Canto 1: Susurros del desierto profundo

 


Desde que tuvo memoria ella ya era una esclava. Su madre le contó que una noche su aldea fue atacada por forajidos del desierto, quienes asesinaron, saquearon e incendiaron, y luego aprisionaron a todos los sobrevivientes. –Asesinaron a tu padre en frente de mis ojos, luego me llevaron a rastras hasta el centro del pueblo. Yo en aquel entonces ya me encontraba esperándote. “Que el altísimo nos ampare”, yo rogaba por mi vida, y sobre todo por la tuya, tan frágil e indefensa en mi vientre. Pero grande es la misericordia del que todo lo ve, pues hemos podido sobrevivir hasta ahora, y si las cosas marchan bien, podremos ser compradas por un señor de bien que nos trate con bondad ¡Que el omnisciente oiga mis plegarias!

Iris, una niña de apenas unos cinco años de edad, aunque de mirada fiera y muy enérgica, no compartía del todo los anhelos de su madre. Ella no quería seguir siendo una esclava. A su corta edad, la pequeña ya había visto bastante del vasto mundo gracias a las ferias y mercados de tantos pueblos y ciudades en donde ella y los demás esclavos habían sido llevados por sus captores para ser exhibidos y comercializados. Iris amaba las joyas y los vestidos elegantes y de tela fina de las doncellas que acompañaban a los poderosos jeiques y ricos mercaderes, y se encandilaba con las mil y una maravillas y manjares que también se exhibían en los comercios de alrededor. Además, de cuando en cuando oía fascinantes historias que intercambiaban los errantes del desierto, los piratas y mercenarios, los forajidos y demás aventureros que vivían a plenitud su libertad en la vastedad del imperio Retter.

En esta ocasión el puesto de esclavos se emplazó en el costado derecho de unas amplias graderías que cruzaban la ciudad desde la puerta de ingreso hasta las murallas del palacio del califa. Aquella ciudad se emplazaba en un monte rodeado de bosques y cuya cara daba al océano. Era uno de los más magníficos oasis que la pequeña Iris había contemplado en toda su vida de esclava. Se fijó en las doradas cúpulas del palacio del califa. Su majestuosidad y lujo destacaban imponentes sobre las faldas del monte que yacían debajo. Iris soltó una anhelante exhalación.

–Me la llevo –un soldado de armadura negra interrumpió sus cavilaciones. El esclavista lo trataba con demasiado respeto y zalamería, mucho más de lo acostumbrado. Al poco rato Iris fue separada de su madre de un tirón y, tras ser liberada del grillete que le rodeaba el cuello, fue entregada al hombre. La madre de la muchacha intentó aferrarse a su hija, pero fue tumbada tras recibir un fuerte varazo en las piernas por parte de uno de los esbirros del esclavista. De rodillas ella se arrastró hasta el soldado y le suplicó que la llevase a ella también. El hombre la contempló con desdén, luego se fijó en la niña. Frunció el ceño y acto seguido desenvainó su pesado alfanje–. Toma, supongo que no tendrás quejas con este pago –el hombre le tendió al esclavista un saquito repleto de monedas de oro.

–No, ninguna mi señor. Esto cubre de sobra el precio por las dos esclavas –el esclavista hizo una exagerada reverencia tras tomar el saquito y hacerlo desaparecer debajo de los pliegues de sus ropas.

–Vámonos –el soldado tomó con firmeza a la niña del cuello, y de un jalón la hizo ponerse en marcha. La pequeña Iris giró la cabeza, y con los ojos empañados por las lágrimas contempló por última vez el rostro de su madre. Poco después, un par de trabajadores del esclavista levantaron el cuerpo sin cabeza y se lo llevaron. Luego otro trabajador tomó la cabeza de la mujer, que había rodado varios metros más allá, y la introdujo dentro de un saco, que acto seguido amarró y se lo llevó a quien sabe dónde a toda velocidad.

–Limpien, limpien todo este desastre, haraganes, que tanta sangre me va a espantar a la clientela –la pequeña llegó a oír la detestable voz del esclavista antes de doblar una esquina.

Desde aquel entonces su vida se transformó en un infierno. Tabur, el soldado de la negra armadura, resultó tratarse de un capitán de los Legionarios del Desierto, la principal fuerza militar del Sultán, y, por ende, de todo el imperio. Ella se volvió la sirvienta de las tres esposas de Tabur, y también de sus insufribles hijas. Por años no conoció ni una sola palabra amable, ni una sola mirada de compasión o de mínima empatía. Ni las bestias de carga eran tan vapuleadas como la pobre. Durante todo este tiempo ella aprendió a obedecer y a no contradecir en nada a sus amos. Aun así, ni su absoluta sumisión la libraron de las palizas. Pronto descubrió que su función en aquella casa no era tanto de sirvienta, sino la de cruel entretenimiento para las sádicas y despiadadas esposas e hijas de Tabur, y no solo de ellas, sino que también del mismo Tabur. Él siempre era el encargado de propinarle las peores palizas. Con que gusto lo realizaba. Iris hasta podría jurar que él anhelaba con ansias la más mínima queja de sus esposas para de inmediato ir a por la vara y a rastras conducirla al establo de los camellos, su lugar favorito para dar rienda suelta a toda su violencia hasta entonces contenida.

La trágica situación no cambió hasta que Iris cumplió catorce años. Sorprendentemente, a esas alturas la mirada de fiero anhelo que desprendían sus ojos verdes tampoco sufrió ningún cambio. Los demás esclavos de la casa apreciaban bastante a la muchacha, pues lejos de derrumbarse ella era su principal fuente de ánimos. Su vitalidad y energía eran contagiosas, así como su increíble sentido del humor. Ninguno de sus compañeros de desgracia comprendía como ella podía siquiera sonreír teniendo una vida tan desgraciada. Sin embargo, Iris había sobrevivido tanto tiempo sin perder la cordura precisamente gracias a su buen humor. La risa se había convertido en su único refugio, en su única alegría ante tanto infortunio. Por supuesto, ella no esperaba que nadie lo comprendiese, así que cuando alguno de sus compañeros le señalaba este punto ella simplemente se limitaba a responder con una sonora carcajada acompañada de una descarada encogida de hombros.

–Es la hora –Tabur la despertó de una patada en el estómago. Iris se retorció del dolor en su jergón, pero no soltó ni un quejido. A esas alturas sabía que cualquier muestra de sufrimiento solo le serviría para alimentar las retorcidas ansias de castigarla de su amo–. Te has vuelto una muchachita muy bella. Además, no es común por estos lares ver a alguien con ese rojizo tono de cabello. Algún emir o califa seguramente me pagaría muy bien por tener a tan exótica belleza en su harén. Sin embargo, ¡ah! –Tabur soltó una exhalación–, te necesito para otros fines. Desde que te vi hace ya tantos años en aquel mercado supe que serías la opción más indicada para este propósito…

Iris no oyó nada más, pues apenas Tabur se percató de que ella lo oía con atención, le propinó una soberana paliza. –¡No es correcto oír los pensamientos de tu amo, insolente esclava!

Horas después, bajo el mando de Tabur, un escuadrón de Legionarios partió de la ciudad y se internó en el desierto. Iris iba dentro de un carromato tirado por un par de camellos y escoltado por dos Legionarios a caballo.

–Dicen que el mismísimo Sultán, que Alsia siempre lo guarde, le ha encargado esta misión al capitán –uno de los escoltas le dijo a su compañero.

–Lo que no entiendo es, ¿para qué necesitamos de la mocosa? –el otro escolta contempló a Iris a través de los barrotes del carromato.

–Oí que una bruja del desierto le predijo hace muchos años al Sultán que una niña esclava de rojiza cabellera encontraría un corazón de Dragón en algún rincón del imperio. Le dijo que esta niña tendría el don de distinguir la voz de Alsia en medio de los furiosos soplidos del desierto inexplorado de la zona central. El sultán quiere ese corazón para entregárselo a su hijo como obsequio por haber alcanzado la edad del guerrero.

–No puede ser. Entonces, ¿son ciertas las leyendas sobre los corazones de dragón? ¿es verdad que a quien devore un corazón completo se le otorgará los poderes del dragón que lo poseyó en vida?

–Dicen que el Sultán ha devorado tres corazones de Dragón y por eso es tan poderoso.

–Creí que su gran poder provenía de la bendición de Alsia, el altísimo.

–Es obvio que los corazones se los proporcionó el mismísimo misericordioso entre misericordiosos. De lo contrario, ¿Cómo se te ocurre que hubiera podido obtenerlos? Nadie se adentra en los desiertos del centro porque es dominio de los efrits y de otras entidades malignas, además de que allí también habitan los mismos dragones, los que por cierto son monstruos invencibles, que no te quepa la menor duda.

El compañero del legionario que acababa de hablar tragó saliva. –Si es así, ¿Cómo se supone que obtendremos el corazón?

–La predicción, amigo mío, no te olvides de la predicción. La niña nos conducirá por terreno seguro, y, según sé, el dragón al que buscamos se hallará moribundo cuando la chica lo encuentre, por lo que matarlo no nos resultará muy difícil.

–Solo le ruego al todopoderoso que lo que predijo esa bruja sea cierto.

Iris disimulaba estar distraída contemplando el cielo, pero en realidad oía con extrema atención la conversación de los escoltas. En su rebelde cabecita pronto comenzó a formarse un avezado plan.

Llegaron al límite de la zona explorada. Más allá se extendía el inconmensurable desierto de la zona central del imperio. Según se decía, nadie que haya ingresado aquí había conseguido regresar para contarlo. Solo el gran profeta y fundador de la dinastía de los Kroha, el linaje que gobernaba al imperio, había conseguido la hazaña. Así, todo lo conocido sobre el enigmático lugar se sabía gracias a los escritos del profeta en el Mutra, conocido también como el Gran Libro de Alsia el Supremo.

Soltaron a Iris y de un empujón la instaron a internarse en el desierto. Le dieron una túnica y un odre de agua, nada más. Como pudo ella se cubrió con la túnica y se colgó el odre sobre uno de sus maltrechos hombros. El sol del desierto era abrasador, y la arena bajo sus desgastados zapatos le producía un insoportable ardor en las plantas de los pies.

Los soldados siguieron de lejos el errático andar de la muchacha por todo el día. Llegada la noche, ya completamente exhausta, Iris se dejó caer sobre una duna de arena. Al poco rato se quedó profundamente dormida. Despertó cuando el sol ya estaba en lo más alto. Se puso de pie con cierta dificultad, y para su sorpresa contempló a la tropa esperándola a una distancia considerable. Se preguntó porque nadie la habría obligado a despertarse. “Ya veo, tal parece que eso de la profecía era cierto”, la joven caviló para sus adentros. Una tenue sonrisa se dibujó en sus resecos labios. No le importaba si la profecía era cierta o no. Su plan era simple: conduciría a aquellos desgraciados hasta lo más profundo del desierto y allí ellos compartirían su fatal destino. Así se vengaría de Tabur y a la vez se liberaría por fin de su yugo para siempre.

Pasaron dos días más. Cada mañana, al despertar, encontró a su costado un paquete con comida y su odre lleno de agua. Entendió que los soldados la habían proveído del sustento necesario para que continúe con su labor. “Sobreviviré hasta que se les acabe todo, y no encontrarán nada. Cuando se den cuenta de que los he estado conduciendo hacia la nada ya será demasiado tarde. Una esclava les va a ver la cara, idiotas”.

Pasó un mes y el cuerpo de Iris ya no podía más. “Así que al final moriré antes de poder ver sus rostros cargados de desesperación”, ella contempló desde la distancia a la tropa, que aguardaba de lo más tranquila a que ella termine de despertarse y retome la marcha. Como pudo la joven consiguió ponerse de pie. Dio un par de pasos, soltó una larga y desganada exhalación. Dio otro par de pasos. Cuando movió su pie en un nuevo paso, este se hundió y al instante le siguió el resto del cuerpo de la adolescente. De un momento a otro, Iris acababa de ser engullida por el desierto.

Tabur y sus hombres no podían creer lo que acababa de suceder. Arrearon sus caballos y camellos hasta el lugar en el que momentos antes había estado la muchacha. Buscaron con desesperación. No consiguieron hallar ni el menor rastro.

Iris descendió por una especie de resbalón de arena hasta que fue arrojada hacia una amplia caverna subterránea. El lugar estaba iluminado por extraños cristales iridiscentes. Apenas se puso de pie oyó una extraña voz susurrando. Podía distinguirla de entre un silbante ventarrón que soplaba desde quien sabe qué lugar. “No puede ser”, los ojos de la muchacha se abrieron producto de la sorpresa. Y es que ella podía entender lo que decía la voz susurrante. “Iris, ven Iris”, decía la voz. Miró a sus costados. No parecía haber salida alguna. Su detrás estaba completamente cubierto por una reciente avalancha de arena. Solo tenía una opción. Siguió el llamado de la voz.

La caverna se alargaba hasta donde le alcanzaba la vista. ¿A dónde la conduciría la voz? Rogó al altísimo que le tuviera compasión, y que, si su destino era morir en aquel lugar, que al menos dicha muerte fuese lo menos dolorosa posible.

La caverna comenzó a estrecharse y se transformó en un pasillo. Iris avanzó, cada vez más dubitativa. Al poco rato divisó una luz al final del pasillo. Se detuvo por un momento, pero a sabiendas de que en aquel sitio alejado de la mano del altísimo detenerse no marcaría ninguna diferencia, se espabiló. Soltó una larga exhalación, y acto seguido reanudó sus pasos.

Al salir del pasillo se topó con una caverna aún más grande que la anterior. Sin embargo, a diferencia de en la anterior, aquí enormes columnas sostenían un altísimo techo abovedado. Avanzó por la nave central de aquella especie de templo arcano. La luz provenía de grandes prismas de cristal, los mismos que había visto antes, solo que ahora sus rayos de luz iridiscente eran mucho más potentes. De pronto, un monstruoso ronquido la hizo detenerse en seco. Se percató de lo que la esperaba al fondo del enorme recinto. No se trataba de un portentoso altar de mármol blanco, como creyó en un inicio, sino de un enorme dragón de dicho color, el cual dormía plácidamente enroscado sobre sí mismo.

“¿Qué se supone que debería de hacer ahora?”, Iris se preguntó, en tanto el cuerpo le temblaba de pies a cabeza. Pensó seriamente en darse media vuelta y alejarse, pero entonces la voz susurrante que se confundía con el viento volvió a hablarle. “Despiértalo, no temas Iris”, ella pudo distinguir perfectamente el mensaje. “La profecía de la que hablaron esos soldados, recuérdala Iris. Se supone que es mi destino hacer esto. Debo tener fe, no me queda más opción”, ella miró hacia atrás. Allí no le esperaba nada, solo el hambre y la muerte. Se secó el helado sudor que le perlaba la frente. Tomó aire y avanzó.

De cerca el dragón era mucho más grande de lo que le pareció desde lejos. Ella se sentía como un ratón ante un enorme felino. Pero el miedo no le duró demasiado. Se fijó en las escamas tan blancas de la criatura. Por un momento llegó a pensar en que aquel ser era muy hermoso. De pronto, el dragón abrió sus ojos. Eran como dos gemas doradas con pupilas alargadas como las de una serpiente. Iris retrocedió, pero una vez más el susurro acudió en pos de tranquilizarla. “No debes temer, jovencita. No me temas”, la voz susurró en esta ocasión. Los ojos de Iris se abrieron a más no poder.

–No puede ser –ella se llevó la mano derecha a los labios.

El dragón se irguió en toda su altura y clavó sus ojos dorados en Iris. La joven lo contempló boquiabierta. –Las Unma Chaks te han elegido, jovencita. Ya veo, el momento del Gran Canto ha comenzado.

–¿Unma Chaks? ¿Te refieres a las brujas del desierto? –Iris no podía creer lo que estaba oyendo. Y el Gran Canto, ¿qué se supone que era eso?

–Todo a su tiempo, jovencita. El destino se encargará de revelarte todas las respuestas cuando sea el momento indicado. Ahora solo importa que sepas una cosa –el dragón llevó sus patas a su pecho y hundió sus garras en las escamosa y dura piel. Un resplandor cegador lo inundó todo cuando extrajo desde adentro su palpitante corazón–. Debes comerlo todo, ¿comprendes? Si dejas algo, aunque sea el más mínimo trozo, no podrás asimilar mis poderes. Y también debes hacerlo lo más rápido que puedas, porque si se apaga su brillo, todos mis poderes se perderán para siempre. Por fin mi larga espera ha terminado. Es momento de que los humanos enderecen lo que ellos mismos han torcido. Así está escrito –el dragón depositó el corazón delante de Iris. El mencionado órgano estaba cubierto por una hipnótica aura plateada. Acto seguido, la gran criatura expiró su último aliento y se desplomó, provocando con ello un temblor que remeció todo el recinto.

Iris contempló el corazón. Tenía el tamaño de una cabeza de camello. El aura que lo cubría brillaba como una luna a medianoche. Pero en algún momento se apagaría, así se lo había advertido el dragón. Iris entendió que no tenía tiempo que perder. “Es mi destino, lo sé”, ella se convenció, y con determinación comenzó a devorar el corazón.

Los legionarios encontraron a Iris vagando por entre las dunas del desierto una noche de delgada media luna y de un cielo tan estrellado como hace mucho no se veía. La apresaron y le preguntaron sobre lo que le había sucedido. Ella tenía la mirada perdida y parecía ida, como si su mente hubiese colapsado. Tabur ordenó que la lleven a su tienda. Allí la abofeteó y la golpeó exigiéndole respuestas, pero nada surtió efecto. Harto, ordenó a dos soldados que la encierren en el carromato-prisión. Allí despertó Iris a la mañana siguiente, cuando los inmisericordes rayos del sol le quemaron la piel.

–¿Dónde estoy? –ella se preguntó con voz amodorrada. A sus costados contempló a los escoltas. Ellos no hablaban esta vez. La contemplaban con ojos desconfiados, temerosos.

–¿Será la verdadera muchacha? –uno le preguntó de improviso a su compañero.

–Tal vez sea un ginn que trata de hacernos bajar la guardia –el otro escolta respondió.

–¿Cómo se supone que lo sabremos?

Ambos siguieron especulando por un buen rato más. Iris decidió no hacerles caso. Se cubrió con su túnica y contempló al infinito cielo. Las nubes se movían con lentitud y plácidamente. De pronto comenzó a darle sueño. Volvió a dormirse.

Despertó atada a una silla. Ante sí tenía a Tabur y a un par de soldados. Una lámpara era todo cuanto iluminaba la tétrica habitación. –¿Y el cielo? Recuerdo haber estado contemplando el magnífico cielo azul –Iris balbuceó.

–Me dirás todo lo que te pasó cuando desapareciste o sufrirás las consecuencias –Tabur empuñó con unas pinzas que le alcanzó un legionario una herradura incandescente. Al verla Iris fue invadida por un aluvión de pensamientos y visiones. Todas versaban sobre lo mismo: la miseria humana, su propia miseria humana. Su vida no había sido un jardín de rosas, prácticamente toda su vida había sido esclava, y una muy maltratada y abusada, por cierto. Pronto el odio la consumió e Iris ya no pudo mantener más el control de sus pensamientos. Un poder muy grande se apoderó de su alma, de su corazón, de todo su ser. Y aquel poder clamaba venganza y destrucción.

–¡Sus ojos! –uno de los legionarios señaló con voz espantada–, ¡se han vuelto dorados!

–No puede ser –Tabur retrocedió aterrado–. Tú… maldita perra: ¡te comiste el corazón!

La casa en la que se hallaban fue arrasada por la enorme criatura que creció desde su interior. Un enorme dragón blanco rugió y a la vez extendió sus amplísimas alas. Los legionarios apostados afuera de la casa huyeron despavoridos, rumbo al resto del contingente, el cual esperaba en la plaza del poblado en el que se habían detenido para descansar.

El dragón blanco agitó sus alas y un feroz ventarrón mandó a volar a decenas de legionarios junto con escombros, telas de puestos comerciales y mucho polvo. Los soldados que resistieron le dispararon una lluvia de flechas, pero con un nuevo ventarrón todas fueron repelidas. La criatura, del tamaño de un edificio de cuatro plantas, con una velocidad aterradora se abalanzó sobre los soldados y con sus garras y dentelladas fue descuartizando a todo ser vivo que se le atravesase.

El dragón blanco voló y contempló su obra. Cuerpos cercenados, sangre desparramada por doquier, caos, destrucción y un reguero de escombros. El monstruoso ser tomó aire y luego emitió un rugido espantoso que remeció el desierto en un radio de varios kilómetros a la redonda. Luego se alejó volando.

Desde lo alto de una duna, una persona cubierta de una túnica negra y con un velo rojo que le difuminaba el rostro contempló al dragón blanco pasar por entre las nubes. De debajo de sus ropajes esta persona extrajo una esfera y la lanzó al cielo. Mientras la pelota se elevaba, el individuo de la túnica negra recitó unas palabras en un idioma indescifrable para el oído profano, y entonces la esfera estalló en una nube de humo dorado. El dragón giró al oír el estallido y volvió sobre los aleteos de sus poderosas alas. La extraña persona de la túnica negra lo observó acercarse, hasta que finalmente tuvo al dragón en frente y con las terribles fauces abiertas.

Iris despertó en una cavidad cavada debajo del desierto. El lugar estaba iluminado por un tragaluz por el que se filtraba la luz del sol. Se hallaba echada sobre un conjunto de mantas apiladas en el suelo a modo de cama. Aparte, una serie de cachivaches y de vajilla muy desgastadas ocupaban la austera habitación. Con las piernas dobladas en posición de loto, una anciana la contemplaba en tanto removía un preparado que se cocía sobre una pequeña hornilla artesanal. –¿Dónde estoy? –La joven se tomó la cabeza. Fue entonces que palpó algo duro que tenía sobre el pelo–. ¿Qué es esto? –ella chilló presa del pánico. La anciana por toda respuesta le alcanzó un espejo. El grito que Iris lanzó esta vez hizo eco por un buen rato en la rustica estancia.

Sobre la cabeza Iris tenía un cráneo de dragón, un exoesqueleto que le cubría la cabeza a modo de espantoso casco. –Debe ser una broma –ella intentó arrancarse el cráneo, pero este formaba parte de su cuerpo, así que no pudo despegarlo ni un solo milímetro.

–No durará para siempre, solo hasta que te quites los brazaletes –la mujer señaló a las muñecas de la joven. Iris contempló sus muñecas y se percató de los brazaletes que las cubrían. Eran de reluciente metal rojizo y sobre su superficie lucían labrados extraños dibujos que recordaban a efrits, dragones y otras extrañas criaturas mitológicas del desierto profundo–. No te recomendaría que lo hagas –la anciana añadió cuando con desesperación Iris intentó sacárselos de las muñecas.

–¡¿Y porque no, si se puede saber?! –Iris le replicó fuera de sí.

–Si lo haces, nuevamente perderás el control –con toda calma la anciana le respondió.

Iris se tomó las sienes. Comenzaba a recordar lo sucedido: su transformación, el odio que la consumía cual llamas ardientes de fuego infernal… después todo se le hacía negro, aunque alcanzó a recordar un aroma dulzón y espeso. Era el aroma de la sangre. –¿Qué significa esto? ¡No lo entiendo!

–Debes calmarte –la anciana depositó sus huesudos dedos sobre uno de los brazos de la joven. Iris la contempló con los ojos desorbitados–. Comiste el corazón del dragón del viento. Nadie sabe su verdadero nombre, su nombre secreto me refiero, y nadie lo sabrá nunca, a menos que tú seas capaz de purificar tu alma. Solo así el nombre te será revelado y tú podrás controlar su gran poder. Mientras tanto deberás portar esos brazaletes. Su función es sellar la mayor parte del poder en ese cráneo que te ha crecido sobre la cabeza. Es la única forma para que no pierdas la razón, ¿lo entiendes? Tus sentimientos han corrompido el poder. Por eso el poder se ha vuelto oscuro y caótico. Si te quitas los brazaletes, el poder se apoderará de ti y aplastará a tu alma. Has tenido suerte de que te encontré a tiempo. De lo contrario, a estas alturas tu yo consciente ya se habría perdido para siempre.

–Yo… ya lo recuerdo, ¡tenía tanto odio y resentimiento! En ese momento solo quería aplastar al maldito de Tabur… pero, ¿Quién eres tú? ¿Cómo es que sabes tanto sobre mí y sobre el corazón del dragón?

–Unma Chaks, soy una bruja del desierto –la anciana esbozó una tenue sonrisa.

–¡¿Unma Chaks?! –Iris intentó ponerse de pie de un salto, aunque un dolor generalizado la hizo volver a recostarse–. Tú, ustedes, las de tu tipo… el dragón me dijo que ustedes me habían elegido para algo. No recuerdo muy bien que era, pero… ¿qué relación tenías con ese dragón?

–El desierto profundo es un lugar repleto de misterios. Sin embargo, cada cosa se revelará a su tiempo, cuando así lo requiera el hilo sagrado del destino.

–¿Qué? ¡¿Pero qué clase de respuesta se supone que es esa?! –Iris expresó su indignación.

Por toda respuesta la anciana introdujo la mano en el preparado que hervía sobre la pequeña hornilla, y acto seguido lo sopló en la dirección de Iris. Un polvo brillante y verdoso cubrió la nariz de la joven. Poco a poco ella se sintió débil y cansada, hasta que finalmente perdió el conocimiento.

Cuando despertó seguía en la cavidad que fungía como habitación. Sin embargo, la anciana había desaparecido. Se levantó, y en esta ocasión ya no sintió dolor alguno. Al parecer aquellos polvos que le lanzó la anciana tenían propiedades curativas. Tomó una túnica que encontró en el suelo y se la puso. Hacía frío. Seguramente afuera sería de noche. El plateado pilar que se filtraba por el tragaluz así se lo hizo saber. Se agachó para pasar por un estrecho túnel que conducía hacia la salida. Unos pasos después, estuvo de vuelta en el desierto. Allí la esperaba un camello atado a una estaca clavada en la arena. El animal se hallaba arrodillado y moviendo la mandíbula de un lado al otro. Iris se acercó al animal y contempló las alforjas con las que estaba cargado. Atado a las riendas del camello encontró un pergamino enrollado. Lo desató y acto seguido lo abrió. El mensaje era corto y no tenía ninguna firma. Aun así, a Iris no le costó adivinar quién lo había escrito.

“Descubre el nombre secreto y cumple con tu destino”.

Iris soltó un bufido y botó el pergamino al suelo. Pronto este se alejó volando producto del silbante viento del desierto. Se subió al camello y lo arreó. El animal se puso de pie y comenzó a andar. Iris no tenía idea de a dónde podría ir. Solo de una cosa estaba segura: ahora poseía un gran poder, y no dudaría ni por un segundo en usarlo cuando le haga falta. En su mano formó una esfera de viento que acto seguido lanzó hacia una duna. La esfera estalló en una potente explosión de arena, como si hubiese impactado contra la duna una pesada bala de cañón. Iris sonrió. –Gozaré de la vida: el mundo entero se arrodillará ante mí y ante mi gran riqueza. Ya lo verán, juro por Alsia el misericordioso que nunca jamás volveré a ser maltratada. ¡Jamás volveré a ser una esclava!

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