Capítulo XVIII: En el castillo de las condesas
Arnauld acababa de llegar al pueblo de Dubois, cuando en eso le llamó la
atención el barullo reinante en sus calles. Desmontó su caballo y lo llevó de
las riendas, siguiendo a la procesión de pueblerinos que iban hacia la plaza.
–¿Qué le sirvo, señor? –la joven camarera tuvo que
repetir por tercera vez.
–¡Oh! –Arnauld por fin volvió a la realidad–.
Tráigame lo mismo que al señor de allá –él agregó de forma apresurada, sin
mirar a la muchacha. Ella se encogió de hombros y se marchó a solicitar el
pedido a la barra de la posada. Una vez solo, nuevamente Arnauld le dio vueltas
a lo que acababa de presenciar en la plaza. Sus dos colegas de la Orden, los
que por tanto había buscado, a ambos los encontró colgados de un patíbulo
levantado en el medio de la plaza. Un vocero real se había encargado de
anunciar las razones por las que acababan de ser ahorcados aquellos dos.
Arnauld lamentó haber llegado tarde. Es verdad que el lugar estaba atestado de
soldados reales, y que incluso entre estos pudo distinguir a un par que
portaban las peligrosas gemas druídicas. Pero aun así él confío en que algo
habría podido hacer. Al menos sus dos hermanos de la Orden no habrían tenido
que enfrentarse solos a la muerte. "¡Monstruos vendidos al infierno,
enemigos de la corona y de la humanidad, perversos maleantes hambrientos de
poder y riqueza!", los fuertes calificativos con los que el pregonero
señaló a sus hermanos ya muertos le hacían eco de manera incesante en su
cabeza. Cuando los oyó, a punto estuvo Arnauld de descubrirse y de cercenarle
la cabeza a aquel hablador. Sin embargo, al final consiguió dominarse gracias a
la técnica serenidad del espíritu. Entonces entendió que aquel bufón solo
seguía ordenes, y que el verdadero enemigo y causante de tantos ultrajes era el
mismo rey–. Me encargaré de hacer realidad la maldición del Gran General
Valois. Ya lo verás, malvado Justiniano: tú y toda tu dinastía terminarán
desapareciendo... –Arnauld apretó sus puños con fuerza, en tanto una furibunda
expresión se formó en su rostro.
–Disculpe, ¿dijo algo? –la camarera acababa de
llegar con el pedido–. ¿Es que quiere ordenar alguna cosa más?
–No, no. Gracias –Arnauld dio un respingo y
rápidamente negó con la cabeza. Una vez la muchacha se marchó, él soltó una
aliviada exhalación. "Debo cuidarme de no decir nada comprometedor en voz
alta", él tomó nota mental.
Cuando salió de la posada era cerca del mediodía.
Desató su caballo de la baranda ubicada frente a la fachada del
establecimiento, y luego lo montó. Con sus hermanos muertos ya no tenía razón
alguna para quedarse en su pueblo natal. Es cierto que mientras comía oyó
inquietantes habladurías sobre la hija de la condesa, historias que hablaban de
que, tras enterarse de la muerte del conde en la guerra santa, ella había
comenzado a dar rienda suelta a sus más bajas pasiones, las que lamentablemente
involucraban a las jóvenes inocentes que ella contrataba como sus sirvientas
personales. Se decía que estas pobres víctimas eran sometidas a las peores
torturas por parte de la insaciable condesa, quien las realizaba por mero
placer y deleite. Arnauld se estremeció cuando oyó que esas jovencitas una vez
entraban al castillo ya no se las volvía a ver jamás. También oyó comentarios
sobre la condesa Louise (la esposa del fallecido conde Dubois), de que en el
castillo ella albergaba a un amante. Sin embargo, hasta el momento nadie había
visto a dicho amante, de modo que la gente solo se basaba en los comentarios
que hacían los sirvientes del castillo cuando iban al pueblo.
"Es increíble todo lo que uno oye en esos
antros de chismes y habladurías. ¿La hija del conde una maniática y su mujer
una adúltera? ¡Lo que uno tiene que escuchar! Si cuando yo vivía en el pueblo,
recuerdo que la condesa era considerada por todos como una mujer respetable, y
en cuanto a su hija, la condesa Carmina... ¡ella incluso era tenida como una santa!
Siempre recuerdo como todos la admiraban con franca reverencia cuando entraba a
la misa dominical... ¡Je! Aunque de todos la más fanática era Cosette... ¡Es
cierto, Cosette! Con todo lo sucedido me había olvidado de ella. Me pregunto si
aún recuerda esa promesa que nos hicimos en el lago. Yo era tan joven e iluso
en aquel entonces... de todas formas la visitaré para ver cómo se encuentra.
Seguro que hablando con ella podré encontrar la paz que tanto necesito después
de haber presenciado un hecho tan nefasto. Es verdad, Cosette siempre lograba
relajarme y apaciguarme, hablar con ella me hacía sentir como si en un caluroso
día de verano me estuviese sumergiendo en un lago de refrescantes y cristalinas
aguas... sí, iré a verla antes de marcharme, y de paso también saludaré a sus
padres".
Arnauld cambió de dirección y cabalgó hacia el
barrio de su infancia. Se preguntó qué habría sido de su vieja casa.
Cosette llegó de madrugada al pueblo Dubois. Un
mercader que halló en el camino real accedió a llevarla, pues coincidía con su
destino final. Con la ayuda de este y de anteriores carreteros la joven
consiguió llegar en poco tiempo desde el frío norte hasta allí. No dudaba de
que su amplia sonrisa y buen humor le habían permitido caerles simpática a los
conductores, y por ello es que todos con los que se cruzó en su camino
accedieron a llevarla. Aunque también achacaba el hecho a que todavía existía
gente buena en Faranzine, siempre dispuesta a ayudar al prójimo.
–Tu obsesión con la joven condesa te ha vuelto
loca, ¡ahora ves santos en todo lado! –Sulu se mofó una vez el carretero la
dejó a las afueras del pueblo.
–No tiene nada de malo –Cosette se estiró cual una
felina, y luego continuó con su camino–. Estoy segura de que así es como
siempre ve al mundo la joven condesa. "¡Los buenos jamás mirarán con malos
ojos al prójimo!", como diría el padre Bernard.
–Tonterías –Sulu bufó de mala gana.
Cuando llegó a su antigua casa Cosette se llevó
una sorpresa. Tras tocar la puerta una señora salió a recibirla, y le contó que
allí vivía ella con su numerosa familia. Entonces la joven le preguntó por sus
padres. –Sí, los recuerdo. Ellos nos vendieron la casa. Poco después de que su
hija desapareció, los dos decidieron marcharse del pueblo.
–¿Y no le dijeron a donde se irían? –Cosette
preguntó esperanzada.
–No, lo siento. Oh, pero claro... tú eres Cosette,
su hija perdida. En serio que lo siento por no poder ayudarte.
–No se preocupe, señora –Cosette comenzó a
alejarse.
–¡Espera! –la mujer la detuvo–. ¿Dónde te fuiste
durante todos estos meses? En el barrio todos nos hemos hecho la misma
pregunta.
–Quería ayudar económicamente a mis padres, así
que me uní a una feria. Pero las cosas no nos fueron muy bien, así que decidí
volver –Cosette respondió. En ese momento la señora se fijó en el mono que
acompañaba a la joven. Asintió un par de veces.
–Ya veo, pero... ¿Qué harás ahora, entonces?
–Le pediré trabajo a la condesa Carmina. Estoy
segura de que ella, siendo tan buena, me lo dará con mucho gusto.
–¿Qué? ¡Espera! ¿Es que no has oído los rumores?
¡Argh, pero que tonta soy, si acabas de llegar! –la señora se llevó una palma a
la frente.
–¿Rumores? ¿Qué rumores? –Cosette se mostró
extrañada.
–De la joven condesa y de su madre. Verás, hace
poco llegó al pueblo la noticia de la caída de Handassem, y de que el conde
había muerto en batalla...
–¡¿Handassem cayó?! –Cosette se llevó una mano a
la boca. Su único pensamiento en ese momento fue Arnauld. Rogó para que él no
haya sufrido el mismo destino que el conde.
–Sí, pero ese no es el punto. Lo que trato de
decirte es que...
La señora ya no pudo decir más, pues su marido le
gritó desde adentro que se deje de parlotear y vuelva de una vez a realizar sus
quehaceres, pues él y sus hijos se morían de hambre. –No vayas al castillo,
búscate otro trabajo, si es posible vete a otro pueblo...
–¡Por todos los cielos, mujer! ¡Benjamín no para
de llorar! ¡Tus chismes no nos van a alimentar a mí y a nuestros hijos! –el
hombre salió a la puerta, con un bebé haciendo berrinche entre brazos.
–Cuídate, ¡y recuerda mi consejo! –la mujer cogió
al bebé que le tendió su marido, y acto seguido entró a la casa. El marido
cerró la puerta con violencia.
–Vaya modales de ese tipejo –Sulu gruñó. "Con
que se rumorean cosas malas de la joven condesa... ju ju, ¡perfecto!", sin
embargo, para sus adentros él se regodeó con satisfacción.
–Me pregunto qué me habrá querido decir sobre la
joven condesa y su madre –Cosette se llevó un dedo al mentón–. ¡Ay, pero qué
cosas digo! La joven condesa acaba de perder a su padre. ¡Pobrecilla! ¡Ahora
mismo iré a darle el pésame y a ofrecerle mis servicios!
–Claro, claro, ¿Quién soy yo para oponerme? –Sulu
contorsionó su cola, y acto seguido a cuatro patas fue tras los pasos de su
ama.
Mientras se encaminaba hacia el castillo, Cosette
se preguntó sobre qué tan oportuno sería que ella le comente a la joven condesa
sobre su parentesco. Guardaba la esperanza de que ella y Carmina pudiesen
volverse las mejores hermanas, pero entonces su sentido común se hizo presente
y rápidamente se encargó de derrumbar su ilusión. "¡Qué locura! Sería una
total falta de respeto hacia ella y hacia su madre, ¡y peor aún ahora que ha
muerto el conde! Me verían como a una oportunista sin escrúpulos.
Definitivamente lo mejor será ocultarles la verdad para siempre. Después de
todo, no creo que a la joven condesa le resulte muy halagador el saber que
cuenta con una bastarda como media hermana", Cosette reflexionó. "Me
conformaré con ser su mejor amiga. Sí, eso será suficiente para mí, es más de
lo que merezco... como única retribución le pediré que me aconseje sobre mi
terrible situación. Con su ayuda seguro que podré dejar de ser un monstruo y
por fin podré purificarme de todas mis culpas. Le haré caso en todo lo que me
diga, cualquier penitencia que me recomiende hacer la realizaré sin rechistar.
Haré lo que sea con tal de poder resarcirme de este repugnante crimen que no
deja de estrujar con las cadenas del remordimiento a mi herido
corazón...".
Arnauld detuvo el caballo ante la fachada de la
casa de Cosette. Esta era una vieja vivienda de piedras y adobe sostenida por
vigas de madera. Bajó de su montura y se acercó a tocar la puerta. Enarcó una
ceja cuando le llegó el ruido de voces infantiles. "¿Será qué...?",
él se imaginó que aquellos niños podrían tratarse de los hijos de Cosette, pero
entonces la puerta se abrió y un rostro totalmente inesperado se apareció ante
él.
–Sí, ella vino temprano esta mañana. Le expliqué
que sus padres abandonaron el pueblo tras vendernos la casa. ¡Ah! Me dio tanta
pena la pobre –la señora de la casa respondió una vez Arnauld le explicó su
razón para estar allí.
–¿Y le dijo a dónde iría?
–Bueno... –la señora de pronto mostró una
expresión preocupada. A continuación, ella le contó a Arnauld lo que Cosette
pretendía hacer–. Le advertí que no lo haga, ya habrás oído todo lo que se
habla de la joven condesa. Pero mi marido nos interrumpió y me impidió
explicarle bien las cosas. Por suerte ahora él ya se ha ido a trabajar, o sino
ya estaría aquí gritándome para que vuelva a la casa a hacer mis quehaceres...
–¿Entonces los rumores son ciertos? –Arnauld
contempló a la señora con los ojos muy abiertos–. ¿Realmente la hija del conde
es una degenerada que goza torturando a las jóvenes que toma a su servicio?
–Todas las muchachas que ella tomó bajo su cargo
jamás han vuelto a ser vistas. No sé qué tan cierto sea lo de que las tortura
por mera diversión, pero de lo que si estoy segura es de que a ninguna de esas
pobres muchachas jamás las he vuelto a ver luego de que entraron a trabajar al
castillo. Y lo digo de primera mano. Dos de esas pobres chicas eran conocidas
mías, después de todo.
–¡Dios mío! –Arnauld se llevó una mano a su
frente. Una gota de helado sudor le descendió por una de sus sienes.
–Si la encuentras adviértele del peligro. Dile que
busque trabajo en otro lado, o, mejor aún, que se vaya de este pueblo. La
condesa y su hija se han pervertido desde que les llegó la noticia de la muerte
del conde Dubois. Sino mira a nuestro pobre pueblo: ¡cada vez está peor! Con
impuestos más altos, con más crímenes y con una escandalosa proliferación de negocios
de dudosa reputación...
–Pierda cuidado, señora. Apenas la vea se lo diré
–Arnauld agradeció la información con un gesto de la cabeza, y acto seguido
corrió hacia su caballo. Lo arreó con fuerza y el animal aceleró con premura,
tras soltar un prolongado relincho.
Buscó a Cosette por todo el pueblo. Preguntó por
ella en cuanto establecimiento halló abierto, se entrevistó con todas las
personas que pudo, recorrió las calles de arriba a abajo. Llegó a tal punto de
desesperación que a punto estuvo de solicitarle su ayuda a los soldados con los
que se cruzó. Y es que lejos de aliviar su preocupación, cada vez que
intercambiaba palabras con algún poblador este le repetía lo mismo que ya venía
escuchando desde la posada. "Santos cielos, Cosette. Solo espero que no te
hayas metido en la boca del lobo", Arnauld rogó para sus adentros cuando
cabalgando por un camino divisó a lo lejos el perfil del castillo del conde.
Detuvo su caballo cerca de los terrenos del conde,
en el sendero que se desviaba del camino real. El cielo lucía gris y suaves
copos de nieve caían desde lo alto. Pronto anochecería. Arnauld bajó de su
caballo, lo ató a un árbol cercano, y luego esperó. Pronto por el sendero
comenzaron a pasar los jornaleros que acababan de culminar sus labores en las
tierras del conde. El joven Caballero Místico se dedicó a interrogar a cuanto
campesino pudo. Uno que otro lo reconoció, la mayoría no. Aun así, la mayor
parte de ellos contestaron sin ningún reparo a sus interrogantes. Así Arnauld
se enteró de que el castillo se encontraba atestado de soldados reales, quienes
bebían y reían en el salón principal. Al respecto, unos pobladores que fueron
jalados para trabajar de mozos le comentaron sobre algunas de las exclamaciones
y arengas que oyeron decir a los soldados mientras los atendían, tales como:
"¡Un brindis para que se mueran todos esos infames Caballeros
Místicos!", "¡Me darán una buena recompensa por haber acabado con
esos dos!", o "¡Salud por la cordial hospitalidad de la condesa y de
su bella hija!". También se enteró de que entre los soldados se
encontraban esos dos que viese en la plaza, los que portaban las temibles gemas
verdes. Solo un par de muchachas le indicaron que les parecía haber visto a una
jovencita con las características de Cosette ingresando al castillo. Fue
suficiente para convencerlo. Decidió esperar a la noche, a que aquellos
soldados estén durmiendo la borrachera. "...Además, amparado por la
oscuridad podré moverme con mayor libertad. Por favor Cosette, resiste hasta
entonces. ¡Dios! Espero que todo el pueblo esté equivocado. Si pierdo a
Cosette, si te pierdo a ti también... ¡¿qué clase de Caballero Místico seré si
ni siquiera puedo proteger a mi tan querida amiga de la infancia?!".
Cuando Cosette llegó a las tierras del conde había
salido un poco de sol. Ella tomó aquello como una señal de buen augurio. Avanzó
por el camino que llevaba hasta el castillo y que se abría por entre los campos
de cultivo. Allí contempló con cierta nostalgia el trabajo de los jornaleros.
Soltó una melancólica exhalación. Algunos levantaron la cabeza para verla, ya
sea porque la recordaban o porque simplemente les llamaba la atención ver a una
simpática muchachita rubia seguida por un mono tan llamativo.
La joven se sorprendió cuando el capataz le salió
al encuentro. Él la recordaba perfectamente. Le preguntó por lo que había sido
de ella en todo el tiempo que no estuvo yendo a trabajar. Luego le preguntó por
su salud y por sus padres. Cosette le contestó sin ningún problema, pues en
todo momento el hombre se mostró de lo más amable. Ella no lo recordaba así de
buena gente, pero a esas alturas la verdad es que le daba igual. Cuando la
joven le comentó sobre sus intenciones, el rostro del capataz se iluminó. Solo
Sulu se percató de la fugaz sonrisa avariciosa que se dibujó en su rostro,
aunque se cuidó de no decir nada.
–Por aquí, por aquí –el capataz dejó su trabajo y
con suma cortesía invitó a Cosette para que lo siga hacia el castillo–. La
señorita estará muy complacida de tenerte como su doncella, ya lo verás.
Cosette se puso contenta al oír esto, y muy
obediente siguió al hombre. Él ingresó al patio interior ubicado tras las
murallas del castillo. Saludó a los soldados que montaban guardia con un gesto
de la cabeza, y con similar gesto señaló a la joven que lo acompañaba. Por toda
respuesta los soldados asintieron con la cabeza, aunque poco después se
codearon y se susurraron cosas que Cosette no llegó a oír. Tras pasar el patio
interior ingresaron al salón de recepciones del castillo. Allí Cosette vio
muchas capas azules moviéndose de aquí para allá: soldados reales acomodándose
en largas mesas, bebiendo de odres de vino, de jarros de cerveza, y todos
celebrando algo muy alegres y animados.
Cuando la vieron muchos de los soldados le
silbaron y la invitaron a acompañarlos un rato. –La estoy llevando ante la
joven condesa. Lo lamento, caballeros –el capataz intervino. Los soldados
realizaron un gesto de asentimiento y ya no insistieron más.
Dejaron atrás el gran salón, y se internaron por
un pasadizo. Tras avanzar por una serie de recodos y pasajes, finalmente
llegaron ante la puerta de un gabinete. El capataz tocó. Al poco rato se oyó
una voz joven preguntando: "¿quién es?". El capataz respondió y acto
seguido fue invitado a pasar. –Espérame un momento, iré a anunciarte –el hombre
le dijo a Cosette, y acto seguido se internó en el gabinete, cerrando la puerta
tras de sí.
Al poco rato salió muy contento, con una pequeña
bolsa de monedas bajo el brazo. –Puedes pasar, la joven condesa te espera –le
indicó a Cosette, y a continuación siguió con su camino, muy contento y jovial.
Incluso comenzó a silbar.
"Esto se está poniendo interesante, ju ju.
¿Una recompensa por haberle traído a Cosette? Definitivamente esa tal Carmina
se trae algo entre manos", Sulu celebró para sus adentros.
La joven condesa invitó a Cosette a sentarse. Tocó
una campanilla y al poco rato llegó un ama de llaves. Carmina le ordenó que les
traiga el té. –Y bueno, Henry me dijo que deseas trabajar para mí –ella comenzó
tras tomar asiento en un mullido sillón. Cosette se encontraba sentada en uno
idéntico situado a su costado.
–Sí, señorita. Yo, yo... –Cosette se puso
colorada–. Yo siempre la he admirado mucho. Usted me parece una santa, y por
eso es que yo...
Cuando Carmina oyó lo de "santa" se echó
a reír con sonoras carcajadas. Para Cosette fueron como música celestial. Y es
que hasta para reír la joven condesa no dejaba de tener clase. –Ya pronto te
darás cuenta de si soy tan santa como lo crees.
"¡Es tan humilde!", Cosette se dijo para
sus adentros, admirada. A continuación, ella le contó a la condesa sobre su
situación. No escatimó en detalles. A Sulu no se le escapó el morbo que comenzó
a crecer en la joven condesa a medida que Cosette iba adentrándose en los
momentos más escabrosos de su historia.
–¡Vaya, me has hablado como si yo fuese el
sacerdote Bernard y tú una feligresa en pleno rito de la confesión! –Carmina
exclamó divertida una vez Cosette terminó de hablar.
–Lo siento, pero yo creí que usted... –Cosette
enrojeció terriblemente.
–¡Oh, no, no! No me estoy burlando de ti. Pierde
cuidado. Todo lo contrario, ¡me encanta el que me veas así, como si yo
realmente fuese una santa! Es más, como agradecimiento por tu tan admirable
sinceridad, no solo te contrataré como mi doncella, sino que te convertiré en
mi protegida. ¿Qué te parece?
–¡Joven condesa! –Cosette se levantó de la silla y
se postró ante Carmina. Tomó su mano y comenzó a besarla en franca señal de
agradecimiento. No pudo evitar que algunas lágrimas se le escapen.
Desde un rincón de la habitación, Sulu sonreía con
malicia. Y es que a sus avispados ojos no se les escapó la excitación que
acometió a Carmina cuando Cosette le dedicó su conmovido gesto de
agradecimiento.
El resto de aquel día Cosette se la pasó
realizando actividades domésticas de poca monta. En más de una ocasión ella le
comentó a la joven condesa si no tenía algún trabajo más arduo para que haga,
pero por toda respuesta recibió una maternal sonrisa. Para la hora del almuerzo
la joven condesa la llevó a la mesa principal. Allí le presentó a su madre, la
condesa Louise, y a un joven que comía a su lado. A Cosette le extraño la
presencia de aquel joven, pero decidió no decir nada. En su interior no le
cabía la felicidad. Y es que no solo había sido acogida por la joven condesa,
sino que incluso esta la trataba como a un miembro más de la familia.
"Como si supiese que soy su hermana perdida, ¡qué emoción!", Cosette
se dijo para sus adentros. Una vez más la ilusión de confesarle que era su
media hermana le salió a flote, aunque al final logró sumergirla una vez más.
"No, aún es muy pronto. No quiero arruinar tan precioso momento".
Aquella tarde Carmina se dedicó a mostrarle a
Cosette el castillo. –¡Es cierto, cuanto lamento su perdida, señorita! –Cosette
exclamó de pronto cuando pasaron ante un retrato del finado conde.
–Ah, sí, mi pobre padre. Lo odié por abandonarme e
irse a esa estúpida guerra. Sin embargo, a estas alturas ya lo he perdonado.
¡Ese tema ya quedó superado! –Carmina se enjugó un par de lágrimas que le
asomaron a los ojos. Aunque rápidamente se recuperó y cambió de tema. Cosette
quedó admirada con los tesoros y maravillas artísticas que le fue mostrando la
joven condesa. "Es tan lista, sabe tanto de historia, de arte, de libros:
¡qué admirable!", Cosette se deshizo en halagos para con su anfitriona.
Algunos pasos detrás siempre las seguía Sulu. En un primer momento la condesa
se mostró encantada con él, aunque pronto lo olvidó. Ella no tenía ojos para
otra cosa que no sea Cosette.
Aquella noche la cena fue incluso más frugal que
el almuerzo. Cosette probó platillos que jamás se hubiese imaginado que
siquiera pudiesen existir. Y ni qué decir de los vinos. Ella llegó a sentir
remordimiento por estar probando tales manjares en vez de estar cumpliendo con
alguna penitencia que la redimiese de las atrocidades cometidas en el pasado.
Así se lo hizo saber a la joven condesa. –¿De qué te preocupas? ¡Tú no tuviste
la culpa de nada! ¿Es que no lo ves? En todos los casos tú simplemente fuiste
la víctima, tanto en lo de la orgía satánica como en lo del asesinato de ese
pobre niño. ¡Los verdaderos culpables son aquellos que te engañaron, que se
pudran en el infierno los malnacidos! –esta fue la respuesta que obtuvo por
parte de Carmina.
Aunque tal respuesta aplacó en algo su cargo de
consciencia, no fue suficiente como para disiparlo del todo. Cosette no
disfrutó de la cena como su joven anfitriona lo hubiera querido. Ella por
supuesto lo notó, aunque decidió no decir nada. Para esta oportunidad solo
estuvieron presentes las dos en la mesa. Cosette se preguntó que habría sido de
la condesa Louise y del joven que la acompañaba.
Cosette no supo si se trató de una mala pasada de
las velas que iluminaban la estancia o si se había pasado de copas con el vino,
la cuestión fue que de pronto comenzó a sentir mareos y a ver borroso. Trató de
ponerse de pie, pero casi se fue de bruces. Al poco rato llegó Carmina para
asistirla. Ella hizo un gesto con la cabeza y dos soldados que vigilaban la
puerta se acercaron para ayudarla con su joven invitada. Lo último que pudo ver
Cosette antes de perder el conocimiento fue que la joven condesa le abría las
puertas a una lujosa recamara, en donde le indicó que ella podría descansar.
Arnauld se alegró de que aquella fuese una noche
sin luna. Con su espada envainada en la cintura y cubierto por una túnica
marrón con capucha, él se acercó de la forma más sigilosa posible hacia el
castillo. Gracias a sus años como jornalero del conde, él conocía de la
existencia de una torre que contaba con una ventana siempre abierta. Amparado
por la oscuridad, el joven Caballero Místico incrementó sus vibraciones de alma
y acto seguido comenzó a escalar por las piedras que conformaban la pared de
aquel sector del castillo. Un humano corriente jamás habría podido ejecutar una
hazaña tan increíble.
Tras ingresar por la ventana abierta se encontró
ante una pestilente y diminuta habitación sin ningún mobiliario. Arnauld dedujo
que era utilizada como baño. Rápidamente salió de allí. Dio a un pasadizo
iluminado por antorchas. Él concentró su vibración de alma en sus ojos y
orejas. Acto seguido inició su avance.
"¿Dónde estás, Cosette?", el joven
Caballero Místico se preguntó tras varios minutos de búsqueda infructuosa.
Gracias a los trapos con los que había cubierto sus botas, sus pisadas eran tan
silenciosas como las de un gato al asecho. Un par de veces se topó con soldados
que montaban guardia, pero rápidamente pudo reducirlos con un certero golpe del
mango de su espada en la nuca, el cual en el acto los dejaba inconscientes.
Pasó por un pasadizo poco iluminado y sin nadie
que montase guardia allí. No creyó encontrar nada en un lugar tan desamparado,
pero entonces le llegó el sonido de unos tenues quejidos femeninos.
"¡Cosette!", él creyó que la joven estaría siendo torturada por la
degenerada Carmina, de modo que sin pérdida de tiempo fue tras el sonido. Llegó
hasta una robusta puerta reforzada con cintas de hierro y remaches. En un
primer momento optó por tocar, pero rápidamente fue consciente de la estupidez
que aquello representaba. Desenvainó su espada y la sujetó con ambas manos, en
tanto comenzó a concentrar en la hoja una gran cantidad de su vibración de
alma.
De un certero tajo el picaporte fue partido. A
continuación, Arnauld abrió la puerta de una patada. Sin embargo, lo que
encontró allí adentro fue algo que jamás se habría esperado presenciar. Sobre
una cama desordenada, la condesa Louise se hallaba siendo fornicada por Dante,
quien situado detrás de ella la embestía con fuerza y a la vez la nalgueaba sin
ninguna contemplación. Los quejidos provenían precisamente de la boca de la
condesa, cuyo rostro yacía deformado por el placer. La habitación únicamente
estaba iluminada por un alto candelabro que portaba muchas velas. Su ambarino
resplandor incrementó aún más la sensación de irrealidad y desconcierto que en
ese momento acometió a Arnauld.

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