El legionario que odiaba al viento

 

Cuenta la leyenda, pero el Altísimo es más sabio, que en la época del Sultán Anma-Had, existió un guerrero entre los guerreros, tan poderoso que su valía en el campo de batalla equivalía a la de todo un escuadrón. Este hombre era Tambar, un soldado perteneciente al temible ejército personal del Sultán, bautizado con el nombre de la Legión del Desierto. Todos los miembros de esta división eran soldados sumamente hábiles, pues para llegar a ser legionarios previamente habían tenido que pasar por una de las pruebas más brutales y sanguinarias que uno se pudiese imaginar. Por ello es que tales soldados eran muy orgullosos, aunque de entre todos ellos no existía ninguno tan orgulloso como Tambar.

Cuando el ejército del reino enemigo reconoció las armaduras negras de los legionarios, supo que la batalla estaba perdida. Tambar comandó el ataque de los suyos, y en su camino hacia la victoria aplastó a muchos enemigos con su enorme mazo cubierto de púas. Cada golpe que daba hacia remecer el desierto y provocaba enormes explosiones de arena. La batalla concluyó con una victoria aplastante para las fuerzas de Retter, el enorme imperio regido por el Sultán.

Esa misma tarde Tambar y unos allegados se encontraban celebrando en una posada de los suburbios de la capital del imperio. Allí, como siempre, Tambar se jactó de su fuerza y de su valor, y no se cansó de repetir que de entre todos los legionarios no existía uno más hábil y fuerte que él. Los otros legionarios, todos subordinados suyos, no se atrevieron a contradecirlo, y, por el contrario, lo alabaron hasta más no poder. Esta era la vida soñada por Tambar.

Sin embargo, “la vida no puede estar conformada por puras alegrías, pues de lo contrario ya no sería vida”, como diría el poeta. Tambar muy pronto comprobaría tan sabias palabras, cuando al poco rato su celebración se vio interrumpida de la forma menos pensada. Una jovencita, apenas una adolescente, se levantó de su mesa y exclamó muy airada: “¡Por Alsia el Altísimo, jamás he conocido a unos tipos tan bulliciosos! ¡¿Podrían callarse o sino irse a celebrar a lo más profundo del desierto?! ¡Aquí no dejan cenar en paz a la gente decente, es el colmo!”. Los legionarios callaron en el acto, no debido a lo dicho por la muchacha, sino al terror que los invadió cuando vieron el enardecido rostro de su comandante. Tambar soltó un gruñido y acto seguido se dirigió a la joven. A Tambar le llamó la atención el casco que llevaba la joven sobre sus cabellos rojizos, un casco hecho de hueso y con la forma de la cabeza de un dragón, aunque por supuesto esto no lo intimidó en lo más mínimo. “Te reto a que repitas lo que acabas de decir”, desde su imponente altura él clavó sus aterradores ojos en la muchachita. Pero lejos de lo que Tambar se esperó, la joven le repitió muy campante lo que acababa de decir.

“¡Te arrepentirás de haberme provocado!”, Tambar descolgó de su espalda su enorme mazo, pero antes de poder hacer nada, en uno de los antebrazos de la jovencita se formó un poderoso torbellino de viento. Pronto este pasó a cubrir su puño, y antes de que Tambar supiera lo que estaba pasando fue mandado a volar muy lejos. Nadie podía creer lo que acababa de pasar. Los legionarios vieron estupefactos el enorme agujero dejado en el techo del establecimiento por el cuerpo de su jefe.

Varios metros afuera de la posada, con la cara embarrada por mierda de camello, Tambar se puso de pie y volvió a la posada. Sufrió el mismo trato tres veces más. A la cuarta vez que volvió él exhaló aliviado, pues la muchachita ya se había marchado. Sin embargo, desde ese día Tambar juró cobrarse su revancha, y cada vez que una fuerte corriente de viento lo sorprendía, él no podía evitar recordar la cuenta pendiente que tenía con aquella insolente que tan vilmente lo había humillado.

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