Capítulo XX: El lago de la promesa

 


Desde antes de salir al claro que daba a la orilla del lago, Arnauld ya pudo oír los sentidos sollozos de su querida amiga de la infancia. A duras penas pudo distinguirla bajo la luz de las estrellas. Por suerte el cielo se hallaba despejado y no nevaba. Él desenvainó su espada y la elevó por encima de su cabeza. Se concentró por un instante y al poco rato la hoja de su arma se iluminó con un cálido resplandor de luz. Cosette se hallaba frente al helado lago, abrazada a sus rodillas en tanto contemplaba con los ojos empañados por las lágrimas su reflejo en el agua. Ella se sorprendió cuando la luz de la espada de Arnauld iluminó el lugar. La joven giró la cabeza y contempló boquiabierta a su viejo amigo, quien ya se encontraba muy cerca.

–Arnauld –ella manifestó su sorpresa con un susurro apenas audible.

–Hola –él clavó la espada un par de metros detrás de la joven, y acto seguido avanzó y se sentó a su lado. Arnauld la miró con una franca sonrisa. Incluso en medio de su tristeza y su dolor, Cosette pudo percatarse de que en aquellos diáfanos ojos que la veían no había ningún atisbo de hostilidad o de temor.

–Yo, yo... –tras un corto silencio Cosette le devolvió la mirada. Trató de justificarse, de atenuar al menos en algo la imagen de sanguinaria brutalidad con la que su amado Arnauld la había tenido que contemplar, pero por más que se esforzó no encontró las palabras adecuadas–. ¡He sufrido tanto! –al final ya no tuvo fuerzas para nada y rompió en llanto. Por toda respuesta Arnauld la abrazó–. ¡He sufrido tanto! –ella repitió entre lágrimas, y se abrazó con fuerza a su amado.

–Los dos hemos sufrido mucho –él se conmovió al sentir el incontrolable temblor de la joven, e inevitablemente recordó sus propias desgracias. De todas la más dolorosa fue la más reciente, la de la descarada traición de Dante, a quien hasta entonces él había considerado como su mejor amigo. La herida de aquello aún la tenía bastante fresca en su alma. Unas silenciosas lágrimas descendieron por sus frías mejillas.

Ninguno de los dos supo a ciencia cierta por cuanto tiempo permanecieron abrazados. De todas formas, no les importó. Aquel abrazo, esa sensación de sentir el calor humano de alguien tan querido... aquello era algo que desde hace mucho ambos anhelaban y necesitaban más que nada en el mundo.

–Sabía que estarías aquí –finalmente Arnauld rompió el silencio. Cosette dejó de abrazarlo y lo miró como una hija que contempla a su admirado padre–. Siempre que tenía problemas o un mal día venía a pasar el rato aquí. Luego de que te conocí tu adoptaste la misma costumbre. Así, ambos siempre solíamos venir y quedarnos viendo la puesta de sol. ¡Ah, qué recuerdos tan bellos!

–Sí, gracias a ti conocí este maravilloso lugar –Cosette se enjugó la humedad de sus ojos y al mismo tiempo se sorbió los mocos–. Pero no solo eso. Gracias a ti pude salir adelante en el duro trabajo de jornalera. Tú me inspiraste a ser más fuerte, Arnauld. En aquel entonces me salvaste, y ahora... ahora una vez más te apareces en mi vida cuando más te necesito.

Unos metros más allá Sulu observaba con simulada indiferencia lo que venía sucediendo. En el fondo él se hallaba furioso por la inoportuna aparición de aquel muchacho. Se le escapó un sulfuroso gruñido. Entonces Arnauld recién se percató de su presencia.

–Tú eres, eres... no me digas, ¡¿eres acaso la cola de mono que Cosette tenía adherida a la cabeza?! –Arnauld lo señaló perplejo.

–¡Oh, así que ya viste a Sulu! –Cosette intervino–. Ven, acércate para que te presente con Arnauld. Estas tan cambiado que me sorprende que él te haya reconocido –la joven invitó a su familiar con un gesto de la mano.

–Prefiero no interrumpirlos, tortolitos –Sulu replicó con una voz que delataba su incomodidad y mal humor. Él sintió que si seguía contemplando aquella escena tan empalagosa terminaría por tener un ataque de nauseas. Así, acompañando sus palabras con la acción, el dorado mono se alejó corriendo a cuatro patas, hasta que se perdió de vista en el bosque.

–Es increíble lo mucho que ha cambiado –Arnauld lo siguió con la mirada. Luego volvió sus ojos a Cosette–. En verdad debes de haber pasado por muchas cosas.

La joven asintió. Pero entonces los terribles recuerdos de su pasado reciente le volvieron a la carga con mucho mayor ímpetu, y de un momento a otro ella volvió a derrumbarse. –Cuanto lo siento, no debí haberte hecho recordar tus sufrimientos –Arnauld se disculpó, y volvió a abrazar a la joven–. ¿Sabes?, ahora soy un Caballero Místico –él señaló la espada de luz que los alumbraba–. Durante mis entrenamientos aprendí muchas cosas, vaya que sí. Aunque de todo eso, hay cierta historia que nuestro maestro nos contaba que guardo con mucho cariño en mi corazón. Cada vez que atravieso por un mal momento la recuerdo, y entonces me lleno de valor y mi corazón se inflama de fortaleza. Gracias a ello es que puedo seguir adelante. ¿Quieres oírla?

Cosette lo contempló admirada. Ella asintió con premura. –Bien –Arnauld sonrió al notar que sus palabras habían logrado calmar, aunque sea en algo, a la joven. Instantes después, el inició con su narración.

La historia de Arnauld se remontaba a hace más de quinientos años, cuando la Sagrada Orden de Caballeros Místicos del Santo Sepulcro fue fundada. En aquel entonces, Faranzine se encontraba en medio de una sangrienta guerra contra el vecino país del norte, el reino de Blastiar. En tal época el luminicismo recién comenzaba a expandirse por Eusland, de modo que no todos los países del continente profesaban esta religión. Blastiar era uno de tales países reticentes, pues sus bárbaras costumbres les habían hecho acoger como religión oficial un culto pagano que hace mucho que ya se había reducido a su mínima expresión en el resto del continente: el druidismo.

Pero a pesar de su poco civilizada población, Blastiar era un país poderoso, pues contaba con un ejército de temer. Conocedores de su reputación y gobernados por un rey con alma de conquistador, los Blastianos pronto empezaron con su carrera expansionista. La península nórdica en la que se hallaban les resultaba algo insultante para su orgullo de guerreros, de modo que pronto emprendieron su campaña de conquista contra el país que quedaba al sur, el floreciente reino de Faranzine, en donde recientemente se acababa de lograr la unificación gracias a los denodados esfuerzos de la casa de los Hardionen.

Autodenominado el país civilizador del mundo y nombrado su rey por la Santa Sede como el mayor protector de la única fe verdadera, Faranzine tomó la guerra no solo como la defensa de sus tierras en contra de un invasor, sino que le dio el calificativo de la Gran Guerra Santa en favor de la evangelización universal. Por ello es que años después esta guerra pasaría a la historia como la primera guerra santa de Eusland.

A pesar del mayor orden y del mejor armamento, al poco tiempo de iniciada la guerra las fuerzas de Faranzine comenzaron a ser diezmadas por los salvajes y aguerridos bárbaros del norte. La situación pronto se tornó crítica, pues el avance de los Blastianos parecía imparable. Si las cosas seguían igual en unos pocos meses ellos llegarían hasta la misma Tilix. Desesperado, el rey de aquel entonces convocó a su consejo de guerra y les expuso la situación. Si la capital era tomada, no solo el país se vería perdido, sino que la fe del luminicismo en todo Eusland también estaría en serio riesgo de ser erradicada. De entre sus generales uno tomó la batuta y asumió toda la responsabilidad. Este general era Troyes Marcemil, un enorme hombretón de abundantes bigotes y famoso por ser un bravo guerrero y además un fervoroso creyente. Él le pidió al rey que le conceda el control del grueso del ejército para comandarlo hacia el norte y así poder detener la avanzada enemiga. En un comienzo el rey se negó rotundamente, argumentando que si el general era derrotado Tilix quedaría prácticamente a merced de los invasores. El riesgo era demasiado alto, todos lo sabían, empezando por el mismo Marcemil, pero aun así él insistió. Al final el rey entendió que aquella apuesta era su única alternativa, de modo que terminó aceptando.

Marcemil partió con los primeros rayos del alba y a la cabeza de un ejército de más de trescientos mil hombres. La marcha de tan colosal fuerza hacía retumbar la tierra por donde pasaban. Los primeros enfrentamientos fueron contra reducidos destacamentos de blastianos. Lograron aniquilarlos, aunque con considerables pérdidas. El avance continuó su curso. Los soldados iban con la moral alta gracias a las recientes victorias. Sin embargo, toda esperanza se disolvió cuando una mañana llegaron al valle de Lutrec. Desde todos los flancos fueron atacados por hordas interminables de blastianos. En ese momento al general Marcemil no le quedó la menor duda de que sus fuerzas habían sido llevadas a una emboscada planeada con admirable cuidado. Y es que quienes tenían al frente ya no eran simples destacamentos, sino que se trataban de la fuerza principal del ejercito enemigo.

Él no se acobardó, no ordenó la retirada (que por cierto era prácticamente imposible). Por el contrario, elevó su hacha de guerra de doble filo, y con potente voz preparó a sus tropas para la batalla. –¡De esta batalla depende el destino de nuestro país, de nuestras familias, de nuestros hijos! ¡Si quieren que el amanecer vuelva a salir por sobre las cabezas de nuestros hermanos de Faranzine, de nuestros hermanos de Eusland y del mundo civilizado... luchen sin retroceder, sin miedo a la muerte, luchen por el mundo de luz y esperanza que tanto anhelan sus corazones!! ¡Adelante, valeroso ejército elegido por Dios! ¡Luz y libertad! ¡Luz y libertad!! –el general gritó con fervor, y acto seguido arreó a su caballo hacia la batalla. Sus hombres, poseídos en ese momento por una devoción desbordante, lo siguieron ciegamente.

A pesar de que lucharon con fiereza, pronto las tropas enemigas los diezmaron. Tras un par de horas de batalla, rodeados por una abrumadora cantidad de enemigos solo quedaban en pie el general y unos pocos soldados más. Los blastianos elevaron sus armas y se prepararon para dar el golpe final, pero para sorpresa de todos sus ataques no consiguieron dar en el blanco, pues una barrera de energía invisible se interpuso en su camino. Los soldados de Faranzine vieron asombrados a su general, quien en ese momento se hallaba en estado de trance. Tres coronas de luz se materializaron sobre él, dos encima de sus hombros, una encima de su cabeza. Eran blancas como la nieve, y brillantes como el sol. Además, en la corona de su cabeza apareció una piedra de celeste resplandor, y en las otras dos emergieron un par de enormes alas de amarillo fulgor.

En un parpadear el general partió de su posición. Las alas de las coronas que flotaban sobre sus hombros le daban una velocidad inaudita, en tanto la piedra de la corona de su cabeza regeneraba su cuerpo de todo daño con una rapidez impactante. Docenas de blastianos comenzaron a volar por los aires, incapaces de defenderse ante tan avasallador poder. Aquella mañana fue una mañana legendaria que sería recordada por siempre en la historia de Faranzine y de todo Eusland. Y no solo por la aplastante derrota que sufrió el imparable ejército de Blastiar, sino que sobre todo por lo que sucedió una vez finalizó la batalla.

Marcemil, desgastado hasta el extremo por el supremo esfuerzo, se desplomó agotado. Sus pocos subordinados sobrevivientes lo rodearon, y muy preocupados trataron por todos los medios de salvarlo. El general negó con la cabeza. Les pidió que lo dejen partir, pero antes, les rogó que escuchen sus últimas palabras. Les contó a los anonadados soldados que antes de ser poseído por tan grandioso poder tuvo una revelación directa de Dios, en donde el supremo creador del universo le solicitaba que en Tilix se funde una organización que lleve por nombre Sagrada Orden de Caballeros Místicos del Santo Sepulcro. –¿Por qué ese nombre? Verán... mi última voluntad es que me entierren en la capital de Faranzine, y que exactamente un año después destruyan mi sepulcro. No hallarán ningún cuerpo, pues este se habrá transformado en gracia de Dios en estado puro, la cual se habrá impregnado a cada rincón del sepulcro. Por ello es que cada fragmento de este quedará bendito. Deberán repartir estos fragmentos entre los mejores hombres del reino, para que los adhieran a sus espadas. Con ello estos valientes guerreros serán iluminados por la gracia de Dios y muy importantes conocimientos secretos les serán revelados. Precisamente, por medio de dichos conocimientos es que tales guerreros podrán convertirse en los nuevos guardianes celestiales que en algún momento el mundo volverá a necesitar para su salvación. Es así como nacerán los pioneros que se encargarán de fundar la Orden de los elegidos. Por cierto, Dios me reveló que esta sagrada Orden debía ser fundada en Faranzine, ya que en algún momento un oscuro poder surgirá en el país y amenazará con destruir a la humanidad en su totalidad. En ese momento crucial la Orden deberá actuar lo más rápido posible, y con todo su poder deberá de procurar la erradicación total de dicho mal antes de que sea demasiado tarde. Hagan caso de mis palabras, mis queridos amigos. De que las cumplan depende el destino de toda la humanidad. No lo olviden, no se trata simplemente de mi última voluntad... con mis fuerzas finales les estoy confiando la voluntad misma de Dios...

Arnauld se interrumpió un momento en esta parte, pues creyó necesario dar a conocer su opinión sobre este "oscuro poder". Para él estaba claro que su principal causante y promotor era el rey Justiniano. Cosette por su parte tenía a su propio culpable (Satanás), pero su amigo habló con tanta pasión y vehemencia que ella no se animó a dar a conocer su parecer. Luego de este paréntesis, Arnauld prosiguió con su relato.

El general ya no pudo decir más, pues en ese momento expiró su último aliento. Sus hombres entonces lo lloraron, y se juraron a sí mismos y ante Dios que cumplirían a cabalidad con todo lo que su heroico general les hubo indicado con sus últimas palabras.

–Aquí puedes ver la materialización de la última voluntad del legendario fundador –Arnauld finalizó su historia señalando a su espada. Cosette se le acercó y la contempló admirada. El aura de luz que brotaba de la hoja del arma le transmitió una paz que nunca antes ella había sentido.

–Es... increíble –Cosette comentó boquiabierta.

–Si te imaginas el momento exacto en el que el fundador fue poseído por la gracia de Dios, si te lo imaginas lo más vivamente que puedas, te aseguro que comenzarás a sentir que parte de esa gracia empieza a irradiar en tu interior, y entonces la tan anhelada paz por fin florecerá en tu agobiado corazón –Arnauld le describió a la joven una de las formas más confiables para aplicar la técnica conocida como serenidad del espíritu.

Por algunos segundos Cosette lo contempló con respetuoso silencio. Pero poco después ella ya no pudo reprimir más su curiosidad. Le preguntó sobre lo que había sido de su vida desde que fue reclutado por el ejército de luminiscentes. Arnauld sonrió, y a continuación le contó la historia de su vida militar a su joven amiga. En todo momento ella lo oyó muy atenta, con una mirada cada vez más enamorada. Una vez él terminó su narración, el silencio volvió al lago. Cosette contempló por un instante el estrellado cielo nocturno. Acto seguido ella tomó aire, se armó de valor, y entonces habló. –Arnauld, yo, yo... yo quisiera que ahora tú oigas mi historia...

–Cosette, tú... ¿Estás segura? No quisiera que vuelvas a sufrir por tener que recordar...

–¡No! Está bien, quiero hacerlo. Tengo que contártelo todo, pues de lo contrario siento que terminaré reventando... no sé cómo explicártelo...

–Entiendo. Si es tu deseo y piensas que te hará bien, entonces te escucharé –Arnauld posó con delicadeza sus dedos sobre la mano más cercana de Cosette. Ella se sonrojó terriblemente, aunque no apartó su mano. En vez, una apenas perceptible sonrisa se dibujó en sus labios. En ese momento su corazón comenzó a latir a increíble velocidad. Como pudo Cosette logró tranquilizarse. Poco después ella dio inicio a su desgraciada historia, desde el momento en el que al pueblo del Dubois llegaron Gaspar y sus compañeros de la feria de lo extraño.

En varias oportunidades Arnauld quiso que la joven diese por terminada su confesión, pues el sufrimiento que veía en la pobre le partía el corazón. Aun así, Cosette estaba decidida a continuar a toda costa. Arnauld no tardó en comprender la imperante necesidad de la joven de vaciar la pesada carga que por tanto tiempo había cargado su corazón en la más absoluta soledad. No le quedó más opción que admirar la férrea determinación de la muchacha.

Finalmente, Cosette terminó su angustiante narración. En ese preciso momento Arnauld sintió una fuerza proveniente desde lo más hondo de su inconsciente, la cual lo impulsó a hacer lo que hizo sin siquiera haberlo meditado de antemano. Desde antes que la joven termine de hablar, en su interior él empezó a elevar su vibración de alma, y a concentrarla en su cabeza. En un principio no entendió el porqué de aquel acto reflejo. ¿Reflejo ante qué? Sin embargo, una vez los labios de Cosette callaron, en el acto Arnauld hizo acopio de toda su aura de luz, hasta el momento invisible al ojo común, y la reunió en su boca. Entonces, sin palabra alguna de por medio, él le dio a Cosette un suave y prolongado beso. La joven abrió los ojos a más no poder; tal era su sorpresa. Aunque en ningún momento a ella se le ocurrió rechazar aquellos labios. Por el contrario, apenas los sintió, una calidez que jamás había sentido en toda su existencia lleno todo su ser. En ese momento ella se sintió la persona más afortunada del universo.

–Arnauld, yo... –Cosette se tomó los labios una vez el joven se apartó–. Yo no merezco tanta felicidad, soy una ruin pecadora, ¡incluso he matado a un inocente! No quisiera que tu honor como Caballero Místico se manche por mi culp...

Antes de que la joven pueda terminar, Arnauld volvió a besarla con renovado sentimiento. –Eres la persona más buena que he conocido en toda mi vida. Amarte nunca será un deshonor para mí.

Silenciosas lágrimas empezaron a descender por las mejillas de Cosette. Arnauld se preocupó al verlas, pero la joven rápidamente lo tranquilizó. –Son lágrimas de felicidad, Arnauld. ¡Por primera vez en mi vida lloro lágrimas de felicidad! –Cosette exclamó con sincera emoción. Ninguno lo dijo en ese instante, pero al mismo tiempo ambos recordaron la promesa que se hicieron allí mismo hace tanto tiempo, la última vez que se vieron antes del feliz reencuentro.

Continua...


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