Canto 1: Susurros del desierto profundo
Desde que tuvo memoria ella ya era una esclava.
Su madre le contó que una noche su aldea fue atacada por forajidos del
desierto, quienes asesinaron, saquearon e incendiaron, y luego aprisionaron a
todos los sobrevivientes. –Asesinaron a tu padre en frente de mis ojos, luego
me llevaron a rastras hasta el centro del pueblo. Yo en aquel entonces ya me
encontraba esperándote. “Que el altísimo nos ampare”, yo rogaba por mi vida, y
sobre todo por la tuya, tan frágil e indefensa en mi vientre. Pero grande es la
misericordia del que todo lo ve, pues hemos podido sobrevivir hasta ahora, y si
las cosas marchan bien, podremos ser compradas por un señor de bien que nos
trate con bondad ¡Que el omnisciente oiga mis plegarias!
Iris, una niña de apenas unos cinco años de edad,
aunque de mirada fiera y muy enérgica, no compartía del todo los anhelos de su
madre. Ella no quería seguir siendo una esclava. A su corta edad, la pequeña ya
había visto bastante del vasto mundo gracias a las ferias y mercados de tantos
pueblos y ciudades en donde ella y los demás esclavos habían sido llevados por
sus captores para ser exhibidos y comercializados. Iris amaba las joyas y los
vestidos elegantes y de tela fina de las doncellas que acompañaban a los
poderosos jeiques y ricos mercaderes, y se encandilaba con las mil y una
maravillas y manjares que también se exhibían en los comercios de alrededor.
Además, de cuando en cuando oía fascinantes historias que intercambiaban los errantes
del desierto, los piratas y mercenarios, los forajidos y demás aventureros que
vivían a plenitud su libertad en la vastedad del imperio Retter.
En esta ocasión el puesto de esclavos se
emplazó en el costado derecho de unas amplias graderías que cruzaban la ciudad
desde la puerta de ingreso hasta las murallas del palacio del califa. Aquella
ciudad se emplazaba en un monte rodeado de bosques y cuya cara daba al océano.
Era uno de los más magníficos oasis que la pequeña Iris había contemplado en toda
su vida de esclava. Se fijó en las doradas cúpulas del palacio del califa. Su
majestuosidad y lujo destacaban imponentes sobre las faldas del monte que
yacían debajo. Iris soltó una anhelante exhalación.
–Me la llevo –un soldado de armadura negra
interrumpió sus cavilaciones. El esclavista lo trataba con demasiado respeto y
zalamería, mucho más de lo acostumbrado. Al poco rato Iris fue separada de su
madre de un tirón y, tras ser liberada del grillete que le rodeaba el cuello,
fue entregada al hombre. La madre de la muchacha intentó aferrarse a su hija,
pero fue tumbada tras recibir un fuerte varazo en las piernas por parte de uno
de los esbirros del esclavista. De rodillas ella se arrastró hasta el soldado y
le suplicó que la llevase a ella también. El hombre la contempló con desdén,
luego se fijó en la niña. Frunció el ceño y acto seguido desenvainó su pesado
alfanje–. Toma, supongo que no tendrás quejas con este pago –el hombre le
tendió al esclavista un saquito repleto de monedas de oro.
–No, ninguna mi señor. Esto cubre de sobra el
precio por las dos esclavas –el esclavista hizo una exagerada reverencia tras
tomar el saquito y hacerlo desaparecer debajo de los pliegues de sus ropas.
–Vámonos –el soldado tomó con firmeza a la niña
del cuello, y de un jalón la hizo ponerse en marcha. La pequeña Iris giró la
cabeza, y con los ojos empañados por las lágrimas contempló por última vez el
rostro de su madre. Poco después, un par de trabajadores del esclavista
levantaron el cuerpo sin cabeza y se lo llevaron. Luego otro trabajador tomó la
cabeza de la mujer, que había rodado varios metros más allá, y la introdujo
dentro de un saco, que acto seguido amarró y se lo llevó a quien sabe dónde a
toda velocidad.
–Limpien, limpien todo este desastre,
haraganes, que tanta sangre me va a espantar a la clientela –la pequeña llegó a
oír la detestable voz del esclavista antes de doblar una esquina.
Desde aquel entonces su vida se transformó en
un infierno. Tabur, el soldado de la negra armadura, resultó tratarse de un
capitán de los Legionarios del Desierto, la principal fuerza militar del Sultán,
y, por ende, de todo el imperio. Ella se volvió la sirvienta de las tres
esposas de Tabur, y también de sus insufribles hijas. Por años no conoció ni
una sola palabra amable, ni una sola mirada de compasión o de mínima empatía.
Ni las bestias de carga eran tan vapuleadas como la pobre. Durante todo este
tiempo ella aprendió a obedecer y a no contradecir en nada a sus amos. Aun así,
ni su absoluta sumisión la libraron de las palizas. Pronto descubrió que su
función en aquella casa no era tanto de sirvienta, sino la de cruel
entretenimiento para las sádicas y despiadadas esposas e hijas de Tabur, y no
solo de ellas, sino que también del mismo Tabur. Él siempre era el encargado de
propinarle las peores palizas. Con que gusto lo realizaba. Iris hasta podría
jurar que él anhelaba con ansias la más mínima queja de sus esposas para de
inmediato ir a por la vara y a rastras conducirla al establo de los camellos,
su lugar favorito para dar rienda suelta a toda su violencia hasta entonces
contenida.
La trágica situación no cambió hasta que Iris
cumplió catorce años. Sorprendentemente, a esas alturas la mirada de fiero
anhelo que desprendían sus ojos verdes tampoco sufrió ningún cambio. Los demás
esclavos de la casa apreciaban bastante a la muchacha, pues lejos de
derrumbarse ella era su principal fuente de ánimos. Su vitalidad y energía eran
contagiosas, así como su increíble sentido del humor. Ninguno de sus compañeros
de desgracia comprendía como ella podía siquiera sonreír teniendo una vida tan
desgraciada. Sin embargo, Iris había sobrevivido tanto tiempo sin perder la
cordura precisamente gracias a su buen humor. La risa se había convertido en su
único refugio, en su única alegría ante tanto infortunio. Por supuesto, ella no
esperaba que nadie lo comprendiese, así que cuando alguno de sus compañeros le
señalaba este punto ella simplemente se limitaba a responder con una sonora
carcajada acompañada de una descarada encogida de hombros.
–Es la hora –Tabur la despertó de una patada en
el estómago. Iris se retorció del dolor en su jergón, pero no soltó ni un
quejido. A esas alturas sabía que cualquier muestra de sufrimiento solo le
serviría para alimentar las retorcidas ansias de castigarla de su amo–. Te has
vuelto una muchachita muy bella. Además, no es común por estos lares ver a
alguien con ese rojizo tono de cabello. Algún emir o califa seguramente me
pagaría muy bien por tener a tan exótica belleza en su harén. Sin embargo, ¡ah!
–Tabur soltó una exhalación–, te necesito para otros fines. Desde que te vi
hace ya tantos años en aquel mercado supe que serías la opción más indicada
para este propósito…
Iris no oyó nada más, pues apenas Tabur se
percató de que ella lo oía con atención, le propinó una soberana paliza. –¡No
es correcto oír los pensamientos de tu amo, insolente esclava!
Horas después, bajo el mando de Tabur, un
escuadrón de Legionarios partió de la ciudad y se internó en el desierto. Iris
iba dentro de un carromato tirado por un par de camellos y escoltado por dos
Legionarios a caballo.
–Dicen que el mismísimo Sultán, que Alsia
siempre lo guarde, le ha encargado esta misión al capitán –uno de los escoltas
le dijo a su compañero.
–Lo que no entiendo es, ¿para qué necesitamos
de la mocosa? –el otro escolta contempló a Iris a través de los barrotes del
carromato.
–Oí que una bruja del desierto le predijo hace
muchos años al Sultán que una niña esclava de rojiza cabellera encontraría un
corazón de Dragón en algún rincón del imperio. Le dijo que esta niña tendría el
don de distinguir la voz de Alsia en medio de los furiosos soplidos del
desierto inexplorado de la zona central. El sultán quiere ese corazón para
entregárselo a su hijo como obsequio por haber alcanzado la edad del guerrero.
–No puede ser. Entonces, ¿son ciertas las
leyendas sobre los corazones de dragón? ¿es verdad que a quien devore un
corazón completo se le otorgará los poderes del dragón que lo poseyó en vida?
–Dicen que el Sultán ha devorado tres corazones
de Dragón y por eso es tan poderoso.
–Creí que su gran poder provenía de la
bendición de Alsia, el altísimo.
–Es obvio que los corazones se los proporcionó
el mismísimo misericordioso entre misericordiosos. De lo contrario, ¿Cómo se te
ocurre que hubiera podido obtenerlos? Nadie se adentra en los desiertos del
centro porque es dominio de los efrits y de otras entidades malignas, además de
que allí también habitan los mismos dragones, los que por cierto son monstruos
invencibles, que no te quepa la menor duda.
El compañero del legionario que acababa de
hablar tragó saliva. –Si es así, ¿Cómo se supone que obtendremos el corazón?
–La predicción, amigo mío, no te olvides de la
predicción. La niña nos conducirá por terreno seguro, y, según sé, el dragón al
que buscamos se hallará moribundo cuando la chica lo encuentre, por lo que
matarlo no nos resultará muy difícil.
–Solo le ruego al todopoderoso que lo que
predijo esa bruja sea cierto.
Iris disimulaba estar distraída contemplando el
cielo, pero en realidad oía con extrema atención la conversación de los
escoltas. En su rebelde cabecita pronto comenzó a formarse un avezado plan.
Llegaron al límite de la zona explorada. Más
allá se extendía el inconmensurable desierto de la zona central del imperio.
Según se decía, nadie que haya ingresado aquí había conseguido regresar para
contarlo. Solo el gran profeta y fundador de la dinastía de los Kroha, el
linaje que gobernaba al imperio, había conseguido la hazaña. Así, todo lo
conocido sobre el enigmático lugar se sabía gracias a los escritos del profeta
en el Mutra, conocido también como el Gran Libro de Alsia el Supremo.
Soltaron a Iris y de un empujón la instaron a
internarse en el desierto. Le dieron una túnica y un odre de agua, nada más.
Como pudo ella se cubrió con la túnica y se colgó el odre sobre uno de sus
maltrechos hombros. El sol del desierto era abrasador, y la arena bajo sus desgastados
zapatos le producía un insoportable ardor en las plantas de los pies.
Los soldados siguieron de lejos el errático
andar de la muchacha por todo el día. Llegada la noche, ya completamente
exhausta, Iris se dejó caer sobre una duna de arena. Al poco rato se quedó
profundamente dormida. Despertó cuando el sol ya estaba en lo más alto. Se puso
de pie con cierta dificultad, y para su sorpresa contempló a la tropa
esperándola a una distancia considerable. Se preguntó porque nadie la habría
obligado a despertarse. “Ya veo, tal parece que eso de la profecía era cierto”,
la joven caviló para sus adentros. Una tenue sonrisa se dibujó en sus resecos labios.
No le importaba si la profecía era cierta o no. Su plan era simple: conduciría
a aquellos desgraciados hasta lo más profundo del desierto y allí ellos
compartirían su fatal destino. Así se vengaría de Tabur y a la vez se liberaría
por fin de su yugo para siempre.
Pasaron dos días más. Cada mañana, al
despertar, encontró a su costado un paquete con comida y su odre lleno de agua.
Entendió que los soldados la habían proveído del sustento necesario para que
continúe con su labor. “Sobreviviré hasta que se les acabe todo, y no
encontrarán nada. Cuando se den cuenta de que los he estado conduciendo hacia
la nada ya será demasiado tarde. Una esclava les va a ver la cara, idiotas”.
Pasó un mes y el cuerpo de Iris ya no podía
más. “Así que al final moriré antes de poder ver sus rostros cargados de
desesperación”, ella contempló desde la distancia a la tropa, que aguardaba de
lo más tranquila a que ella termine de despertarse y retome la marcha. Como
pudo la joven consiguió ponerse de pie. Dio un par de pasos, soltó una larga y
desganada exhalación. Dio otro par de pasos. Cuando movió su pie en un nuevo
paso, este se hundió y al instante le siguió el resto del cuerpo de la
adolescente. De un momento a otro, Iris acababa de ser engullida por el
desierto.
Tabur y sus hombres no podían creer lo que
acababa de suceder. Arrearon sus caballos y camellos hasta el lugar en el que
momentos antes había estado la muchacha. Buscaron con desesperación. No
consiguieron hallar ni el menor rastro.
Iris descendió por una especie de resbalón de
arena hasta que fue arrojada hacia una amplia caverna subterránea. El lugar
estaba iluminado por extraños cristales iridiscentes. Apenas se puso de pie oyó
una extraña voz susurrando. Podía distinguirla de entre un silbante ventarrón
que soplaba desde quien sabe qué lugar. “No puede ser”, los ojos de la muchacha
se abrieron producto de la sorpresa. Y es que ella podía entender lo que decía
la voz susurrante. “Iris, ven Iris”, decía la voz. Miró a sus costados. No
parecía haber salida alguna. Su detrás estaba completamente cubierto por una
reciente avalancha de arena. Solo tenía una opción. Siguió el llamado de la
voz.
La caverna se alargaba hasta donde le alcanzaba
la vista. ¿A dónde la conduciría la voz? Rogó al altísimo que le tuviera compasión,
y que, si su destino era morir en aquel lugar, que al menos dicha muerte fuese
lo menos dolorosa posible.
La caverna comenzó a estrecharse y se transformó
en un pasillo. Iris avanzó, cada vez más dubitativa. Al poco rato divisó una
luz al final del pasillo. Se detuvo por un momento, pero a sabiendas de que en
aquel sitio alejado de la mano del altísimo detenerse no marcaría ninguna
diferencia, se espabiló. Soltó una larga exhalación, y acto seguido reanudó sus
pasos.
Al salir del pasillo se topó con una caverna
aún más grande que la anterior. Sin embargo, a diferencia de en la anterior,
aquí enormes columnas sostenían un altísimo techo abovedado. Avanzó por la nave
central de aquella especie de templo arcano. La luz provenía de grandes prismas
de cristal, los mismos que había visto antes, solo que ahora sus rayos de luz
iridiscente eran mucho más potentes. De pronto, un monstruoso ronquido la hizo detenerse
en seco. Se percató de lo que la esperaba al fondo del enorme recinto. No se
trataba de un portentoso altar de mármol blanco, como creyó en un inicio, sino
de un enorme dragón de dicho color, el cual dormía plácidamente enroscado sobre
sí mismo.
“¿Qué se supone que debería de hacer ahora?”,
Iris se preguntó, en tanto el cuerpo le temblaba de pies a cabeza. Pensó
seriamente en darse media vuelta y alejarse, pero entonces la voz susurrante
que se confundía con el viento volvió a hablarle. “Despiértalo, no temas Iris”,
ella pudo distinguir perfectamente el mensaje. “La profecía de la que hablaron
esos soldados, recuérdala Iris. Se supone que es mi destino hacer esto. Debo
tener fe, no me queda más opción”, ella miró hacia atrás. Allí no le esperaba
nada, solo el hambre y la muerte. Se secó el helado sudor que le perlaba la
frente. Tomó aire y avanzó.
De cerca el dragón era mucho más grande de lo
que le pareció desde lejos. Ella se sentía como un ratón ante un enorme felino.
Pero el miedo no le duró demasiado. Se fijó en las escamas tan blancas de la
criatura. Por un momento llegó a pensar en que aquel ser era muy hermoso. De
pronto, el dragón abrió sus ojos. Eran como dos gemas doradas con pupilas
alargadas como las de una serpiente. Iris retrocedió, pero una vez más el
susurro acudió en pos de tranquilizarla. “No debes temer, jovencita. No me
temas”, la voz susurró en esta ocasión. Los ojos de Iris se abrieron a más no
poder.
–No puede ser –ella se llevó la mano derecha a
los labios.
El dragón se irguió en toda su altura y clavó
sus ojos dorados en Iris. La joven lo contempló boquiabierta. –Las Unma Chaks
te han elegido, jovencita. Ya veo, el momento del Gran Canto ha comenzado.
–¿Unma Chaks? ¿Te refieres a las brujas del
desierto? –Iris no podía creer lo que estaba oyendo. Y el Gran Canto, ¿qué se
supone que era eso?
–Todo a su tiempo, jovencita. El destino se
encargará de revelarte todas las respuestas cuando sea el momento indicado.
Ahora solo importa que sepas una cosa –el dragón llevó sus patas a su pecho y
hundió sus garras en las escamosa y dura piel. Un resplandor cegador lo inundó
todo cuando extrajo desde adentro su palpitante corazón–. Debes comerlo todo,
¿comprendes? Si dejas algo, aunque sea el más mínimo trozo, no podrás asimilar
mis poderes. Y también debes hacerlo lo más rápido que puedas, porque si se
apaga su brillo, todos mis poderes se perderán para siempre. Por fin mi larga
espera ha terminado. Es momento de que los humanos enderecen lo que ellos
mismos han torcido. Así está escrito –el dragón depositó el corazón delante de
Iris. El mencionado órgano estaba cubierto por una hipnótica aura plateada.
Acto seguido, la gran criatura expiró su último aliento y se desplomó,
provocando con ello un temblor que remeció todo el recinto.
Iris contempló el corazón. Tenía el tamaño de
una cabeza de camello. El aura que lo cubría brillaba como una luna a
medianoche. Pero en algún momento se apagaría, así se lo había advertido el
dragón. Iris entendió que no tenía tiempo que perder. “Es mi destino, lo sé”,
ella se convenció, y con determinación comenzó a devorar el corazón.
Los legionarios encontraron a Iris vagando por
entre las dunas del desierto una noche de delgada media luna y de un cielo tan
estrellado como hace mucho no se veía. La apresaron y le preguntaron sobre lo
que le había sucedido. Ella tenía la mirada perdida y parecía ida, como si su
mente hubiese colapsado. Tabur ordenó que la lleven a su tienda. Allí la
abofeteó y la golpeó exigiéndole respuestas, pero nada surtió efecto. Harto,
ordenó a dos soldados que la encierren en el carromato-prisión. Allí despertó
Iris a la mañana siguiente, cuando los inmisericordes rayos del sol le quemaron
la piel.
–¿Dónde estoy? –ella se preguntó con voz
amodorrada. A sus costados contempló a los escoltas. Ellos no hablaban esta
vez. La contemplaban con ojos desconfiados, temerosos.
–¿Será la verdadera muchacha? –uno le preguntó de
improviso a su compañero.
–Tal vez sea un ginn que trata de hacernos
bajar la guardia –el otro escolta respondió.
–¿Cómo se supone que lo sabremos?
Ambos siguieron especulando por un buen rato
más. Iris decidió no hacerles caso. Se cubrió con su túnica y contempló al
infinito cielo. Las nubes se movían con lentitud y plácidamente. De pronto
comenzó a darle sueño. Volvió a dormirse.
Despertó atada a una silla. Ante sí tenía a
Tabur y a un par de soldados. Una lámpara era todo cuanto iluminaba la tétrica
habitación. –¿Y el cielo? Recuerdo haber estado contemplando el magnífico cielo
azul –Iris balbuceó.
–Me dirás todo lo que te pasó cuando
desapareciste o sufrirás las consecuencias –Tabur empuñó con unas pinzas que le
alcanzó un legionario una herradura incandescente. Al verla Iris fue invadida
por un aluvión de pensamientos y visiones. Todas versaban sobre lo mismo: la
miseria humana, su propia miseria humana. Su vida no había sido un jardín de
rosas, prácticamente toda su vida había sido esclava, y una muy maltratada y
abusada, por cierto. Pronto el odio la consumió e Iris ya no pudo mantener más
el control de sus pensamientos. Un poder muy grande se apoderó de su alma, de
su corazón, de todo su ser. Y aquel poder clamaba venganza y destrucción.
–¡Sus ojos! –uno de los legionarios señaló con
voz espantada–, ¡se han vuelto dorados!
–No puede ser –Tabur retrocedió aterrado–. Tú…
maldita perra: ¡te comiste el corazón!
La casa en la que se hallaban fue arrasada por
la enorme criatura que creció desde su interior. Un enorme dragón blanco rugió
y a la vez extendió sus amplísimas alas. Los legionarios apostados afuera de la
casa huyeron despavoridos, rumbo al resto del contingente, el cual esperaba en
la plaza del poblado en el que se habían detenido para descansar.
El dragón blanco agitó sus alas y un feroz
ventarrón mandó a volar a decenas de legionarios junto con escombros, telas de
puestos comerciales y mucho polvo. Los soldados que resistieron le dispararon
una lluvia de flechas, pero con un nuevo ventarrón todas fueron repelidas. La
criatura, del tamaño de un edificio de cuatro plantas, con una velocidad
aterradora se abalanzó sobre los soldados y con sus garras y dentelladas fue
descuartizando a todo ser vivo que se le atravesase.
El dragón blanco voló y contempló su obra.
Cuerpos cercenados, sangre desparramada por doquier, caos, destrucción y un
reguero de escombros. El monstruoso ser tomó aire y luego emitió un rugido espantoso
que remeció el desierto en un radio de varios kilómetros a la redonda. Luego se
alejó volando.
Desde lo alto de una duna, una persona cubierta
de una túnica negra y con un velo rojo que le difuminaba el rostro contempló al
dragón blanco pasar por entre las nubes. De debajo de sus ropajes esta persona extrajo
una esfera y la lanzó al cielo. Mientras la pelota se elevaba, el individuo de
la túnica negra recitó unas palabras en un idioma indescifrable para el oído
profano, y entonces la esfera estalló en una nube de humo dorado. El dragón
giró al oír el estallido y volvió sobre los aleteos de sus poderosas alas. La
extraña persona de la túnica negra lo observó acercarse, hasta que finalmente
tuvo al dragón en frente y con las terribles fauces abiertas.
Iris despertó en una cavidad cavada debajo del
desierto. El lugar estaba iluminado por un tragaluz por el que se filtraba la
luz del sol. Se hallaba echada sobre un conjunto de mantas apiladas en el suelo
a modo de cama. Aparte, una serie de cachivaches y de vajilla muy desgastadas
ocupaban la austera habitación. Con las piernas dobladas en posición de loto,
una anciana la contemplaba en tanto removía un preparado que se cocía sobre una
pequeña hornilla artesanal. –¿Dónde estoy? –La joven se tomó la cabeza. Fue
entonces que palpó algo duro que tenía sobre el pelo–. ¿Qué es esto? –ella
chilló presa del pánico. La anciana por toda respuesta le alcanzó un espejo. El
grito que Iris lanzó esta vez hizo eco por un buen rato en la rustica estancia.
Sobre la cabeza Iris tenía un cráneo de dragón,
un exoesqueleto que le cubría la cabeza a modo de espantoso casco. –Debe ser
una broma –ella intentó arrancarse el cráneo, pero este formaba parte de su
cuerpo, así que no pudo despegarlo ni un solo milímetro.
–No durará para siempre, solo hasta que te
quites los brazaletes –la mujer señaló a las muñecas de la joven. Iris
contempló sus muñecas y se percató de los brazaletes que las cubrían. Eran de
reluciente metal rojizo y sobre su superficie lucían labrados extraños dibujos
que recordaban a efrits, dragones y otras extrañas criaturas mitológicas del
desierto profundo–. No te recomendaría que lo hagas –la anciana añadió cuando
con desesperación Iris intentó sacárselos de las muñecas.
–¡¿Y porque no, si se puede saber?! –Iris le
replicó fuera de sí.
–Si lo haces, nuevamente perderás el control
–con toda calma la anciana le respondió.
Iris se tomó las sienes. Comenzaba a recordar
lo sucedido: su transformación, el odio que la consumía cual llamas ardientes
de fuego infernal… después todo se le hacía negro, aunque alcanzó a recordar un
aroma dulzón y espeso. Era el aroma de la sangre. –¿Qué significa esto? ¡No lo
entiendo!
–Debes calmarte –la anciana depositó sus
huesudos dedos sobre uno de los brazos de la joven. Iris la contempló con los
ojos desorbitados–. Comiste el corazón del dragón del viento. Nadie sabe su
verdadero nombre, su nombre secreto me refiero, y nadie lo sabrá nunca, a menos
que tú seas capaz de purificar tu alma. Solo así el nombre te será revelado y
tú podrás controlar su gran poder. Mientras tanto deberás portar esos
brazaletes. Su función es sellar la mayor parte del poder en ese cráneo que te
ha crecido sobre la cabeza. Es la única forma para que no pierdas la razón, ¿lo
entiendes? Tus sentimientos han corrompido el poder. Por eso el poder se ha
vuelto oscuro y caótico. Si te quitas los brazaletes, el poder se apoderará de
ti y aplastará a tu alma. Has tenido suerte de que te encontré a tiempo. De lo
contrario, a estas alturas tu yo consciente ya se habría perdido para siempre.
–Yo… ya lo recuerdo, ¡tenía tanto odio y
resentimiento! En ese momento solo quería aplastar al maldito de Tabur… pero,
¿Quién eres tú? ¿Cómo es que sabes tanto sobre mí y sobre el corazón del
dragón?
–Unma Chaks, soy una bruja del desierto –la
anciana esbozó una tenue sonrisa.
–¡¿Unma Chaks?! –Iris intentó ponerse de pie de
un salto, aunque un dolor generalizado la hizo volver a recostarse–. Tú,
ustedes, las de tu tipo… el dragón me dijo que ustedes me habían elegido para
algo. No recuerdo muy bien que era, pero… ¿qué relación tenías con ese dragón?
–El desierto profundo es un lugar repleto de
misterios. Sin embargo, cada cosa se revelará a su tiempo, cuando así lo
requiera el hilo sagrado del destino.
–¿Qué? ¡¿Pero qué clase de respuesta se supone
que es esa?! –Iris expresó su indignación.
Por toda respuesta la anciana introdujo la mano
en el preparado que hervía sobre la pequeña hornilla, y acto seguido lo sopló
en la dirección de Iris. Un polvo brillante y verdoso cubrió la nariz de la
joven. Poco a poco ella se sintió débil y cansada, hasta que finalmente perdió
el conocimiento.
Cuando despertó seguía en la cavidad que fungía
como habitación. Sin embargo, la anciana había desaparecido. Se levantó, y en
esta ocasión ya no sintió dolor alguno. Al parecer aquellos polvos que le lanzó
la anciana tenían propiedades curativas. Tomó una túnica que encontró en el
suelo y se la puso. Hacía frío. Seguramente afuera sería de noche. El plateado
pilar que se filtraba por el tragaluz así se lo hizo saber. Se agachó para
pasar por un estrecho túnel que conducía hacia la salida. Unos pasos después,
estuvo de vuelta en el desierto. Allí la esperaba un camello atado a una estaca
clavada en la arena. El animal se hallaba arrodillado y moviendo la mandíbula
de un lado al otro. Iris se acercó al animal y contempló las alforjas con las
que estaba cargado. Atado a las riendas del camello encontró un pergamino
enrollado. Lo desató y acto seguido lo abrió. El mensaje era corto y no tenía
ninguna firma. Aun así, a Iris no le costó adivinar quién lo había escrito.
“Descubre el nombre
secreto y cumple con tu destino”.
Iris soltó un bufido y botó el pergamino al
suelo. Pronto este se alejó volando producto del silbante viento del desierto.
Se subió al camello y lo arreó. El animal se puso de pie y comenzó a andar.
Iris no tenía idea de a dónde podría ir. Solo de una cosa estaba segura: ahora
poseía un gran poder, y no dudaría ni por un segundo en usarlo cuando le haga
falta. En su mano formó una esfera de viento que acto seguido lanzó hacia una
duna. La esfera estalló en una potente explosión de arena, como si hubiese
impactado contra la duna una pesada bala de cañón. Iris sonrió. –Gozaré de la
vida: el mundo entero se arrodillará ante mí y ante mi gran riqueza. Ya lo
verán, juro por Alsia el misericordioso que nunca jamás volveré a ser maltratada.
¡Jamás volveré a ser una esclava!
🤩 Si te gustó la historia, no te olvides de hacérmelo saber en los comentarios y de recomendar mi blog con tus amigos. ¡Hasta la próxima! 👋
😻¡Infinitas gracias por leer!😻

Muy interesante gracias
ResponderEliminarmuchas gracias por leerme :)
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