos a la señora y la observó con los ojos brillándole esperanzados.

–No puedo ayudarte si no sé lo que te ocurre, linda –la señora volvió a reír.

–Necesito trabajar, señora –Mandy dijo–. Hay una deuda que debo de pagar, y mientras más pronto lo haga, mejor. ¡Pero por más que me he esforzado no encuentro ningún trabajo! ¡Todos dicen que no pueden contratar a una menor de edad, que necesitan a alguien con más experiencia, y no sé qué sarta de chorradas más! ¡Estoy harta! –Mandy desfogó toda la frustración que tenía guardada. La señora la miró impresionada–. ¡Oh! Cuanto lo siento, creo que me dejé llevar. Discúlpeme usted –Mandy realizó una ligera inclinación de cabeza y comenzó a alejarse.

–¡Jovencita, espera! –la señora la llamó, y fue tras de Mandy. Esta última detuvo su andar y volteó a ver qué era lo que ahora quería aquella señora.

–No se moleste en animarme, señora –Mandy dijo en tono desganado.

–Se nota que eres una niña muy trabajadora, linda. ¿Sabes? He oído de ti en el barrio, tú eres Mandy Carpio, ¿cierto? La famosa chica púrpura. Hace mucho que tenía ganas de conocerte.  

–¡Je! supongo que mi “fama” era de esperarse, dado mi actual aspecto…

–Pero no te desanimes, niña, que por eso no es para lo que te llamé. Lo que quiero decirte es que me alegra haberte conocido, pues he descubierto que eres una chica muy trabajadora y con muchas ganas de salir adelante, a pesar de la adversidad…

–Si lo dice por esto –Mandy se tomó la cabellera púrpura y la hizo rebotar en su mano–, ya me he acostumbrado a ser una atracción de circo…

–Iré al grano, niña. Quiero darte trabajo.

–¡¿Darme trabajo?! –Mandy no se lo podía creer–. ¿Lo dice en serio?

–Tengo un restaurante aquí en el barrio, y necesito una persona para que ayude a mi hija en las labores. Mi hija es como de tu edad, así que seguramente te llevarás bien con ella. ¿Qué dices? ¿Aceptas?

–¿Aceptar? ¡Por supuest…! Un momento –de forma repentina Mandy detuvo su algarabía–. ¡Ejem! No es que sea una avara ni mucho menos, pero sobre, ya sabe, la paga…

–¡Oh, no te preocupes por eso! –la señora agitó la mano–. Te pagaré cincuenta soles por jornada. Solo tendrás que trabajar sábados y domingos, desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde, ¿estás conforme?

–¡Recontra conforme!! –Mandy saltó de la alegría. Ella tomó de las manos a la señora y se las agitó con efusividad.  

–Toma –la señora sacó de su cartera un volante–. Aquí está la dirección de mi restaurante.

–¡Gracias, muchas gracias! ¡Le juro que no se arrepentirá de haberme contratado! –Mandy se guardó rápidamente el volante en uno de los bolsillos.  

–Nos vemos mañana, entonces –la señora se despidió.

–¡Adiós! ¡Adiós! –Mandy se alejó corriendo, toda ella destilando felicidad.

–Así que ella es la famosa chica púrpura, de la que todos los comensales del restaurante siempre hablan… con la mayor atracción del barrio trabajando para mí, estoy segura de que el éxito del negocio estará garantizado. Carmen, ¡eres una mujer muy lista! –la señora se auto elogió, y a continuación enrumbó hacia su casa.

Mañana del día siguiente.  

–¡Mierda, mierda! ¡No puede ser!! –Mandy bajó corriendo de su habitación y llegó a la cocina.  Se sentó y con la velocidad del rayo engulló su desayuno.

–Hija, ¿Por qué tan apurada? ¿Ha pasado algo? –la señora Susan le preguntó a su hija.

–Conseguí trabajo, mamá, pero ya se me ha hecho tarde. ¡¿Por qué nadie me despertó?!

–¿Trabajo? ¿De qué estás hablando? ¡No nos habías dicho nada! –la señora Susan se mostró contrariada.

–¿Dónde has conseguido trabajo? –le preguntó el señor Harold.

–¿La hermana tiene trabajo? ¿Igual que mamá? –preguntó Tabata.

–¡Yupi! Ahora la hermana también nos comprará golosinas y juguetes –Robin levantó los brazos.

“Qué idiota que eres, Mandy: ¡se supone que lo del trabajo era mi secreto y nadie podía saberlo! ¡Ay Dios, yo y mi gran bocota!”, Mandy se lamentó para sus adentros. Ella se tomó el mentón por un momento.

–¿Qué te ocurre ahora, hija? –preguntó la señora Susan.

–¡Tengo que irme! ¡Nos vemos! –Mandy se levantó de su asiento y corrió hacia la salida.

–¡Mandy, ¿A dónde vas?! –la señora Susan también se levantó de su asiento.

–¡A trabajar! ¡Cuando regrese les explico! ¡Ahora no puedo, que ya se me ha hecho tarde! ¡Adiós! –Mandy se despidió agitando la mano derecha, y salió de la casa, cerrando de golpe la puerta tras su salida.

–Mira la sorpresita que nos tenía guardada nuestra hija –la señora Susan volvió a su lugar.

–Cómo crecen nuestros niños –el señor Harold comentó.

–¡Nosotros también queremos trabajar! –Tabata y Robin exclamaron.

–¡Ja!, ya los quiero oír decir eso cuando en sus trabajos los expriman peor que a limones –la señora Susan rio entre dientes.

–¡Susan, no asustes a los niños! –el señor Harold le llamó la atención.

–¡Ups! Un pequeño lapsus, querido, je je –la señora Susan sacó la lengua y con el índice derecho se rascó la nariz.

Mandy corrió tres cuadras sin descanso. –No llegaré a tiempo, oh no, ¿y ahora qué pensará de mí la señora? –ella se lamentó, cuando en eso cayó en la cuenta de un detalle muy importante–. Un momento –ella se dijo–. ¿A dónde se supone que estoy yendo? ¡Si seré burra! –Mandy se dio una palmada con la mano derecha en la frente. A continuación, sacó del bolsillo de sus vaqueros el volante que el día anterior le había dado la señora Carmen–. Muy bien, es por allá –Mandy giró sobre sus pies y retrocedió una cuadra. De allí avanzó hacia la derecha. En medio de la calle vio el letrero del restaurante. Uno solo de los lados de la puerta doble de la entrada estaba ligeramente abierto. Mandy consultó la hora en su celular. Eran las once y diez.

–Ya que más da. Mejor es tarde que nunca –la joven púrpura le restó importancia al asunto y corrió hacia la puerta.

–¡Hola Mandy! –la señora Carmen justo venía desde el otro lado de la calle.

–¡Buenos días, señora, eh…! ¡Señora!

–Eres tan simpática, niña. Es verdad, ayer no me presenté. Me llamo Carmen.

–¿Carmen? Mmm, ¿de qué me suena ese nombre? –Mandy se preguntó en voz baja. Decidió olvidar el asunto cuando la señora Carmen la invitó a pasar.

“Definitivamente este lugar ya lo conozco”, Mandy se dijo cuándo contempló las instalaciones del restaurante: aquellas mesas de madera con aspecto rústico tradicional y cubiertas por manteles con cuadros rojos y blancos, la barra de madera de al fondo y detrás la cocina que podía verse a través de una pequeña ventana en la pared, aquel piso color rojo oscuro, los cuadros con fotografías en blanco y negro de la Arequipa de antaño... “¿De dónde conozco este restaurante?, no consigo recordarlo”. 

“¡Guau, guau!”, de forma repentina, provenientes desde el patio de la casa se oyeron unos ladridos. Por la puerta de vidrio corrediza que daba al patio se vislumbró una sombra con cola.

Mandy no pudo evitar sobresaltarse al oír el para ella tan temible sonido. –Je je, ¿así que tiene mascota, eh, señora Carmen? –ella preguntó con voz temblorosa.

–¡A, sí! Es el pequeño Guido. ¡Ven lindo, ven! –la señora llamó a su mascota en tanto se puso de cuclillas y extendió la mano derecha. Al poco rato, por la abertura de la puerta corrediza ingresó un peludo y rubicundo poodle.  

El perrito llegó a donde su ama saltando y ladrando. En todo momento tenía la boca abierta y la lengua afuera.  

–Mandy, te presento a Guido –la señora Carmen se dirigió a Mandy en tanto le hacía caricias en la cabeza a su mascota. Pero a la chica púrpura no la encontró en donde ella la había dejado. La buscó en derredor y al poco rato la encontró limpiando con ahínco unos vasos, bien resguardada detrás de la barra. El ojo derecho le parpadeaba frecuentemente en lo que parecía ser un singular tic nervioso.

–Muy bonito su perrito, señora –Mandy intentó guardar las apariencias, pero la verdad es que la voz por poco se le quiebra.

–Sí, ¿verdad? Bueno Guido, corre al patio que en un rato más ya voy para darte de comer. Ahora tengo trabajo que hacer. ¡Vamos! ¡Corre, corre, precioso! –la señora Carmen aplaudió un par de veces. “¡Guau!”, Guido abandonó el restaurante. Mandy sitió que el alma le volvió al cuerpo. Se tomó el pecho con la mano derecha y soltó una exhalación de alivio.

–¡Niña! ¿Pero qué te ha pasado? De pronto te has puesto pálida…

–¡No, nada! ¡Nada! No se preocupe –Mandy esbozó con considerable esfuerzo una sonrisa.  

–Si tú lo dices. Bueno pues, entonces ahora sí pasaré a explicarte en qué consistirá exactamente tu trabajo…

Mientras tanto, en el segundo piso del edificio Carmen se duchaba. Tarareaba una animada canción. Ella se encontraba de excelente humor.

–Ah, qué bien se siente cuando por fin tus ruegos son escuchados –Carmen se repitió una vez más. Al poco rato se vistió con su uniforme de characatita y salió de su habitación.

–Te veo muy contenta, hija –el padre de la joven le hizo saber. Él se encontraba haciendo unas cuentas en la mesa del comedor, actividad que interrumpió cuando vio a su hija salir de su habitación silbando y dando saltitos.

–¿Y cómo no estarlo, papá? ¡Por fin dejaré de trabajar como una esclava!

–Por Dios, qué exagerada.

–Voy bajando al restaurante. Mamá me dijo que a las once vendría la flamante nueva contratación, y ya son más de las once, así que… ¡Uy, qué emoción, me muero de ganas por conocer a mi nueva ayudante! –Carmen exclamó, y bajó a toda prisa las escaleras.

 –Ojalá Carmen y la chica morada se lleven de maravilla –el padre de Carmen esbozó una sonrisa, y a continuación retomó su labor. 

–…y bien, eso es todo lo que tienes que hacer –la señora Carmen terminó su explicación.

–¡Mamá, ya estoy aquí! –Carmen abrió la puerta corrediza de vidrio, rebosante de felicidad y buen ánimo–. ¿Y bien? ¿Dónde está mi nueva compañera de labores? ¡¿Dónde?! –ella preguntó excitada, pero entonces sus ojos se posaron sobre Mandy. En el acto la sonrisa se le borró del rostro–. ¡Tú! –Carmen se acercó a Mandy con andar amenazante, y una vez la tuvo al frente le señaló el pecho–. ¡¿Se puede saber qué haces tú aquí?!

“Mierda… ya recuerdo de donde me sonaba el nombre de Carmen, y ahora sé porque este restaurante se me hacía tan familiar: ¡es el restaurante en donde trabaja la odiosa trenzuda!!”, Mandy se lamentó para sus adentros, a sabiendas de que ya era demasiado tarde para echarse atrás.  

–¡Que sorpresa! –exclamó la señora Carmen–. Justo te iba a presentar a la famosa Mandy, pero veo que ya la conoces, y muy bien por lo que veo, hija mía.

–Como no la voy a conocer… esta tipa es una insop…

–¡Genial! Eso significa que entonces ya son amigas. Excelente, excelente, esto hace las cosas mucho más fáciles. Lo dejo todo en tus manos, hija. ¡Sé que las dos lo harán muy bien! –la señora Carmen interrumpió a su hija, y sin nada más que decir se marchó hacia la cocina.

–¡Mamá, espera! –Carmen intentó ir tras su madre para detenerla y aclararle que estaba cometiendo un grave error al creer que ella y Mandy eran amigas, cuando a medio camino la chica púrpura la detuvo tomándola de la muñeca.

–¡Por favor! Permíteme trabajar aquí –le suplicó Mandy–. Por lo que más quieras –ella junto las manos. En ese momento por la mente de la chica púrpura pasaba el recuerdo de cuando rompió la antena de la casa de los Chìbǎng, y cómo por culpa de ese incidente Xian había sido castigado por su padre. “Tengo que mantenerme firme en mi decisión. Le pagaré al señor Chìbǎng por la antena y así libraré a Xian del castigo, ¡debo hacerlo! ¡Es mi deber!”, Mandy decidió que no abandonaría el restaurante. Levantó la mirada. Aquel par de ojos de iris color púrpura ardían de resolución. Carmen quedó sorprendida al contemplarlos.  

“¡Glup!”, Carmen tragó saliva. –¿Qué es lo que tramas? –ella preguntó, y liberó su muñeca del agarre de la mano de Mandy.

–Carmen… sé que durante el poco tiempo que nos conocemos hemos tenido nuestras pequeñas diferencias, pero eso no significa que no podamos trabajar juntas en beneficio de ambas. Tu madre me ha explicado lo arduo que es tu trabajo aquí en el restaurante, tantas cosas que tienes que hacer tu sola… déjame ayudarte. Yo necesito el trabajo, lo admito. Con el dinero que gane pagaré una deuda pendiente, y así salvaré a un inocente de un castigo injusto. Por eso necesito el dinero. Así que, por favor, ayúdame y yo te ayudaré. ¡Ayudémonos ambas!   

–Mmm… ¡bueno ya! Está bien. Para que veas que soy buena, dejaré que te quedes a trabajar aquí conmigo…

–¡Gracias, muchas gracias! ¡Eres la mejor, trenzitas! –Mandy exclamó y se lanzó a abrazar a Carmen con euforia.

–Esto no significa que te hayas ganado mi confianza, estúpida –Carmen apartó a Mandy de un empujón. Se acomodó el sombrero y se arregló la falda–. Hoy estarás a prueba, y solo si logras convencerme dejaré que continúes trabajando aquí por más tiempo, ¿entendido?

–¡Te demostraré lo que valgo! ¡No te arrepentirás! –Mandy exclamó, y se llevó la mano derecha a la frente tras ponerse en posición de firmes, emulando así el tradicional saludo militar.

–Eso espero –Carmen se dio media vuelta y soltó un suspiro–. Eso espero –ella repitió, y se dirigió a abrir por completo las puertas del restaurante.

–Tú atenderás a los clientes que lleguen, Mandy… mmm –de pronto Carmen miró a Mandy de arriba a abajo–. Ahora que me doy cuenta, si vas a atender a los clientes necesitarás lucir como alguien que trabaja aquí. Espérame un momento, te traeré tu uniforme.  

–¿Uniforme? –Mandy preguntó extrañada a Carmen, pero esta última ni se molestó en contestar, y al poco rato se perdió de vista tras cruzar la puerta corrediza que daba al patio.  

Vestida con blusa rosa, falda negra, delantal blanco y sombrero de paja, Mandy se encontraba apoyada contra una de las columnas del restaurante, con cara de aburrimiento y a la espera de que llegue algún cliente. Por su parte, Carmen acomodaba las sillas y limpiaba las mesas. Mandy quedó impresionada al contemplar la dedicación y destreza con las que Carmen se desenvolvía.

–¡Oh, casi lo olvido! –Carmen corrió hasta detrás de la barra y encendió un parlante. Lo sincronizó con su celular y en este último reprodujo una lista de canciones de música criolla.

–¿Ah? –Mandy la contempló extrañada.

–La música criolla le abre el apetito a la gente. A los comensales les gusta oírla mientras comen. No me preguntes porqué, pero así es. Yo la he oído por tanto tiempo que ya me tiene hastiada, pero negocios son negocios.

Minutos después del mediodía la clientela comenzó a llegar. Los primeros comensales fueron una pareja de ancianos. Ellos pidieron dos menús para llevar. Mandy les recitó los platos disponibles y les ofreció las opciones para beber: chicha morada o la tradicional chicha de jora.

Ella se paró ante la pequeña ventana de detrás de la barra y llamó a los padres de Carmen para que preparen los pedidos. Tuvo que gritar para hacerse oír. “Sí que se toman muy en serio su labor de cocineros, ¡están tan concentrados que ni me oyen!”, Mandy se dijo para sus adentros. Por fin tras cerca de un minuto la atendió la señora Carmen. –Discúlpanos, pero estamos muy atareados en la cocina. Por cierto, para llamarnos mejor utiliza esta campanilla –la señora señaló una campana color oro que descansaba sobre la barra–. Lo que pasa es que ya nos hemos acostumbrado a su sonido, y por eso solo reaccionamos cuando la escuchamos sonar.

–Entendido –Mandy asintió.

–Mmm… no es tan difícil –la chica púrpura se sintió satisfecha tras entregar los pedidos a los ancianos.

Pero entonces llegó otra pareja de ancianos, luego una familia, luego otra, luego otra más, y cuando Mandy se dio cuenta de lo que estaba pasando, el restaurante ya se había llenado a reventar.

–¡Sí, ya voy! –Mandy se dirigió hacia una mesa.

–¡Su pedido estará listo enseguida! –ella atendió a otra mesa.

–Cuando hayan decidido lo que desean pedir me llaman –haciendo de tripas corazón para conservar la paciencia, abandonó una mesa conformada por una familia de papá, mamá, abuelo, abuela y tres pequeños niños (dos mujercitas y un hombre) con edades similares a las de sus hermanitos Tabata y Robin.

–¿Este no es su plato? –sorprendida, Mandy contempló a un señor. Ante la negativa del caballero ella revisó su libreta y entonces se dio cuenta de su error–. ¡En seguida se lo cambio! –exclamó, y corrió a la barra para pedir el plato que realmente correspondía.

Por su parte, Carmen se apostó en el puesto del queso helado. De cuando en cuando alguien llegaba a pedirle un vaso del preciado postre, pero en general su trabajo era tranquilo. Con las cosas así, ella aprovechó su tiempo libre para observar el desenvolvimiento de Mandy. –¡Cuánta gente ha venido el día de hoy, no puedo creerlo! –Carmen entonces se percató–. Es como si todos en el barrio se hubieran puesto de acuerdo. ¿Acaso será coincidencia que justo hoy todos hayan decidido venir? ¿O quizá se deba a la presencia de Mandy? Mmm, es posible; hay que tener en cuenta que a la gente le encanta lo llamativo, y que cosa puede ser más llamativa que ser atendido por una moza tan singular…

Y aunque esto no lo dijo en voz alta, y hasta se resistía a aceptar el pensamiento, Carmen tuvo que admitir que hasta el momento el desempeño de Mandy estaba a la altura de las circunstancias.

Sin embargo, a pesar de que le iba bien en el trabajo, Mandy no estaba para nada contenta. Por el contrario, cada vez se sentía más estresada y agotada por la titánica labor que no tenía cuando acabar. –¡Dios mío, ¿cómo terminé metiéndome en este infierno?! –ella refunfuñó luego de que una señora le exigió que le cambie de sopa porque la que le dio ya estaba fría.  

–¡La caja se atascó, Carmen! ¡Aiiiuda!! –Mandy llegó corriendo a donde su “jefa”.

–Que fiasco, ese trasto siempre es un dolor de cabeza –Carmen gruñó, y fue tras de Mandy rumbo a la caja registradora–. Estás haciendo bien las cuentas, ¿no? ¡Luego no quiero que a la hora de cuadrar caja falte dinero! ¿Entendido? Escúchame bien, si falta algo, aunque sea un céntimo, te lo descontaré de tu paga, ¿te quedó claro? 

–¡Insensible! –Mandy se quejó.

Y así se hicieron las dos de la tarde. Mandy lamentó que no sea ya la hora de la salida. Ella juraba que llevaba trabajando más de tres mil años. Se encontraba increíblemente cansada, agobiada y estresada.

–Buenas tardes, ¿Qué van a pedir? –como un autómata, Mandy se acercó a la mesa ubicada en una de las esquinas del local.

–¡Lo ven! ¡Eran cierto los rumores! –Max exclamó. Resulta que los ocupantes de aquella mesa eran Max, Pietro, Sabrina y Dylan: los cuatro amigos skaters de Mandy estaban allí.

–¡Hola Mandy! –Pietro saludó en tanto con el índice derecho se acomodó sus lentes de montura roja empujando el puente hacia su nariz.

–No lo entiendo, Max. ¿Por qué nos hemos tenido que sentar en una mesa? ¿No era suficiente con entrar a saludar a Mandy? –Sabrina preguntó con su característica voz apagada y deprimente.

–¡Eso es porque Max nos va a invitar a comer a todos! –Dylan respondió–. ¿Verdad, Max?

–¿Estás loco? ¡¿Crees que yo cago plata o qué?! –Max le refutó. 

–Chicos, me alegra que hayan venido a visitarme, pero debo atender a un millón de mesas más. Nos vemos –Mandy se despidió con la mano. Se alejó arrastrando los pies.

–¿Vieron lo agotada que está nuestra amiga? –Pietro comentó–. ¡Jamás la había visto así antes! ¡Jamás!

–Es verdad –Max se cruzó de brazos–. Tal vez deberíamos ayudar a nuestra amiga.

–No es por ser aguafiestas, chicos, pero… –Sabrina tomó aire y exhaló lentamente–. Presiento que las cosas van a acabar mal si nos quedamos más tiempo aquí.

–¡Que va! Eres una pesimista, Sabrina. No pasará nada malo –Max le restó importancia al comentario de su amiga.

–¡Ejem! –en eso alguien hizo notar su presencia. Cuando Max y los demás levantaron la vista, se encontraron con Jefry y el resto de su pandilla, todos ellos de pie frente a su mesa.

–Niñatos, si no van a consumir nada, lárguense –el recién llegado señaló hacia la salida.

–¿Nos estas botando o me parece? –indignado, Max se levantó de su asiento.

–¡Sí! ¿Por qué? ¡¿Tienes algún problema?! –Jefry tomó a Max del cuello de su polo con su gran mano.  

–¡Glup! –Max tragó saliva–. No, no, nada de eso. Solo, solo… ¡quería decirte que allá hay una mesa que se acaba de desocupar! –él señaló. Para su buena suerte justo en ese momento una pareja de enamorados se levantaba de su mesa.

–Pues vete tú allí con los tarados de tus amigos –Jefry realizó un paneo con la cabeza para dirigirse a todo el grupo de Max.

–Hormoneado de pacotilla –Max refunfuñó cuando él y sus amigos ya se encontraban en la mesa que los enamorados habían dejado–. ¡Se cree la gran cosa solo porque es mayor!

–Tienes razón, Max: ¡ese músculo con bigotes es un abusivo! –protestó Dylan.

–Ah, no. Pero esto no se quedará así –Max chancó la mesa con sus palmas–. Le diré a Mandy que no atienda a esos idiotas, ¡esa será mi venganza, muajajaja!

–Demasiado tarde, tonto –Sabrina señaló hacia la mesa de Jefry y compañía. Mandy los estaba atendiendo con libreta y lapicero en mano.  

–¡Maldita sea! –Max se lamentó.

Jefry y sus amigos se encontraban picando de un plato de mote de habas que habían pedido para ir llenando el estómago mientras esperaban a que lleguen sus respectivos platos de fondo, cuando en eso...

¡Ploc! Jefry sintió que algo le rozó el cuello. Se lo rascó instintivamente y continuó comiendo.  

¡Ploc! Otra vez.  

–¡Max, ya deja de hacer eso! –Sabrina le recriminó a su amigo en voz baja.

–No, ese imbécil se enterará de que conmigo no se juega –Max replicó, y esta vez cogió un pedacito de carne de uno de los huesos que los comensales anteriores habían dejado en su plato.

¡Ploc! Jefry sintió el desagradable trocito de carne en su cuello. Él volteó intempestivamente y echando humo por las orejas.  

¡Ploc! Recibió otro pedacito de carne en la frente.

–¡Quiero intentarlo! –Dylan exclamó, y tomó una alverjita para a continuación lanzársela a Jefry.

Jefry permaneció en su lugar. Con el pasar de los segundos fue acumulando cólera ante los interminables lanzamientos de los muchachos. “Jefry, cálmate, cálmate: eres un hombre ya adulto. No puedes rebajarte a las infantiles provocaciones de estos estúpidos”, él se dijo para sus adentros.

¡Ploc! Recibió otro diminuto proyectil de sobras. Su paciencia ya estaba alcanzando el límite.

Mandy cogió de la barra la bandeja que contenía los pedidos de Jefry y compañía. A paso cansado se dirigió hacia la mesa.

–Mandy no lo hace nada mal –cruzada de brazos, Carmen observaba de pie junto a su puesto de queso helado–. Supongo que tendré que decirle que el puesto es suy…

“¡Guau! ¡Guau!”, sin previo aviso, el pequeño Guido entró al restaurante por una estrecha rendija que quedó abierta en la puerta corrediza.  

¡Ploc! ¡Ploc! Jefry recibía constantemente los diminutos proyectiles de sobras.

¡Pum! Él chancó su puño contra la mesa. –Una más… una más…

“¡Iiiiiaaaa!!”, cuando sintió una lengua lamiéndole una de sus pantorrillas y descubrió que se trataba del pequeño Guido, Mandy saltó hasta el techo presa del pánico. La bandeja que llevaba en las manos voló por los aires, y cayó, vaya terrible capricho del destino, justo sobre la cabeza de Jefry.

¡CRASH! Jefry terminó cubierto de comida de pies a cabeza.

–¡Esta fue la gota que rebalsó el vaso!!! ¡Ahora sí me van a conocer, malditos mocosos!! –él bramó fuera de sí, con el rostro colorado y echando chispas. Sin tiempo que perder tomó una presa de cordero que había caído a sus pies, y se la lanzó a Max. Sin embargo, este último se agachó, y la presa dio en la cabeza de un señor que estaba comiendo con su familia en la mesa de detrás. El pequeño hijo del señor tomó una presa de su plato de zarza de patas, y respondió al fuego agresor. Jefry estaba tan ofuscado que pensó que el responsable del nuevo proyectil lanzado contra su persona era o Max o alguno de sus amigos. Volvió a lanzar un proyectil, esta vez una papa. Ahora sí dio en el blanco. Max se limpió la cara y lanzó el hueso del plato dejado por los anteriores comensales.

Así, en menos de lo que canta un gallo el restaurante se convirtió en el escenario de una salvaje guerra de comida.  

–¡Por todos los cielos! ¡Paren, paren de una buena vez!! –Carmen tuvo que abandonar su puesto de queso helado para intentar poner orden en el restaurante. Por otro lado, sus padres estaban tan enfrascados cocinando que ni se percataron del escándalo.

Mandy por su parte huía de un lado para el otro, perseguida por el inofensivo y juguetón poodle, que con sus ladridos contribuía a hacer más ensordecedor el jaleó.

–¡Mandy, haz algo!! ¡Todo esto lo has comenzado tú por lanzar de buenas a primeras la bandeja con la comida! ¡Haz algo! ¡Detén toda esta locura! –jalándose de las trenzas, Carmen le gritaba a punto de volverse loca.  

Los estridentes gritos de Carmen sacaron a Mandy por un momento de su estado de pánico. Lo primero que ella hizo fue coger un pedazo de carne que encontró en el piso y lanzarlo hacia el patio de la casa. Guido fue tras este, y apenas atravesó la puerta corrediza, Mandy la cerró de golpe. –Ahora sí, a detener toda esta locura –Mandy se dijo con voz agitada, apoyando la espalda sobre la puerta corrediza.

–¡Alto, alto! ¡Paren por lo que más quieran! –Carmen corrió a interponerse entre el grupo de Max y el grupo de Jefry, aunque fue en vano, pues como triste resultado solo consiguió ser acribillada por el fuego cruzado.

“¡Grrr!”, Mandy, harta de la situación, corrió hacia la barra y comenzó a gritar para que todos se detengan. Nadie pareció haberla oído, pues la batalla continuó sin ningún cambio.

“¡PAREN!!”, fuera de sus casillas, Mandy junto ambos puños y golpeó la barra con todas sus fuerzas. Para sorpresa de todos, la barra se partió por la mitad. Por fin todos se detuvieron, incapaces de ser indiferentes ante tamaña e inesperada muestra de fuerza bruta y además acompañada por tan salvaje estruendo.

–Mi-mi ba-barra, mis vasos, mi va-vajilla… ¡MI RESTAURANTE!! –a Carmen se le cayó la boca hasta el suelo en tanto los ojos se le salieron de sus órbitas.

–¡Fiu! Por fin conseguí que todos se calmen –Mandy se dijo satisfecha, y se limpió el sudor de la frente con la mano derecha.

–Mandy, tú… –la mencionada oyó una maléfica voz que le estremeció todo el cuerpo. Lo primero que vio cuando dirigió la vista hacia la dirección de donde procedía la voz fueron los ojos de Carmen soltando chispas de ira pura.   

–Ca-Carmen –Mandy habló con un hilillo de voz–. ¿Qué-qué te ocurre? ¿Es-estás bien?

–¿Bien? –Carmen cogió un vaso del suelo, pero este se quebró producto de las muchas rajaduras que tenía. Carmen contempló los restos regados por el suelo, y sin más lanzó el grito al cielo. Para Mandy aquello sonó como el rugido de un dragón encolerizado–. Todo es tu culpa, Mandy, ¡todo es tu maldita culpa!! –Carmen se remangó las mangas de su blusa, en tanto del suelo cogió un trozo de madera que había saltado de la barra al partirse–. Despídete de este mundo, porque yo te mato, Mandy. ¡Te mato!! –Carmen se abalanzó cual una fiera sobre la mencionada.

–¡Detente! Te juro que no ha sido mi culpa. ¡Atrás satanás! ¡Auxilio!! –Mandy huyó despavorida, y abandonó el restaurante a la velocidad del viento. Por su parte, corriendo como un caballo a todo galope, Carmen la persiguió blandiendo el trozo de madera en alto.

–Sabrina, por lo visto tuviste razón. ¡Qué cosas! ¿No? –Max contempló impactado todo el desastre provocado. 

–Pobre Mandy –Sabrina contestó con su típica voz deprimente.

¡Tilín-tilín! La campanilla que había estado apoyada en la barra cayó al piso y sonó. Al oírla el padre de Carmen se asomó por la ventana. Un segundo después cayó desmayado cual pesada tabla de madera. La señora Carmen corrió hacia donde su marido para auxiliarlo.

–El restaurante… todo está, todo… ¡todo es un desastre! –tras ser rociado en el rostro con agua fría, por fin el padre de Carmen recuperó el conocimiento, aunque al poco rato volvió a perderlo.

Desconcertada por las palabras de su marido, la señora Carmen decidió asomarse por la ventanilla que daba al restaurante. Apenas lo hizo, ella se desmayó sobre el cuerpo de su esposo.


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