Fahima se encuentra con el Azote del desierto

 


El general no podía creer lo que le contaban los sobrevivientes de la emboscada. Aquella tarde un escuadrón entero de las tropas del emir Salusin habían sido atacadas mientras llevaban provisiones al campamento. Por supuesto todos los víveres se perdieron.

Luego de que los sobrevivientes terminaron de contar su historia y se retiraron de la tienda, el capitán se acercó al general y le dijo: “Oh, gran general, sin suministros estamos perdidos”. El general por toda respuesta se llevó una mano al rostro. Aun no podía creer lo que le habían contado aquellos dos soldados que se presentaron ante él con las armaduras destrozadas y los rostros cubiertos de sangre y arena.

“¿Deberíamos pedirle al emir que le solicite al sultán la ayuda de sus legiones imperiales? Ya sabe, para que protejan los convoyes de suministros”, ante el silencio en el que permanecía su general, el capitán se animó a sugerir. “Es inútil. A duras penas el emir pudo conseguir el permiso del sultán para comenzar con la invasión. Si a estas alturas le pide ayuda lo único que obtendrá es la burla del sultán”, contestó el general. “¿Entonces qué hacemos, mi general?”, insistió el capitán. “Que el Altísimo nos ampare”, tras un prolongado silencio, esta respuesta fue todo cuanto pudo ofrecerle el general a su subordinado.

El príncipe Donmasi no podía creer que las fuerzas enemigas se hayan rendido. Cuando su padre lo colocó al mando de las tropas y sin más lo envió a enfrentar al poderoso y experimentado ejército del emir Salusin, el joven Donmasi sintió que el mundo se le acababa. “Jamás podré derrotar a tan poderoso enemigo”, se lamentaba una tarde ante el estandarte del reino. En eso entró su hermana al salón del trono, quien por muchos era considerada como la próxima gran sacerdotisa del reino Logad. Ella le dio ánimos a su hermano y le prometió que si le conseguía cierta suma de dinares podría resolver su problema sin falta. “¿Cómo lo harás?”, el príncipe le preguntó incrédulo. “Grande es la misericordia del Altísimo, así como grandes son mis recursos. Conozco a alguien muy diestro en el combate, solo eso puedo decirte. Confía en mí y yo podré ayudarte”. Con tal convicción habló la joven que toda duda que hubiese podido tener el príncipe terminó por disiparse.

La suma que le exigió la princesa fue muy grande, pero el príncipe Donmasi no se lo pensó dos veces y vendió gran parte de sus posesiones para poder solventar el precio.

Valió la pena, pues ahora que ante sus propios ojos el general enemigo le entregaba su espada y le pedía misericordia, Donmasi pudo saborear la gloria más grande que jamás hubiese podido imaginar tener en su vida. Pero no se dejó cegar por el orgullo, pues entendía que sin la providencial ayuda de su hermana nada de aquello hubiese sido posible. Ahora entendía por qué en el templo sagrado las sacerdotisas solo tenían palabras de elogio para su hermana. “En verdad ella es la enviada por el Altísimo para guiar a nuestro reino hacia la grandeza. Gozosa y afortunada seas por siempre, querida hermana mía”, el príncipe se dijo para sus adentros.

Carminsha, la princesa y próxima gran sacerdotisa del reino Logad, se encontraba en medio de su paseo matutino por los jardines de palacio, cuando en eso ante ella se apareció su hermano. “Hermano mío, las palabras no bastan para felicitarte por tu gran hazaña. Gracias a ti el reino está a salvo, y no solo eso, sino que ahora está cubierto de gloria y honor. Nuestros enemigos se lo pensarán dos veces antes de intentar algo contra el país que fue capaz de hacer rendir a las mismísimas fuerzas de un emirato del imperio”, Carminsha lo saludó. Ante tales palabras, el príncipe se aclaró la garganta y respondió: “Venerada hermana, futura gran sacerdotisa del reino, no merezco tus halagos y tú lo sabes más que nadie. Todo el crédito le pertenece a esa persona que contrataste, pues solo gracias a ella el ejercito del general Butón se quedó sin suministros y así pudimos ganar la guerra. Pero dime, oh, iluminada Carminsha, ¿Quién fue aquel capaz de tal hazaña? ¿Fue en verdad una única persona la que hizo posible tal milagro? No, no me malentiendas, no desconfío de tu palabra, es solo que deseo con todo mi corazón agasajar y condecorar a tan valiente guerrero. Es más, planeo hacerlo general supremo, comandante de todos los ejércitos del reino. Padre, que el Altísimo siempre lo proteja, está de acuerdo conmigo. Así que, por favor, venerable hermana, preséntame a tu amigo y te estaré eternamente agradecido”. Con gentiles palabras Carminsha se negó. Su hermano no se rindió en su tentativa, pero por más que insistió no pudo sacarle el secreto.

La hazaña del misterioso guerrero pronto se expandió por todos los horizontes. No había creyente que no supiera de su historia, e incluso en los lejanos reinos del oeste se llegó a conocer su leyenda. Nada se sabía de su identidad, con excepción de cierto detalle sobre su aspecto que propagaron los sobrevivientes de sus continuas emboscadas. “Sus ojos eran como dos océanos turquesa, uno sentía que quería zambullirse en ellos y nadar en sus serenas aguas, hasta que de pronto te dabas cuenta que te estabas ahogando en sus peligrosas profundidades. Y cuando apartabas la vista de aquellos ojos, con horror descubrías que todo a tu alrededor se había transformado en sangre y muerte”, las declaraciones de los sobrevivientes coincidían entre sí de tal forma que nadie dudó ni por un instante de su veracidad.

En una posada ubicada a las afueras de la capital del imperio Retter, una figura encapuchada bebía de un tarro de vino. Dejó el tarro sobre la mesa y se puso de pie para marcharse. Afuera ya era de noche. Cerca de la salida oyó la conversación de unos soldados. Sonrió bajo la tela con la que cubría su boca y nariz. Una vez más oía a admirados tipos hablar sobre su reciente hazaña. Le daba risa como la gente se imaginaba que era su aspecto: Un guerrero tan alto como un camello, tan fornido como un elefante, con una mirada tan mortal como la del basilisco de la mitología…

“Si supieran la verdad no podrían creerlo. Aunque lo entenderían si se enterasen del secreto detrás de mi poder... ¡No!, eso jamás sucederá. Soy la única sobreviviente del clan Benggdurit, los invencibles del desierto, los terribles guerreros bajo el sol capaces de hacer temblar hasta a los mismísimos efrits, así que debo respetar el juramento de sangre, mi secreto es el secreto del clan. Si alguien lo descubre yo habré deshonrado a mis ancestros y jamás podría volver a levantar la mirada… Por Alsia el Altísimo, tengo que quitarme este mal hábito de divagar. Mejor me apresuro, que aún hay muchos pobres y desposeídos con los que compartir mi grandiosa recompensa. Le agradezco de todo corazón a mi única amiga, la iluminada Carminsha, por haberme ofrecido el trabajo”, la figura encapuchada se dijo para sus adentros, y acto seguido se perdió de vista por entre el gentío que circulaba en la calle de las afueras de la posada.

Se cuenta, pero el Altísimo es más sabio, que Carminsha fue la primera gran sacerdotisa en asumir su rol cuando aún su predecesora seguía viva. Y esto sucedió así, según se dice, porque de esta forma lo quiso su predecesora. Tan histórico hecho fue relatado como sigue por un eminente poeta: “Era una doncella dotada de tal sabiduría que incluso los grandes doctores se rendían ante su ciencia. Quienes la oían jamás volvían a abandonar el camino del creyente. En el templo sagrado de la capital del reino Logad todas las sacerdotisas entendieron que cada cosa debe ocupar su lugar, y con suma claridad vieron que el lugar de Carminsha era el de gran sacerdotisa. Por ello es que la gran sacerdotisa en el momento de la consagración de su sucesora levantó las manos al cielo y exclamó: ¡He oído tu palabra, oh, poderoso entre los poderosos, y por eso es que ahora, como fiel sierva tuya que soy, yo solo escucho y obedezco tu mandato!”.

Durante tres días y tres noches la gran sacerdotisa Carminsha recibió a los fieles que fueron a rendirle sus respetos y a pedirle su bendición. Como era la costumbre, la gran sacerdotisa repartió las ofrendas entre los pobres y los menesterosos. También se dice que realizó milagros, pero que hizo jurar a quienes los recibieron que jamás contarían a nadie acerca de su obra. Al cuarto día después de su consagración, Carminsha por fin descansó de sus deberes. Al quinto día ella se dispuso a partir para recorrer los demás territorios del reino y así difundir la palabra del profeta.

Carminsha se encontraba a la espera de que su caravana estuviese lista para la partida, de modo que para matar el tiempo salió del templo sagrado de incógnito, con la intención de repartir unas monedas que le habían dado en ofrenda. Sin embargo, Carminsha no pudo iniciar tan pronto con su buen propósito, pues al poco rato de haber abandonado el templo una figura encapuchada se colocó a su costado y le dijo: “Oh, gran sacerdotisa, la iluminada entre iluminadas, pero por encima de todo, mi única amiga. Te saluda Fahima, tu amada protegida. He venido para presentarte mis respetos por tu consagración. Espero puedas aceptar esta humilde ofrenda”. Carminsha vio con asombro que de su cuello Fahima se descolgaba un dije. Era un disco de oro con incrustaciones de piedras preciosas que formaban el escudo del antiguo clan del desierto Benggdurit: el lobo que le aúlla al sol. “No puedo aceptarlo, es la herencia de tu familia, el único recuerdo de tu clan”, la gran sacerdotisa le replicó. Ante la negativa, Fahima se bajó la tela con la que cubría su nariz y boca. Un rostro tan bello y pálido como la luna fue revelado. Fahima clavó sus ojos turquesa en Carminsha y con seriedad dijo: “Si rechazas mi presente lo entenderé, pero ya no podré considerarme tu amiga”. Tras su ultimátum, Fahima comenzó a alejarse, pero entonces Carminsha la tomó del hombro y le habló: “Siempre tan seria. Está bien, aceptaré tu presente. Sin embargo, debes saber que mi deber como gran sacerdotisa es vivir en la más completa austeridad, de modo que tendré que vender tu valioso dije para repartir su precio entre los más necesitados. Así lo quiere Alsia el Altísimo”. Fahima por toda respuesta sonrió. Carminsha entonces entendió lo que su amiga realmente quería decirle. En verdad ella había cambiado. Atrás quedó la sanguinaria cazadora de infieles que conoció alguna vez, la renegada que no tenía ni una pizca de luz en su oscura vida. Carminsha le devolvió la sonrisa a su amiga.

Al templo sagrado entró un eunuco que trabajaba como sirviente para anunciarle a la gran sacerdotisa que todo estaba listo para su partida. En la ciudad ya comenzaba a desfallecer la tarde. “Debo marcharme, pero me alegra que te hayas animado a realizar el rito de la confesión. Yo, una humilde sierva de Alsia, el único Dios, en su nombre te perdono por tus pecados. Ahora ve en paz y que la luz del Altísimo guie tu camino”, Carminsha dijo, y acto seguido se puso de pie. Fahima también dejó su cojín. Su rostro se hallaba circunspecto. Ella levantó la mirada y sus ojos se cruzaron con los de la gran sacerdotisa. Entonces le preguntó: “¿Alguna vez podré abandonar por completo mi sed de sangre? Así sea por una causa justa, sé que matar nunca estará bien. Pero yo lo sigo disfrutando, menos que antes, pero aun así siento que lo disfruto. Yo…”. “No te tortures más, querida Fahima, que un reino no se levanta de la noche a la mañana. Lo importante siempre será seguir el camino de la luz, paso tras paso. Mientras no te desvíes y continúes por la senda del creyente, todo estará bien”. “Muchas gracias, fuiste mi salvadora en el pasado y lo eres también ahora, te lo agradezco y te lo agradeceré por toda la eternidad”.

Continua...


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